La siguiente entrevista fue realizada a varias voces por los y las estudiantes del “Monográfico de autor: Albalucía Ángel” de la Universidad Nacional de Colombia y editada específicamente para este dossier.
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Los girasoles en invierno es mi primera novela. No es difícil imaginar el ahínco con que se sigue ese proceso, día a día. Palabra por palabra. Página por página. Y así uno va amontonando las cuartillas. Y corrige. Y vuelve a corregir. Y así, hasta que a una le parece que es el punto final. Luego retoma la lectura, vuelve a corregir ad infinitum, si una insiste. Hasta que un día una se cansa. Suspira hondo. Y cierra. Punto.
Mi primera novela no pegó en el momento, a pesar de haber quedado finalista en el Premio Esso (1970). La publiqué yo misma. Pero Dos veces Alicia fue publicada no mucho tiempo después de escrita, por Barral Editores. Una vez que Carlos Barral fue mi editor, el resto de mis novelas salieron publicadas en un margen de tiempo normal, digamos. Misiá Señora se demoró un poco pues Barral ya no tenía editorial, pero cuando Argos Vergara le encargó una colección de “prestigio”, me incluyó de inmediato. Igual sucedió con Las andariegas (1984).
¡Oh gloria inmarcesible! (1978) se conoció en el país un año después de terminado, gracias a Gloria Zea, que se empeñó en publicarme en Colcultura. Valga aclarar que ello fue un factor de peso para que el gobierno del momento la retirara de su cargo de directora de esa institución. Y ese libro de cuentos fue retirado ipso facto de la circulación, pues fue catalogado como “pornográfico”.
Otra cosa fue el tratar en su momento de traer las novelas a Colombia para efectos de distribución. Encontré una barrera imposible de cruzar. Creo que fue en el año 82’ y en el 84’, que se hicieron dos ediciones de La pájara pinta sin mediar contrato, por ejemplo. O sea, porque a alguien se le ocurrió y punto. Luego el silencio fue total, durante 40 años, y se rompió gracias a la mediación de Alejandra Jaramillo Morales, quien se encargó de convencer a un editor de Ediciones B de leer La pájara pinta.
Hablando del proceso de escritura, en el momento de Los girasoles en invierno yo andaba inmersa en lo que se llamó nouveau roman, en Francia. Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute eran mis favoritos. De manera precisa, sistemática, comencé las primeras líneas con aquel tono entrecortado, detallado en los gestos, el tiempo que corría paralelo al transpirar del vaso, mis dedos recorriéndolo: la manecilla se mueve con pereza, uno, dos, tres, cuatro… Y como se podrá notar, a la segunda página desaparece ese compás. Mi tono va escalando en la memoria, mi “estilo” se despega hacia otros horizontes que van marcando con rigor mi propia voz. La voz de una mujer que espera en un bar parisino, mira llover, observa aquel entorno, sigue leyendo a Bradbury, se toma su café… Y el resto es fantasía tropical, dirían los que en aquel entonces decidían quién sí o quién no era ese “genio de la lámpara”.
Pero la obra más difícil de escribir, hasta el momento, ha sido Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975). Son varios los factores. Uno de ellos era el estar sometida a un texto que tiene como función contar la historia colombiana, comenzando desde un capítulo nefasto: el 9 de abril de 1948, añadido a episodios de tiempo de dictadura. Persecución política de parte de un sistema atrabiliario. Revuelta estudiantil. El desalojo de tierras campesinas. Todo acotado en medio de ese caos. De esa memoria, que pertenece a aquella que la cuenta: que es una niña pereirana y que como bien lo dice aquel epígrafe de Dylan Thomas “no tiene orden, ni tiene fin”. Y ello conlleva exactitud inmarcesible.
