Mi propia sangre está triste en mis venas. La siento que fluye como una sombría, larga, lenta lluvia reptil, desde esa fuente de cabellos amargos, mi corazón, río arriba abierto, cerrado río abajo. Mi sangre se va a la deriva, a lo largo de las ramas de mis venas, a lo largo de mis miembros, hasta los dedos.
Jacques Stephen Alexis
Estoy solo y se me cae la piel y de a uno los dientes por esta pérfida enfermedad, de la cual ignoro el nombre, y que se ha desatado sobre mi miserable existencia desde hace más de una semana. Ya no queda ni uno de los trescientos africanos que salimos de la costa mauritana con destino a las Canarias. La travesía fue larga. Primero a pie, desde la frontera de Malí con Mauritania, y en autobús hasta Nuadibú. Desierto, peste, sed, hambre y gente sucia. El precio ya era alto. Varios muertos. El calor demencial, la falta de agua, los malos tratos. Sobre todo eso, los malos tratos. Mujeres, hombres y niños, para todos es lo mismo. Estafados, comprados, abandonados, violados y apaleados; menos que animales, en un tránsito lento, más que nada por lo cruel y despiadado de las almas de los guías de turno.
La llegada a la playa no fue mejor. El barco grande que nos habían prometido se convirtió ante nuestros ojos impávidos en un desvencijado cayuco de menos de diez metros de eslora; frágil estructura, ferruginosa hasta en sus bordes no metálicos, parchada por todas partes y mal calafateada, con arte de brocha gorda. La paga en dólares, exagerada hasta el ridículo, terminó en los bolsillos de Ignacio y Mohamed, dos inescrupulosos tunecinos, capos de una de las tantas mafias que regentean el tráfico de negros entre el continente africano y toda la costa europea, desde Atenas hasta las islas españolas.
El mar está embravecido, aunque ya pasó el vendaval. A la mayoría se los llevó esa espantosa tormenta que arrasó con todo lo vivo hace unos días. Gente arracimada cayendo al mar oscuro que se revolvía como una bestia enfurecida alrededor del lanchón, aullando al unísono con las personas. Allí se perdió al capitán, o lo que fuese ese mierda de marroquí que cumplía la función de maniobrar la inmunda embarcación, especie de fantasma crepitante y con olor a podrido que enfrentaba con míseras posibilidades el piélago furioso e interminable.
Al diablo con él.
Esa no fue una pérdida.
Hace un rato arrojé al agua al último de los niños; Tijan, me dijo su abuela que se nombraba, antes de morirse de frío, dos días atrás, después de sobrevivir milagrosamente a la tormenta que convirtió al mar en derredor en una especie de sombra helada minada de cadáveres y de tiburones. Ella se llamaba Angèle, y la acabaron, entre las dos, la hipotermia y la tristeza de saber que el niño pronto moriría. Ella sabía con fría claridad, por otra parte, era consciente de ocupar un lugar ridículo en aquella embarcación. Una pobre vieja estúpida, sin futuro, allá donde eventualmente arribara el cayuco; pero el niño no tenía a nadie, solamente a ella; sus progenitores habían quedado sepultados bajo una nube de escombros en la guerrilla de Puntlandia, en el Cuerno de África. ¿Qué otra cosa podía hacer? Alguien tenía que intentar salvarlo, me dijo, antes de cerrar los ojos y despedirse con un beso en la cabeza del niño.
El chico duró muy poco más, lo que tenía que durar su esperanza, ni más ni menos. Tijan tenía unos doce años, aproximadamente. De todos modos, poco importa; él acaba de ir a por ella, donde quiera que esté.
Según mis cálculos, hace más de treinta días que estamos a la deriva.
Que estoy.
Treinta días fueron los estipulados por el pestífero marroquí, antes de ser devorado por la boca gigante del mar angurriento que prefiere carnes africanas.
Mi nombre es Faris Abu, si es que eso importa en algo. Otro Faris Abu, como los habrá tantos en África. Soy egipcio, pero creo que eso tampoco resulta trascendente, porque podría ser senegalés, sirio, sudanés, somalí o de Eritrea.
Como dije, ya no queda nadie.
Sólo el mapa y yo.
