Conocer y leer la obra de Albalucía Ángel ha sido una de esas pocas experiencias, casi místicas, que en los últimos años me han llevado por un viaje de transformación y renovación en mi vida personal y literaria. Cuando uno se encuentra con sus palabras descubre que el mundo es mucho más que una simple representación de ideas y objetos, que cada palabra que elegimos y usamos para referenciar algo tiene un significado que va más allá de todo sentido unívoco y diáfano. Hay algo en las novelas de Albalucía que nos recuerda constantemente que toda escritura conlleva siempre un compromiso estético y político del cual no se puede escapar, pues el mismo acto de escribir es ya una declaración subversiva contra la realidad en la que vivimos. Es su búsqueda por encontrar una escritura más sencilla y directa, sin tantos arabescos que la tornen pesada y compleja, lo que ha llevado en las últimas décadas a que parte de su obra tome caminos cercanos a lo que conocemos como “lo místico”, sin perderse en los dogmatismos ni sectarismos religiosos y políticos del momento.
Le debo, también, una gran parte de mi formación como lector, pues no es fácil superar su estilo complejo y experimental, que reta desde sus primeras líneas al más versado y recorrido haciéndolo dudar de su entendimiento y comprensión, al ponernos a saltar y a devolvernos constantemente entre sus páginas para retomar de nuevo el hilo del sentido perdido como si se tratara de un juego infantil.
Y es ese juego con el lenguaje, con las formas que surgen de su contenido, lo que hace que su escritura no sea una fórmula que se pueda repetir sin cesar, como lo han hecho otros escritores. Su dedicación y trabajo con la palabra se ve materializado en las sutiles, pero contundentes imágenes y sentidos en los que se evidencia una fuerte conciencia femenina que nos habla desde su lugar de mujer y escritora latinoamericana en pleno siglo XXI.
Desde su infancia ha sabido cuestionar y desmarcarse del lugar asignado, casi religiosamente, como mujer en una sociedad patriarcal que esperaba que sus palabras fueran medidas y cautas. Con una gran capacidad de observación y escucha, una conciencia moderna en todo el sentido estricto de la palabra, siempre ha estado presta a los más mínimos susurros que ha percibido en la historia, a las voces de aquellos más desfavorecidos por las circunstancias y el poder para restituirles su lugar como sujetos en una sociedad que busca cada vez más callarlos y silenciarlos.
Matriarca olvidada de las letras colombianas, crítica acérrima del mundo contemporáneo, invencible escritora galáctica que anida en el silencio, heredera de Woolf, Lispector, Poniatowska, Garro, Bombal, Pizarnik y muchas escritoras más, Albalucía Ángel ha sido dueña de su coraje y de su visión del mundo, pues para ella la escritura es un acto de vida en la que no existe un guión establecido a seguir.
Escribir constituye para ella un ejercicio vital que con los años ha perfeccionado hasta bordear los mismos límites de lo que conocemos como la experiencia mística, en la que su propio ser ha tomado nuevos nombres y nuevas formas para hablarnos desde otro lugar, uno más cercano pero inaccesible a la razón, como si fuera necesario en estos tiempos habitar esos otros espacios que no sean los de la academia o los de la ciencia para hacer resonar desde allí lo más profundo de su pensamiento: “Solo una vaga imagen al comienzo, de algo que se va entrando por los poros, me acosa en medio del sueño y a la salida del sol me deja obnubilada […]. Me agarra por el cuello y me obliga a tejer, tejer, seguir tejiendo… los hilos se me enredan, el tiempo se acompasa con el latido del corazón: ¿ya ve el cuadro…?”1.
Al final, pese a todo, sin certezas y solo con alusiones como dice el poeta sirio Adonis, se logra ver el cuadro proyectado por sus palabras, tejido punto por punto como si se tratara de un tapiz oriental que reproduce infinitamente un mantra que busca resonar perennemente en este mundo.
Su obra —aún inacabada— parece tener dos momentos a lo largo del tiempo en los que su escritura responde de manera distinta a como ella “insiere” en su alma, como le gusta decir, ingiere en su mente, en las circunstancias que la rodean. No es una mutación ni un cambio de conciencia que modifica su estilo o su manera de narrar las cosas lo que marca este momento. Tampoco lo es un cambio en los temas o motivos que la llevan a escribir, pues aspectos como la violencia, el hombre, el lenguaje, la experimentación literaria y la búsqueda de una narrativa femenina propiamente latinoamericana siguen estando presentes en sus obras. Ese giro en su pluma, un desplazamiento místico tal vez, parece darse al recobrar un tono prístino que habitaba en ella desde sus primeras novelas, en un acto de gnosis entre su vida y su escritura que le permite recuperar su ritmo, su memoria transcendental, para tomar el lenguaje en su sentido más material y artificial posible.
Luego de finalizar Las Andariegas, Albalucía Ángel se traza un nuevo propósito en su escritura y es el de encontrar la voz de todas aquellas mujeres escritoras latinoamericanas, desconocidas para la crítica del momento, que han vivido en el silencio en esos años. A medida que escucha a cada una de ellas, siente cómo se repite en eco, como si fuera un mantra, la frase: yo vengo del silencio. Y el silencio será precisamente ese mantra que la llevará a tomar distancia de la palabra hablada por casi dos años, en una búsqueda espiritual y filosófica del Atman, o Esencia Superior, como lo llaman en las culturas Vedanta y Zen, en el que intenta recuperar lo que se ha perdido con los espejismos del mundo civilizado actual a través de las enseñanzas del Yoga integral de Sri Aurobindo y de La Madre.
