Algunos libros, más que libros, son umbrales: líneas que cruzamos, que nos dejan en un lugar distinto al de donde venimos. Algunos libros nos llevan a entender, parafraseando el evangelio de Tomás el Apóstol, que otro reino se despliega alrededor de nosotros, aunque no lo veamos. No sostengo que esto ocurra con frecuencia, y tampoco sostengo que ocurra sólo con libros, pero sí me ocurrió a mí cuando leí la novela El viajero del siglo (2009) de Andrés Neuman.
El viajero del siglo fue la primera novela que leí sólo por placer en español, cuando era estudiante de pregrado en la Universidad de Oklahoma. Leyendo El viajero del siglo, me sentí por primera vez en casa en el idioma español. La novela de Neuman le dio la bienvenida a este recién llegado, como hace el viento en su conmovedor pasaje final. Es más, la novela me abrió la puerta a un lugar donde las cosas pequeñas importan, donde cada detalle de la experiencia vivida está allí para observarse y disfrutarse, y donde el mundo entero —parafraseando ahora al mismo Andrés, en la amable dedicatoria que dejó en mi ejemplar del libro— puede ser leído como una traducción.
Estas revelaciones vinieron a mi rescate cuando pasé la primavera de 2014 en Granada, España, la ciudad donde ha vivido Andrés desde que se mudó de Argentina, en la adolescencia. Aunque la novela transcurra en una ciudad indeterminada y movible, situada en algún lugar (y en algún tiempo) de la Alemania decimonónica, El viajero del siglo está arraigada en Granada, y Granada impregna el libro. Como cualquier viajero al instalarse en un nuevo lugar y un nuevo idioma, llegué desorientado. El acento andaluz de la familia con la cual vivía me resultó incomprensible; cosas fáciles, como pedir un café o mandar una carta, se volvieron de repente complicadas; las calles parecían resistir activamente mis esfuerzos de memorizarlas, dejándome en destinos inesperados aún cuando estaba seguro de que sabía adónde iba. Leí El viajero del siglo por segunda vez en Granada. La novela fue para mí como la mantita de un niño: me dio la bienvenida a sus páginas, acogiéndome en mi nuevo entorno. En mayo de aquel año, tuve la suerte de conocer a Andrés en su ciudad adoptiva. Firmó mi ejemplar de El viajero del siglo con la generosa dedicatoria que ya mencioné: “Para Arthur Arturo, viajero de frontera en esta Wandernburgo andaluza, deseándote que el mundo entero sea una traducción”.
No es sorprendente que estas palabras, escritas en la portada interior de lo que Andrés llamó su “ladrillo”, me hayan inspirado a seguir la traducción como arte y como carrera, y a seguir profundizando en el español como segundo idioma. Quizás más sorprendente es el tiempo que tardé —siendo seguidor de la obra de Andrés, además de traductor curioso— en leerlo en inglés.
Andrés está traducido de manera notable. Sus libros pueden ser leídos en veintidós idiomas, y han sido trasladados al inglés por varios traductores importantes. Las traducciones que ha hecho George Henson de su poesía y prosa han sido publicadas en World Literature Today; el cuento “Continuity of Hell” es uno de mis favoritos, y resuena inquietantemente en la actualidad. Una traducción del poema “Genesis, COVID.19”, hecha por Ilan Stavans, representa un valioso aporte a la colección And We Came Outside and Saw the Stars Again: Writers from Around the World on the COVID-19 Pandemic. La traducción que hizo Jeffrey Lawrence de Cómo viajar sin ver (titulado How to Travel without Seeing: Dispatches from the New Latin America en inglés) también fue editada por Restless Books. La ficción de Neuman ha llegado al inglés, en su mayor parte, gracias a un equipo de dos traductores: Nick Caistor y Lorenza García, quienes han traducido colectivamente El viajero del siglo (Traveler of the Century), Hablar solos (Talking to Ourselves), Fractura (Fracture) y la colección de cuentos The Things We Don’t Do, cuyo título se deriva del título en inglés del texto corto “Las cosas que no hacemos”. Con tres novelas y un libro de cuentos ya traducidos, Caistor y García han llevado la obra de Neuman al inglés con gran dedicación, y nos complace incluir una entrevista con ellos en el presente dossier. Por último, es un honor para mí contarme entre estos nombres, con unos poemas traducidos del poemario Vivir de oído también en el presente número de Latin American Literature Today.
