Alrededor de las escrituras, de sus diferencias, de sus proyectos no siempre convergentes, se ha planteado un debate a veces público y las más de las veces sordo en el campo de las humanidades y las ciencias sociales.1 Reclamos de rigurosidad y depuración estilística no han dejado de aparecer desde siempre en nuestros ámbitos, como si a través de esos gestos se estuvieran jugando posiciones fuertes, mundos teóricos capaces de erigirse en portadores de hegemonías científicas y académicas. Doblemente criticado por la tradición positivista y la del Gelehrte alemán, el género ensayístico quiso ser confinado a la periferia de los saberes serios, habitante apenas de un margen compartido por poetas y narradores o, en el mejor de los casos, constructor de un intervencionismo cultural digno de convertirse en objeto de estudio de aquellos que lo abordan sabiendo destacar las diferencias entre dos mundos opuestos, que vuelven al ensayo materia prima de escrituras investigativas que lo traicionan de lado a lado. Escritores de márgenes, pensadores inclasificables, poetas que se internan por regiones ajenas, viejos eruditos que al final de sus días, y en la calma de la jubilación, abandonan los lenguajes académicos para distraerse “sabiamente” utilizando los registros del ensayo. Lo cierto es que casi nunca, por decirlo con suavidad, la tradición del ensayo ocupó un lugar destacado y reconocido dentro de los claustros universitarios, como si lo persiguiera siempre un amauterismo nunca superado, ese tocar de oído que puede servir para la divulgación o el impacto intelectual sobre un amplio público pero que nada o poco aporta a la genuina labor investigativa que elige seguir los caminos arduos de la seriedad y la autocontención estilística, destacando, por sobre todas las cosas, la imprescindible asepsia de la escritura frente al subjetivismo de la forma. Desde Nietzsche, por no decir desde Platón, sabemos que la forma es el contenido, que las palabras presentan el mundo de acuerdo a su sensibilidad; que la artesanía del lenguaje sustenta ideologías y prácticas, quehaceres académicos y aduanas disciplinarias. Pero también intuimos que las escrituras son mucho más que una mera cuestión formal, apenas una diferencia de criterio, vemos en ellas un involucramiento más profundo y decisivo con los mundos que se lanzan a explorar, involucramiento que encuentra en el estilo un núcleo esencial que define el contenido de los proyectos intelectuales y académicos.
El ensayo ha sido, e intentaremos hacernos cargo de esta afirmación, el género de la modernidad. Desde Montaigne y Walter Benjamin hasta George Steiner y Jorge Luis Borges, esa ha sido la escritura que mejor ha representado una travesía histórica caracterizada por la continua tensión entre sus aspiraciones universalistas y la crisis que no ha dejado de martirizarla desde sus comienzos. El ensayo, en todo caso, se instaló en el ojo de la tormenta, no eludió la responsabilidad de interrogar por esos claroscuros de una cultura que había nacido para destituir, de una vez y para siempre, los dominios de la barbarie y de lo irracional. Escapando de las grandes narraciones que buscaron darle una explicación final a la marcha de la historia y al orden de la naturaleza, el ensayo habitó la hondura de la crisis sabiendo que allí era donde podría tomarle mejor el pulso a la época. Pero también supuso, en el inicio mismo de la aventura moderna, apenas girando el Renacimiento hacia las complejidades del Barroco, la apertura a una tradición a contrapelo de los discursos hegemónicos, aquellos que se desplegaban por el nuevo tiempo de la historia proclamando su dominio, construyendo, hacia atrás y hacia adelante, el relato de una marcha homogénea y lineal que venía a consolidar el grandioso edificio de la cultura moderna. El ensayo, en cambio, se convirtió en una artesanía de la sospecha, pacientemente fue girando alrededor de la pregunta como fuerza elemental desde la que situarse estratégicamente para pensar las fisuras de ese edificio que se presentaba tan sólido e indestructible. El ensayo, como género moderno, ha llevado, desde el inicio, la marca de la interrogación crítica, ha hecho suya la inquietud y la sospecha intentando colocar su indagación por fuera de los cánones establecidos y más allá de las gramáticas al uso. Entre la sospecha y la crítica, el ensayo abrió el juego de una modernidad ya no deudora de una única y excluyente visión del mundo, sino que se convirtió en la expresión de una escritura desfondada, abierta, multívoca y celosa amiga de la metáfora y compañera, en sus mejores momentos, de la intensidad poética.