El mapa. Observo esa hoja de papel rústico que confeccioné con mal pulso, antes de montarnos a la balsa. Comienza a hacerse añicos, lo mismo que este viaje, que su gente y la esperanza. Falso. Yo ya no tengo esperanza.
No me hace falta.
El mapa. Lo hice como pude, en plena oscuridad, copiando un pliego pegajoso y harto de manchas que le sustraje a uno de los osos horribles que nos encerraron en ese galpón en que nadie durmió y muchos soñaron, antes de que arremetieran contra nosotros como si fuésemos ganado, a empujones y a punta de pistola, para hacernos subir violentamente en la maldita barcaza que debía llevarnos más allá del agua, hacia la libertad, hacia la tierra prometida. Hoy lo sé: hacia el infierno.
Como dije, no era un barco grande, como mintieron cuando pagamos la ominosa cifra en dólares que por adelantado nos exigió el traficante. Repito, era un jodido y apestoso cayuco mauritano con menos oportunidades de mantenerse a flote que una mosca en una pecera llena de sapos hambrientos.
Un mapa no era esa hoja ruinosa, babienta, en la que apenas resultaban legibles esos simples garabatos hechos a lápiz sin punta; una geografía rara, fractal, deforme, que apenas distinguía algunos puntos gordos: los puertos europeos de Canarias, Lampedusa y Malta, en las costas ibéricas e italianas, y unas rayas meridianas que remedaban el ir y venir de las mareas. Ese dato me lo había suministrado Faiza, uno de los negros jóvenes, nacido en Somalia. A Faiza le faltaban dedos de la mano. Se los habían cortado por robar suministros a un camión del Ejército para darle de comer a sus hijitos.
Tengo las manos mojadas y temblorosas, por eso el viento acaba de llevarse un pedazo grande de mapa, que fue a perderse en el agua salada. Si fuera por este mapa que permanece aún entre mis dedos, sólo quedan dos puertos: Lampedusa y Malta. Canarias ya no es una opción visible, esa es la puta realidad. Atenas ha volado también, a perderse en el agua revuelta que todo lo rodea. Me hurgo la boca y despego otro diente, junto con un pedazo de carne de la encía. Mi comedia se va con ellos, con los dientes, con el mapa, con las costras de piel muerta que levanto cada vez que me rasco la cabeza o debajo de los brazos.
Debo decir que lo supe, un poco bastante, con anterioridad a la salida de Nuadibú, creo que mientras dormía en aquel galpón, o mientras me empujaban a culatazos esas ratas tunecinas. Lo sabía cuando me subí al lanchón y reconocí el olor de la muerte en cada uno de los rostros de esos negros, niños, mujeres y hombres. El primer desvío debió avisarnos a todos, cuando tuvimos que sortear la vigilancia de una de las patrullas de la Operación Tritón, de Frontex, que merodean las aguas del Mediterráneo en busca de lanchones africanos para hundir. Esa chicana nos alejó demasiado, al fin y al cabo, ahora lo entiendo, cual destino inexorable, hacia la tormenta, la maldita tormenta que se hizo cargo de buena parte del trabajo del patrullaje que tenía la misión de amancebarnos en las profundidades con los pulpos y la cangrejada, aliviando, asimismo, de peso al lanchón que nos transportaba.
Creo que el mapa, mi cuerpo y lo que queda de mi antigua expectativa son la misma cosa: desechos de una idea que se hace mierda. Rasco la superficie de madera del timón y caen virutas de material podrido, igual que lo que sucede con la piel de mi cráneo, y por lo que veo de las uñas. Organismos disolviéndose, cuerpos que ya no sirven para nada. Como dije, estoy a la deriva, en el más amplio de los sentidos.
Aun así, recuerdo días mejores en que el mundo se disolvía más lentamente. Los días de mi infancia de colores en el distrito de Karmouz, el mercado de frutas de Adofo, los tuk tuks zigzagueando entre transeúntes en las calles de barro angostas de mi Alejandría natal. Entonces, la mañana era una esponja maravillosa que absorbía los sonidos de la gente, los olores de las viandas, los destellos del sol en las suaves texturas de las telas de colores que colgaban en los puestos de venta de la calle.
Después de pasado el mediodía, el tiempo se iba deshaciendo progresivamente, hasta derretirse como una película borrosa en el eje solitario del atardecer.