En su retiro y meditación, Albalucía Ángel encuentra en su escritura una manera de ir liberándose poco a poco de todo el peso que siente que ha acumulado a lo largo de los años. En vez de hacerlo de una manera catártica, busca llevar sus palabras a las unidades mínimas del sonido y de la letra, como si fueran ladrillos que se caen de un muro discursivo ya anticuado, para empezar a construir desde cero un discurso que se niega a transcender más allá de lo que es posible o no decir. Es así como bajo el nombre de “Arathía-Maitreya” resurge un aspecto en ella que es a la vez nuevo y antiguo, una memoria pasada que busca recordar un antes, ese que olvidamos con el desarrollo de nuestra conciencia, que se encarna en una escritura que antecede a todo sentido y que logra cernir en sus bordes la experiencia de lo inefable y lo irrepresentable.
De esta forma, Los cuadernos de Arathía Maitreya (1984-2002)2 son el testimonio literario de su largo recorrido espiritual y filosófico contemporáneo. Allí Albalucía dialoga constantemente con una larga tradición literaria y mística que conoce muy bien desde joven. En los primeros cuadernos aparecen constantemente algunas referencias a Santa Teresa de Ávila y a Las moradas, en una especie de debate literario y filosófico sobre el uso del lenguaje y sus propios límites, así como también varias reflexiones sobre la capacidad que tiene la palabra para transmitir lo inefable de la experiencia mística. Para ella, la escritura de Santa Teresa logra iluminar en algo su propio paso por la vida, y esa condición de revelar lo que no puede ser revelado por la palabra poética es lo que le permite avanzar un poco por ese camino del silencio y de meditación en el que se ve confrontada directamente con la imposibilidad misma de lo que es la condición humana.
El minimalismo, la paradoja, la tautología, el fragmentarismo, los neologismos, el sinsentido, la contradicción y el uso constante de las imágenes, que se encuentran frecuentemente en los escritos místicos de varias culturas como estrategias discursivas3, son usados de manera ejemplar por Albalucía Ángel en sus cuadernos. Estos usos particulares del lenguaje le permiten establecer una confrontación directa entre sus pensamientos y sentimientos, y así develar una cierta radicalidad poética que se ve expresada en sus letras. La experimentalidad inicial de su estilo se sigue conservando intacta, pues la escritura mística, como la poética, implica buscar una manera novedosa de contar las cosas a través de formas narrativas no tradicionales, en los que se pueda transmitir algo de esa experiencia subjetiva a la que se enfrenta el escritor con la pérdida de sentido en su despojamiento de la palabra.
Y en la medida que su conciencia empieza a rondar con más frecuencia las fronteras del lenguaje, antes de llegar a ese punto de lo inexpresivo y lo impensable, la lectura de los cuadernos nos lleva hacia un rumbo de no retorno, que nos implica más allá de toda comodidad o seguridad posible, confrontándonos con nuestra propia cultura y nuestros preceptos para que entendamos que existen otras lógicas en el mundo, otras miradas y sentires que habitan el universo a pesar de que vivan en contradicción unas con otras.
Las experiencias de los hombres se viven como historias y cuentos que toman vida por las palabras que las representan, y en cada una de ellas hay más verdad por lo que silencian que por lo que dicen y hablan. Sus historias en los cuadernos son la materialización literaria de sus sentimientos y pensamientos que buscan ir más allá de toda ficcionalización posible, prescindiendo cada vez menos de la narrativa como punto de unión del tejido de sus palabras para llevarnos hasta el umbral del misterio que ellas encubren, vaciando los sentidos para dejarnos al borde del precipicio y que contemplemos desde ahí aquello que no hay manera de nombrar.
Leer parte de la obra de Albalucía Ángel como literatura mística contemporánea nos permite situar las coordenadas que va teniendo su escritura en ese proceso de renacimiento espiritual y literario. Nos ayuda a entender que aquellas palabras que leemos no son puras ni absolutas en su sentido completo, sino al contrario, llevan a cuestas las marcas de una cultura, de un idioma, de una lengua que se quiebra poco a poco en la medida en que van apareciendo ante nosotros buscando tener algún refugio. En la medida en que ella las va usando para describir su paso espiritual y su manera de percibir y sentir el mundo, se vuelven más inhóspitas y distantes. Pero en esa distancia radical, que se colma de nuevas metáforas e historias, surge poco a poco una narrativa renovada que vuelve a marcar su paso como escritora, en la que resuena sin pensarlo el universo literario que en un comienzo le dio las bases para encontrar ese camino.
Renunciar a predicar e intentar contar fielmente lo que siente y lo que ve, como lo hace el místico y el poeta, es el riesgo que parece tomar Albalucía al atreverse a hablar de otra forma, una más compleja y un poco “galáctica”, como ella la llama, sacrificando sin miedo la materialidad misma de la palabra. En términos más justos, como diría ella, “es la manera de agarrar por los cuernos un toro desbocado echando fuego a diestra y a siniestra”.
1 Entrevista realizada a Albalucía Ángel en el curso de la pandemia en el año 2020, en el marco del primer curso monográfico dedicado a esta autora a cargo de la escritora Alejandra Jaramillo en la Universidad Nacional de Colombia. Inédita.
2 Algunas de las transcripciones de estos cuadernos se encuentran disponibles en el siguiente blog: http://arathaia.blogspot.com/p/blog-page_3.html.
3 Felipe Cussen, “Un ensayo sobre mística y poesía contemporánea”, Forma: revista d’estudis comparatius. Art, literatura, pensament 4 (2011): 17.