La limpidez de una escritura histórica se mide por los hechos fehacientes, no por imágenes de prensa, ni mucho menos contar desde un exclusivo punto de vista. Pues la memoria personal es una base que debe de trascender lo imaginario. En este caso es obvio. La memoria: la mía y la colectiva. La registrada en las noticias. Lo que narró la gente que asistió a esos episodios, en vivo y en directo. Y todo eso vibra y cuesta mucho, pues no hay manera de contar lo inenarrable sin estar firme al compromiso de jamás traicionar esa memoria. La tuya. La de la gente de esta patria, que me dejó constancia de su visión oscura y tenebrosa. Y allí no tiene cabida entonces, para mí, eso que se denomina “la imaginación”. Pues la catarsis es completa. Ese dolor ajeno lo sientes y lo vives a la medida en que lo cuentas, en páginas escritas. También incluye esa novela los episodios de la infancia. Y son alegres. Prístinos. Pícaros, sin duda. Pero el dolor persiste. La Muerte los persigue. Dolor de niña con los ojos abiertos al destino, que la escogió en esos momentos, sin filtros. Sin clemencia. Sin darle tregua a la conciencia tempranera, que se abre de repente como un calidoscopio que nunca cesa de girar.
Hubo también con esa novela un cambio de escribir sobre Europa a escribir sobre la violencia colombiana que, si quiere que le diga, lo diseñó el destino. La pájara pinta llevaba escritas alrededor de 40 páginas. No tenía título, ni dirección fija, como tampoco notas o brújula marcando lo que pensé sería un recuento de mi niñez mezclado con las memorias del momento. Pasaba por Madrid. Y una manada de 6 hombres jóvenes me atacó en un parqueadero con el fin de robarme un coche Mini-Morris. Y allí cambió la historia. Entré por ese túnel lúcido y hermoso que conocemos como “muerte” y volví a cruzarlo de regreso. No era hora. Pero mi cuerpo quedó muy maltratado y parecía que solo una especie de milagro me lograría salvar de ese diagnóstico dudoso que la ciencia afirmó en esa ocasión. Así que regresé al país con ánimo de descansar.
Alguien me habló de un “médico invisible”, José Gregorio Hernández, y me entregué a aquella experiencia metafísica con toda la esperanza, puesto que en ese campo no he tenido nunca dudas. Creo en las dimensiones fuera de esta tercera, en la que vivimos dando vueltas y más vueltas sin encontrar salida al laberinto: y tuvo éxito esa empresa. En esa estadía de sanación, viajé por el país. Se recordaba entonces la muerte de Jorge Eliécer Gaitán (en el 48) y el tema estaba muy candente todavía. Algo así como lo que estamos viviendo en el momento: “la verdad verdadera” de esa memoria secreta y tenebrosa que comienza a revelarse sin tapujos sobre el “Holocausto del Palacio de Justicia”. Lo de Gaitán, en cambio, jamás ha sido develado. Se trataba, creo yo, de recordarle a la nueva generación sobre un suceso que partió la historia de esta patria en dos, literalmente. Allí, oyendo a los testigos, leyendo viejas crónicas, recogiendo pedazos de mi memoria de niña en ese entonces, los ecos y los vientos se aliaron con fantasmas y esa novela tomó cuerpo.
Cuando un tiempo después regresé a España, ese paisaje de infamia y sangre y gritos en las calles, de gente atropellada por esbirros de quienes manejaban el destino político y vital de su existencia, cubrió mi vida de mujer. Mi vida de escritora. Mi tiempo se diluyó, día tras días, en páginas y páginas, y hablé muy poco con mi gente. Entre otras, el círculo de los “venerables del Parnaso latinoamericano”. Se me invitaba, sí. Pero evité acudir. “No estaba el palo para hacer cucharas”, como diría mi abuela Adelfa. Esa escritura fue secreta. Y aunque vinieron unos cuantos a visitarme a mi estudio de Barcelona, no solté prenda: o sea, muchos querían investigar si lo iba a enviar a un premio muy famoso, si el tema era afín a esa canción de infancia y “¿cómo así, de qué se trata?”. Mi lenguaje creció, “como la milpa en el potrero”. Y en mi respiro de viajera de galaxias o viajera del tiempo, si usted quiere, en medio de avatares, paradigmas, desafíos insondables y juegos de pirotecnia con espejos, yo me rendí ante mi Conciencia: de Ser o de no Ser.