Aquí y ahora la pérdida es mayor.
Por un lado, el mar redondo, insondable, harto de amenaza; del otro lado, mi cabeza, mi conciencia, igual de arrebatada y profanada, abandonada a presagios de aniquilación.
Estoy apoyado con los codos sobre una de las barras del timón, que logré atar con varios nudos a una argolla que oficia de suerte de amarra en el piso de madera sucia de la embarcación. Un rayo de sol provoca la agonía imperativa que ronda en el aire en derredor. Nubes oscuras se deshilachan allá arriba, en el firmamento; las veo emborronarse y anudarse a medida que nacen algunos retazos de azul celeste. Si la vista no me engaña, se vislumbra a lo lejos una franja amarronada que podría significar la presencia de tierra firme. Quién sabe. Tal vez lo sea. Según mi cálculo ya van más de treinta días de viaje. Ese dato lo hace posible. Ya lo dije, lo sé, pero es que no hay otra cosa.
Acabo de perder el mapa o algo así. No tengo la menor idea de lo que fue de él, quizás se cayó al mar cuando intenté meter mis manos en los bolsillos, o tal vez simplemente se deshizo por la humedad. Da igual. Ya no servía para nada.
Me duele la boca.
Acabo de perder dos dientes más. Los arrojo por la borda del cayuco. No hay nada para comer. Tampoco sirven para nada.
A lo lejos escucho el sonido de un motor.
El ruido pertenece a una sombra blanca que se acerca entre relentes, a menos de un kilómetro de donde flota el cayuco. Aguzo la vista, pero no logro concretar una imagen definida. No tengo pestañas, tal vez sea por eso. Tengo los ojos duros, quizás quemados por el resplandor y el salitre. Debe ser una de las patrullas costeras de Lampedusa, de Malta, de Canarias, de Atenas, no lo sé, y tampoco me interesa. La nave se acerca. El sonido retumba en mis oídos como un millón de explosiones, ecos desesperados que pugnan por abarrotar mi cabeza con artificios de hecatombe. El motor de la patrulla se oye de manera nítida, y también el sonido de un altavoz que brama en una lengua irreconocible, al menos para mí.
Miro a mi alrededor. Allí está el ancla. No es muy grande, no serviría para mantener la lancha a flote un día de tormenta; pero no hay tormenta ahora, el mar parece haberse calmado definitivamente, como si me esperara, como si acompasara su frío continente invisible, con la elocuencia del silencio infinito que se proyecta desde mi cerebro.
El ancla.
Escucho los gritos que lanza el altavoz desde la patrulla italiana, pero no entiendo nada. Es italiana; la bandera que flamea en su proa lo explicita, la veo, aunque me duelan los ojos, aunque se me dificulte tragar la saliva sin devorar mis propios dientes y la piel de mis labios. Yo soy egipcio, de Karmouz, de la tierra de Alejandría, como la biblioteca quemada en esa tierra conquistada por Alejandro el Grande.
El ancla.
Ato la cuerda a mi pie.
Me trepo a la borda y los veo desesperarse detrás de su altavoz, enjaretados en sus uniformes de marinerito cortés. No les importa, siguen un protocolo: el protocolo de la mentira, que es el mismo que el de la diplomacia. Ya no quieren negros, ya no quieren más inmigrantes, la gente se queja, que no hay trabajo, gritan que los negros se vuelvan a sus países. Lo escuché y lo leí un millar de veces, en los diarios, en los noticieros. Debí saberlo, y lo supe, lo sabía incluso antes de iniciar este periplo marítimo estúpido, que no lleva a ninguna parte, o a un mar de cadáveres.
Lanzo el ancla y me arrojo detrás. Me dejo hundir. El agua fría me calma, es como un bálsamo. El sonido del altavoz de la patrulla se hace más fuerte y profundo, como en una cámara de ecos, aunque ya comienza a disolverse, a desintegrarse, a medida que avanzo, o retrocedo, no lo sé, sigo el mapa. La piel se alivia, eso sí lo sé, el silencio es enorme y uterino, cierro los ojos, descanso las mandíbulas, abro los brazos, muevo los dedos de los pies, sigo el ancla, y pienso en ellos.
Foto: Àlex Folguera, Unsplash.
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