Leer a Andrés en español me ayudó a ingresar en nuevos mundos: el mundo del español; el mundo de la traducción; el mundo de Granada; el mundo de cosas pequeñas que, cuando uno las contempla como un conjunto cohesivo, le dan una impresión de la grandeza y la belleza de esta vida. Le escribí a Andrés en enero de 2020 para proponer que armáramos un dossier dedicado a su obra para Latin American Literature Today. En aquel momento, no anticipaba que unos meses después yo, como miles de millones de otros, estaría acostumbrándome a otro nuevo mundo: el mundo del COVID-19. Ya para marzo, de los correos entre Andrés y yo iban brotando nuevos saludos y despedidas. Ahora nos deseábamos salud y seguridad, en vez de simplemente mandar los abrazos de costumbre. La cultura, el lenguaje y la interacción humana sufrían (y están sufriendo) un desplazamiento tectónico.
A lo largo del 2020, mientras el mundo se iba quedando cada vez más extranjero a mi alrededor, leí a Andrés en mi lengua materna. Acababa de llegar a casa en Oklahoma después de presentar un libro en México cuando el virus estalló en Estados Unidos. Inmediatamente después de aterrizar en Dallas, me di cuenta de que no vería a mis amigos y colegas del otro lado en ningún futuro inmediato, a menos que fuera a través de una pantalla. Apropiadamente, con la mente puesta en el movimiento o la falta del mismo, empecé a leer How to Travel without Seeing.
“Hoy nos movemos sin necesidad de movernos,” nos dice Andrés a través de Jeffrey Lawrence. El libro abre con un recordatorio de nuestra condición moderna de “nómadas sedentarios”. A través de meditaciones fragmentarias, seguimos a Andrés en su giro por América Latina después de ganar el Premio Alfaguara 2009. Escribe “al vuelo”, retratando en directo el acto de viajar y revelando las particularidades de ciertos espacios y comportamientos —aeropuertos, viajes en taxi, etc.— que estamos demasiado dispuestos, hoy en día, a percibir como universales.
Leyendo How to Travel without Seeing en inglés, extrañaba las pequeñas particularidades que hacen del mundo un lugar tan interesante. Al mismo tiempo, el libro me permitía contemplar estas especificidades a través de las palabras de otra persona, traídas aún más cerca de casa mediante la traducción. La misma comunicación rápida que le inspiró a Andrés escribir de esta forma ahora me permitía mantenerme en contacto con amigos y familiares a quienes no podía ver en persona. Además, el hecho de leer sobre las singularidades de las capitales latinoamericanas desde Tulsa, Oklahoma, en inglés, diez largos años después de la primera edición del libro, me recordó que a veces las observaciones aparentemente menores pueden resonar a lo largo y ancho del espacio y del tiempo: un pensamiento alentador en medio de estos tiempos caracterizados por fenómenos que ocurren a una escala asombrosa.
Encima de todo, no puedo dejar de mencionar un presagio (o señalización) aún más aparente en How to Travel without Seeing. El paseo de Andrés por América Latina ocurre en medio de la pandemia de la gripe A de 2009, y en cada país adonde va, comenta sobre las particularidades de sus respectivos protocolos, desde las “máscaras extraterrestres, cámaras fotográficas y monitores que miden nuestra temperatura” en Argentina, hasta el impreso sanitario “mal fotocopiado” que “se lee con dificultad” y cuya “información parece incompleta”, en Venezuela. Cruzando una frontera tras otra, Andrés reflexiona, siempre de manera fugaz, sobre la extraña realidad de estadios vacíos y centros de votación abarrotados, sobre qué tan fácil es hacerse de la vista gorda frente a la muerte masiva, siempre y cuando los que mueran sean pobres, y sobre las preocupaciones económicas que triunfan por encima de cualquier interés humano por las víctimas del virus. Este es un recado que muchos necesitan escuchar, especialmente en Estados Unidos. Si me permiten otra referencia a la Biblia, este libro nos revela que muchas veces reaccionamos ante el sufrimiento de los demás menos como Jesucristo y más como Pilato: “Nos lavamos las manos. Nos lavamos las manos. Desde el estallido de la gripe A, no dejamos de lavarnos las manos. Por fin nuestras costumbres coinciden con nuestros principios”.
Después seguí con The Things We Don’t Do, libro que pretende ser una colección de cuentos pero que se lee más bien como un álbum de fotos, una serie de instantáneas literarias: textos breves que muchas veces desafían las expectativas genéricas, obedeciendo a los criterios variables de su autor, como es el caso de los dos textos de la colección incluidos en el presente número de LALT. El texto que le da título al libro no es un cuento, sino un homenaje a un aspecto de la experiencia humana que se ha vuelto aún más ubicuo en los últimos meses: los planes que no se llevan a cabo, los proyectos no realizados, los días improductivos, “todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos”. Este texto es un mantra para la cuarentena: nunca ha sido más apropiado cantar las virtudes de la inacción, encontrar alegría en lo que nos pudiera llegar a deprimir.