Por eso, no creo que la “función social” sea el timón que lleva mi escritura. La Historia, con mayúscula, no ha sido mi capricho. Me cuento entre los seres que miran el mundo en que vivimos con atención: o sea, vigilancia. Me convertí en observadora gracias a las monjitas franciscanas que llegaron de Suiza con el método Montessori nuevecito y nos llevaban, amorosas, entre lo lúdico y concreto. La parte responsable nos la inculcaban en los paseos alrededor del pueblo, donde entre bosques de árboles nativos mirábamos los pájaros, las mariposas, los arroyos. “¿Qué vieron en el campo…?”, nos preguntaban la madre Rudolfina y la madre Nolaska al regresar de esa delicia mañanera y cada cual prendía sus luces. Nos enseñaron a mirar, esas monjitas europeas. Le debo a todas ellas mi despertar de la Conciencia, no tengo duda que esa semilla la sembró aquella escuela franciscana. Observar las hormigas, por ejemplo. Y de allí a observar el mundo con sus delirios y reveses, esos bajones y subidas, que en toda sociedad se trazan o transmiten por medio de las noticias, escritas, en mi época, o por la radio, y ahora es con un clic que uno se enreda en esa telaraña, a tal velocidad, que la visión se pierde, digo yo.
Mi lenguaje no creo que tenga un “proceso” definido. Como no sea el que aprendí desde la cuna: paisa de raíz, un castellano aún muy nítido y hermoso, locuaz con sus “sentencias”, o “dichos”, bastante amplio y armonioso, pues no se abrieron nunca mantras de otras tierras ni se usaban epítetos soeces en la conversación con las amigas, los amigos, los padres y el resto de la familia. Y al encontrarnos con la gente de la calle, era preciso y respetuoso. Había quien lo “abusaba”, como decía mi abuela. Y fastidiaba a cierta gente ese lenguaje del “arriero” que maldecía a sus mulas en el camino de montaña, pero así es nuestra lengua. No existía el “método correcto de escribir”. Nadie en mi generación ni en las anteriores, supongo, nos dijo cómo armar esa cuadrícula. O sea: “Aquí colocas esto, el diálogo es asá, no exagerar en esos párrafos cerrados, abrirte más al adjetivo…” O a lo mejor: “hay que tener a tu lector/a en cuenta”. No sé. Divago. En realidad, yo fui cantante tempranera. Se me dio aquel “oído absoluto” que dicen los que saben, te ayuda a oír mejor el canto de los vientos. Le oí un día a Cortázar algo que me aclaró mi canto en la escritura. “Yo pongo música de jazz y comienzo a teclear”, nos dijo un día en Barcelona: “y si la página responde al ritmo de esas notas, entonces está bien. Si no, se ve que andaba despistado y no escuchaba bien a John Coltrane”.
¿Anécdotas con los “escritores del boom”? Serían tantas, que haría un libro voluminoso. Prefiero conservarlas para mí. Mucha gente me hace la misma pregunta últimamente. A lo mejor será porque (aparte de Mario Vargas Llosa) ya todos pasaron a ese “lugar sin límites”, y están acomodados y felices en su nueva visión del Universo.