La escritura del ensayo es provisional, va tanteando el territorio por el que se desplaza sabiendo que no existe rumbo fijo, camino seguro hacia la certeza.2 Ensayar, experimentar con extraños cruces, tensar de la cuerda sabiendo que puede romperse, mezclar lo que se rechaza entre sí, incursionar en el campo del enemigo, son algunos de los modos y de las estrategias del ensayo. Pero también lo es su radical fragilidad, la conciencia de sus límites y la presencia siempre amenazante de la equivocación. Dicho más crudamente: el ensayo siempre tiene una dimensión opaca y equívoca que le permite atravesar mundos conceptuales muchas veces opuestos, extrayendo de esa experiencia del umbral su componente más interesante y vital, su razón de ser. “Escribe ensayísticamente—señaló Max Bense—el que compone experimentando, el que vuelve y revuelve, interroga y palpa, examina, atraviesa su objeto con la reflexión, el que parte hacia él desde diversas vertientes y reúne en su mirada espiritual todo lo que ve y da palabra a todo lo que el objeto permite ver bajo las condiciones aceptadas y puestas al escribir.”3 Caminante de cornisas, el ensayista sabe de extravíos y de deslizamientos hacia zonas peligrosas. Claro que ese juego con lo extremo, ese tocar el fuego con riesgo a quemarse, no significa que su escritura sea expresión de dilettantismo, apenas un juego irresponsable de quien no tiene nada mejor que hacer que manipular elementos inflamables sin hacerse cargo de los peligros que entraña. La tradición ensayística ha sido, desde sus lejanos inicios, una fuerte toma de partido, un impulso crítico y una profunda interrogación respecto a las condiciones de su propia época. Pero esa búsqueda experimental nació de las fisuras del discurso oficial, fue el resultado de la oscura tensión que desde sus comienzos atravesó el espíritu de la modernidad. Tal vez por eso el ensayo sea la escritura del sujeto moderno, manifestación de sus extraordinarias inquietudes y de sus soledades. Lejos de cualquier forma de consolación, el lenguaje provisional y crítico volvió sobre sus propios pasos, se encargó de hurgar en el interior de sus fantasmas, e impidió que la lógica expansiva de una subjetividad arrasadora se desplegara por la historia libre de cuestionamientos. El ensayo ha sido la escritura de la sombra, el revés de la luz racional, la fisura en el muro de la certeza cartesiana, la poética de la hegeliana “noche del mundo” o el intento de seguir tras las huellas huidizas del “mal radical” apenas pronunciado por Kant. Viaje hacia los confines de una época caracterizada como homogénea que, sin embargo y a la luz crítica de ciertos pensadores del límite, nos devuelve sus opacidades, sus formas fantasmagóricas, sus extrañas pesadillas, sus insondables cavernas en las que naufraga su deber ser.