Llegué a estas novelas comenzando con Talking to Ourselves, una historia que introduce al lector en un territorio de empatía e intimidad, en el que se alternan pasajes referidos a los últimos consejos de un padre con enfermedad terminal, el monólogo interior de un niño y el diario de una madre, retratada como cuidadora y también como una mujer completamente dueña de sí misma. La trama se centra en la pérdida de un familiar debido a la enfermedad, pero esta muerte no es el punto final de la novela; al contrario, la muerte llega en medio de la historia, y leemos sobre la vida antes y después de ella. Este año no nos consuela, pero tal vez nos haga bien leer una historia como esta, una historia en la cual la muerte es un momento entre muchos.
En un tono más liviano, y como implica su título, Talking to Ourselves se compone por completo de personajes que hablan solos, dirigiéndose a una grabadora o un diario personal o su propia mente. Fue refrescante, en medio de la cuarentena, escuchar las voces de extraños que hablaban. Tengo más de un año trabajando como intérprete, y la lectura de este libro traducido, con todas las imperfecciones intencionales y la naturalidad fónica que Nick y Lorenza lograron preservar (o reinventar) me recordó, más que nada, de la interpretación simultánea: el acto de recrear el habla de otra persona en otro idioma y en vivo (lo cual, por cierto, es tan artístico y tan creativa como la traducción literaria). Leyendo a Andrés en inglés, me di cuenta de la prevalencia y la riqueza de la palabra oral en su escritura como nunca lo había hecho antes al leerlo en español.
La siguiente traducción fue publicada en medio del COVID. Fracture pertenece a la generación de libros que fueron escritos (y/o traducidos) antes del virus, pero que serán leídos durante el mismo, y somos afortunados de contar con Fracture entre estos títulos. En una reseña publicada en World Literature Today y Latin American Literature Today, Hélène Cardona comenta la lo idoneo de esta novela para el 2020. Fracture trata de las catástrofes y las maneras en que vivimos antes, durante y después de ellas. Como dice Hélène, la novela evidencia cómo, cuando una catástrofe cambia nuestras vidas, “Todos queremos regresar a la normalidad, pero a la vez nos preguntamos si podemos y si deberíamos”. Ahora que ha llegado la catástrofe, el cambio es de esperar; ya no hay normalidad a la cual regresar, y quizás lo que antes veíamos como normal, al fin y al cabo, no lo era tanto.
Terminé mi viaje por los mundos narrativos construidos por Andrés, Nick y Lorenza en el mismo lugar donde había empezado, con el libro que me había abierto tantas puertas años atrás. Traveler of the Century trata del acto de moverse sin ir para ningún lado. En paralelo con How to Travel without Seeing, esta novela reflexiona sobre cómo viajar sin viajar. También trata del hecho de que el pasado y el presente no son tan distintos como parecen ser. Con esta novela, Andrés demuestra que los estilos y las condiciones del siglo XIX son perfectamente capaces de enmarcar las preocupaciones y los conflictos del XXI. En estos tiempos de viajes inertes y reencuentro con nuestro enemigo más antiguo y persistente (la enfermedad), bastarían estas razones para recurrir a Traveler of the Century para hacer de este ladrillo un larguero, facilitando nuestro paso sobre el umbral del nuevo mundo.
Pero no quiero concluir este texto con un llamado a leer Traveler of the Century, o cualquiera de los libros traducidos de Andrés, debido a su relevancia en las circunstancias actuales o su utilidad como directrices mentales para estos tiempos. En efecto, su obra es relevante y útil —de nuevo, como el viento en las últimas páginas de Traveler— y muchos otros libros suyos tienen sed de ser traducidos: se me viene a la mente su novela epistolar en línea La vida en las ventanas, tanto como sus reveladores aforismos en libros como Barbarismos y sus pertinentes reflexiones sobre el cuerpo humano en su libro más reciente, Anatomía sensible. Siempre estaré agradecido por las puertas que me han abierto Andrés y sus traductores, y seguiré regresando a estos libros para lograr nuevas formas de entender nuestro cambiante mundo, y mi rol también cambiante en él.
Dicho esto, lo que deseo para mí mismo y para todos los lectores que descubren a Andrés en traducción, ya sea en los estantes o en las páginas digitales de LALT, es que también aprovechemos para leerlo sin ningún motivo. Viajando juntos hacia el frío y desconocido territorio de otra nueva década; nos toca aceptar la calurosa bienvenida que nos dan sus palabras, aunque no sepamos exactamente adónde hemos llegado.