Y ese “lugar sin límites” me arrastra sin remedio a mi entrañable Pepe. O sea, José Donoso, el escritor chileno. Y a esos momentos, que se volvían interminables, de palique y más palique porque sí, porque acababa de llegar de un viaje y no nos habíamos visto en siglos de los siglos, según él. “La llaman del Hotel Donoso”, me anunciaba Gabo, donde se me daba posada en esos días, con toda esa amorosa atención que me prestaba Meche y aquel inolvidable abrazo mañanero de Gonzalo y Rodrigo, antes de salir para la escuela. En medio de las llamadas de aquella especie de “emergencia” con que Pilar Serrano (la esposa de Pepe) no me daba tregua, yo llegaba a Vallvidrera. Allí vivían, con Pilarica, su hija. Y Pelegrín, su perro pug, que era una nota. “¿Y Pepe…?”, “¡Ah sí, Pepe…!”, contestaba Pilar. “No te preocupes, que ahorita va llegando: está en Madrid, pero ya llega…” Y así pasaban horas. Como en el cuento de aquel barquito chiquitito que no podía navegar. Comíamos delicias de cocina chilena, hablábamos del mundo y sus placeres; Pilar estaba al día y las andanzas del príncipe eran su fuerte, después cortábamos las rosas del jardín, volvíamos a casa, un vermut blanco, Tío Pepe, para estar a tono con ese anfitrión, viajero escurridizo: “¿Y cuándo es que llega Pepe…?”, “Paciencia, no demora…” Y así. Otras dos, tres, cuatro horas… hasta la madrugada. “Pilar, me estoy cayendo del sueño”. “¡Ni hablar…! Le prometí a Pepe que te tendría despierta… ¡No te duermas!” Y los esfuerzos de mi cuerpo por no caer ahí mismís, como decíamos entonces, se vieron compensados cuando ya el alba tempranera la anunciaron los pájaros cantores y entonces esa puerta de la morada de los Donoso se abrió de par en par. “¡Albricias, Marulanda…!”
Así decidió Pepe, que me cambió mi nombre, porque sí.
Y fue aquella madrugaba la entrada de ese barbuchas rubicundo, cansado sí, pero con la sonrisa matadora que toda su existencia regaló como un remanso de dulzura. Nos abrazamos, se descargó del equipaje. Pilar dormía a pierna suelta y lo mismo Pilarica y Pelegrín. Y nos jalamos sendos Tío Pepe. “¡Ajaaá, Maestro! ¿y qué tal anda Madrid…? ¿Muy chisparoso?” Pero no estaba en tono de política: en realidad, nunca lo estuvo. “Soy siútico, ves tú…?” Y le traía al fresco si Franco si o si Franco no. O sea, a otra cosa mariposa… y puso toda la artillería en su propuesta, que sacó del bolsillo en dos segundos: “Me la pensé en el viaje. No me digas que no, Albalú. Yo ya lo tengo muy planeado y es irreversible. Solo que necesito tu permiso”. Así, despacio. Como un rapaz cogiendo un nido de codorniz, para ofrecerle luego a alguna damisela del condado. “¿Puedes prestarme el Marulanda para una novelita que tengo entre ceja y ceja…? ¿Ahhh…?” “¿Prestarte? Y pues bueno, por qué no…”
Y así nació ese sitio mágico y terriblemente sórdido. Aquella alegoría sobre la historia del Chile de Pinochet, que se leyó en el mundo del momento como algo magistral. La crítica de entonces comprendió que, si José Donoso no había incidido nunca en la política, con su Casa de Campo había batido el récord de denuncia. Con ese juego pervertido, o revertido, diría yo. Y Marulanda fue lo que era Macondo. Un sitio de referencia en un país de América Latina.
“No soy de aquí, ni soy de allá…” es el gran himno a la confianza de Ser universal. Mi vida la escogí yo misma, muy temprano. Y no retrocedo ni un milímetro. De aquel o aquella que no se escuda en dogmas ni cumple edictos de patriarcas, ni comulga con ruedas de molino. Los que nos atrevimos a cruzar puentes dinamitados y así volver a construir un paradigma digno de nuestra especie humana. “Haz el amor y no la guerra”, fue la propuesta de los “hippies” de los años 60s. Y yo escogí estar allí. Del otro lado del Atlántico. O del otro lado del Espejo, si usted quiere. Jugar en ese albur de ser lo que yo vine a Ser. Alguien que en permanencia está “despierto” y alerta a su respiro. Que es el mismo respiro de la Tierra en que vivimos.
Acá o allá, las voces del olvido me reclaman. Y yo las he escuchado, desde que tengo “uso de razón”. Y puede ser una figura literaria o un signo de “desvirole”, pero eso me condujo a esa escritura de peregrina de un Mundo en el que vibra mi existencia. No importa dónde yo guinde aquella hamaca. O arme mi carpa: mi “iglú” azulino y plata, donde he pasado tiempos imborrables.
En realidad, mi “residencia permanente” ha sido el corazón, si quiere que le diga.