El ensayo se detuvo pacientemente a indagar esas zonas turbias de un sujeto ya no sólo deudor de saberes arrogantes e incuestionables, solidificados alrededor de una racionalidad inexpugnable, sino que emergía como insospechado deudor de sus propias oscuridades. En el desfondamiento de la conciencia moderna, en su crisis que la acompañó desde el afloramiento en el mundo, el ensayo encontró y encuentra su material, la excusa para una escritura destemplada y que no renuncia a la crítica como fuerza vital de la travesía del propio sujeto. Es por eso que desde Montaigne el ensayo no dejó de viajar hacia esas zonas de más allá del límite, se internó en esos territorios prohibidos y custodiados duramente por los gendarmes de la razón y la transparencia. Con Etienne de la Boitie, el amigo de ese maestro del inicio, la escritura se tensó hacia lo obturado por esa nueva y sorprendente máquina del poder nacida en el mismo amanecer de los tiempos modernos: el Estado. Etienne de la Boitie no dirigió su pregunta hacia la trama del poder, no buscó indagar por su funcionamiento (como sí lo hizo su otro contemporáneo genial, Maquiavelo), su interrogación dejó al desnudo la fragilidad del nuevo actor de época, el individuo, ese sujeto que parecía iniciar una marcha indetenible hacia el futuro, sacudió sus ilusiones y su arrogancia mostrándole que en el mismo comienzo de su travesía se escondía la marca imborrable del renunciamiento, el abandono de su libertad. Montaigne, sabio y escrupuloso contemplador de su vida y de la de los demás, fue un poco más allá y se interesó por el umbral infranqueable, por la última frontera que dejaba al desnudo la fútil arrogancia del hombre: la muerte. Entre la interrogación despiadada y desolada por la renuncia a la libertad que guió la genial intuición crepuscular de Etienne de la Boitie, y la presencia de la muerte como núcleo de todo genuino indagar por lo humano y sus límites de Montaigne, se despliega la tradición del ensayo. Tal vez por eso, por atreverse a penetrar en regiones inciertas o por no renunciar al riesgo de un pensar sin andadores, el ensayo quedó relegado de la “seriedad” académica convirtiéndose, a los ojos de una gendarmería del conocimiento, en sospechoso, en expresión, apenas, de un ludismo del lenguaje que desviaba el verdadero eje de toda investigación seria y rigurosa. Dejado a poetas e intelectuales, el ensayo se despidió durante muchísimo tiempo de las universidades desplegando sus búsquedas por regiones tan distantes de lo académico como pueden serlo la literatura, el periodismo de ideas, la intervención pública o la labor solitaria de pensadores que eligieron habitar los márgenes haciendo de sus escrituras una amalgama de ideas y vida, de intenciones y sensibilidad. Extraña paradoja la de una historia que terminó alimentando a las ciencias sociales de aquello mismo que había producido el ensayo en sus márgenes. Mientras que para quien cultiva el ensayo como estilo sigue siendo necesario e imprescindible su diálogo con y la apropiación de otras estilísticas (en particular las que pueblan los ámbitos académicos y las formalidades específicas de las monografías pero también las que se desplazan por las calles del arte y la literatura), ese no parece ser el gesto de los dispositivos hoy dominantes en el mundo de la investigación científica.
Apertura del sentido, rebasamiento de las fronteras ideológicas, gozosa manifestación del don misterioso de la metáfora como trinchera última desde la cual defendernos de la uniformidad mercantil, el ensayo ha sido, a lo largo de su deriva moderna, el género de la imprudencia, la manifestación de la locura del sujeto allí donde el imperio de la razón hizo lo imposible por ocultar su perturbador origen. Escritura de y en la locura, el ensayo conoce la indecencia y la pureza como momentos esenciales de cualquier viaje de aventuras; sobre todo ha logrado, para nosotros, difuminar las falaces fronteras que las buenas conciencias han intentado trazar como separación radical entre el bien y el mal. Escritura de la contaminación, el ensayo hunde sus raíces en el gesto del alquimista, de aquel que sabe que lo hermoso puede nacer de lo putrefacto, de lo sucio y que, recorriendo el camino inverso, lo más desencarnado, lo que yace en el barro, puede ser parido por lo más bello. Iluminación de lo oscuro que sabe que la luz es el revés de la sombra, que la búsqueda aparentemente pura del ideal esconde, aunque no lo sepa su cultor, la horrible manifestación del sufrimiento.
En un ensayo de una belleza y una profundidad inigualables, Claudio Magris ha logrado plasmar lo impostergable de la fe literaria, la secreta persistencia, en su itinerario por la vida humana, de lo ineludible de la literatura como expresión de lo abierto que es, al mismo tiempo, lo secreto y esencial. Sin literatura, dice Magris, la existencia sería infinitamente más pobre, no porque ella nos transfiera continuamente hacia las regiones maravillosas de la imaginación, saltando por los límites de una realidad trivial, sino precisamente porque logra, sin abandonar nuestra cotidianidad, hacerla estallar en mil direcciones, quebrando las univalencias, las formas acabadas de lo verdadero, hasta hacer proliferar, como un juego único y misterioso, la plenitud desbordada de la realidad del mundo junto con la amplificación de la propia interioridad de los hombres. Quizás el ensayo encuentre su valor en su proximidad con la literatura, en ese mismo ejercicio que rebasa las fronteras de la realidad del mundo y de lo real en el sujeto, mostrando que lo evidente derrapa hacia zonas de inexplicada opacidad, y que lo indiscernible puede encontrar, por vía de un lenguaje iluminante, algo de claridad. Así como la literatura se desentiende de recetas al uso y de fórmulas consoladoras, el ensayo, en su experimentación de forma y contenido, también se distancia de palabras acabadas y de discursos compensadores. “Es la literatura—escribe sabiamente Claudio Magris—la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianidad, entre el individuo concreto y la Babel de la época.”4 Deudor gozoso de la literatura, él mismo literatura en sus mejores exponentes, el ensayo a diferencia del tratado científico, hace de la indagación experimental, de la inquietante artesanía poética, de la sensibilidad literaria por las “pequeñas historias”, su punto de referencia, la brújula que lo orienta en el difícil viaje por las geografías de la modernidad. Como ha dicho bellamente Adorno, el “ensayo se propone buscar lo eterno en lo perecedero.”5
Retomando la crítica adorniana a lo que él llamaba las exigencias de certificaciones de competencia administrativa, es fundamental destacar que el gesto de cultivar el ensayo en el espacio universitario, e incluso hacerlo valer en esas zonas impregnadas por una legislación inmutable propia del formato de doctorado, constituye una política consciente, una defensa indispensable de bienes culturales amenazados por la maquinaria académica que todo lo aplana y lo vuelve homogéneo. La lógica productivista que hoy domina gran parte del espectro investigativo y la que suele determinar los proyectos aprobados por los nuevos gerenciadores del conocimiento, se contrapone rudamente a una escritura casi imposible de encasillar y de sintetizar, que se resiste a su matematización o a su codificación embrutecedora. En este sentido, y volveré sobre esta cuestión más adelante, el ensayo no es un simple gesto estético, que no es poco, supone, antes bien, una toma de partido, la insistencia en defender una tradición que por lo general ha habitado los márgenes de las instituciones y que se ha negado a plegarse a esas exigencias propias del mercado. No puedo dejar de insistir en algo que no parece ser obvio para gran parte de los que pueblan el mundo de las ciencias sociales: en la escritura se juegan proyectos, se dirimen perspectivas muchas veces opuestas, se evidencian legados y tradiciones guardadas en la memoria de esa misma escritura; la forma, la certeza de ser portador de un estilo, es algo corporal, algo que penetra enteramente lo que decimos y lo que queremos decir contaminando decididamente el producto de nuestros esfuerzos intelectuales. Si algo jamás es inocente es la escritura, en ella y a través de ella se perfila el mundo que deseamos habitar.
1 Publicación autorizada por su autor. Julio 22, 2020. El texto que presentamos aquí corresponde a la primera parte del artículo del mismo nombre incluido en el libro titulado La muerte del héroe (Buenos Aires: Ariel, 2011).
2 En una notable reflexión sobre “El ensayo como forma” Theodor Adorno ha insistido en esta profunda diferencia entre la comprensión “científica” y la ensayística: “Los ideales de limpieza y pureza, comunes a la filosofía orientada a valores de eternidad, a una ciencia internamente organizada a prueba de corrosión y golpes y un arte intuitivo desprovisto de conceptos, son ideales que llevan visible la huella de un orden represivo. Se exige del espíritu un certificado de competencia administrativa, para que no rebase las líneas-límite culturalmente confirmadas de la cultura oficial. Y al hacerlo se propone que todo conocimiento pueda traducirse potencialmente en ciencia”. (T. W. Adorno, “El ensayo como forma”, trad. de Manuel Sacristán, Pensamiento de los confines, núm. 1, segundo semestre de 1998).
3 Max Bense, “Über den Essay und seine Prosa”, Merkur, año 1947, núm. 3, 9418. Citado por T. W. Adorno, ob. cit.
4 Claudio Magris, “¿Hay que expulsar a los poetas de la República?” en Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, Anagrama, Barcelona, 2001, trad. de J.A. González Sainz, p. 25.
5 T. W. Adorno, ob. cit.