El sonido del afuera
Desde el inicio, Lina Meruane fue sobre todo una voz. Mejor decir: un ritmo. Tanto en Sangre en el ojo, la primera novela que le leí, como en nuestra primera conversación —una tarde lluviosa en New York, si no mal recuerdo— lo que más se quedó grabado en la memoria fue la cadencia de sus palabras. La manera que tenían no sólo de significar algo, sino de ser algo en sí: sonido, presencia, compañía. Una materialidad de ecos. Reverberación. Ha pasado el tiempo y todavía, cuando nos encontramos aquí o allá, me sigue impresionando el contraste entre el acento suave, casi cantadito, de su español chileno, y la melodía inquieta, más marcada, que lo saca de sus labios y lo deposita, veloz, en el aire que respiramos. Me ha llevado un buen rato darme cuenta que ese contraste de registros y tonos está menos relacionado a un simple azar orgánico y más al largo recorrido de las “lenguas porosas” que aprendieron y practicaron, en distintos momentos de sus vidas, sus antepasados migrantes. Los lenguajes, los movimientos del cuerpo, y hasta las apariencias de generaciones enteras se pierden, con frecuencia para siempre, con cambios de contexto, procesos de movilidad social e, incluso, con el empuje de la cultura pop, como argumenta Annie Earnaux en su libro Los Años. Pero también es cierto que, debajo de todo eso, más allá de la mera superficie, algo se sedimenta en el cuerpo. Como el trauma que se hereda de generación en generación, la materialidad de la experiencia abre surcos en la garganta, impone cierta ligereza a las manos, se carga de modos determinados sobre la cadera. Decimos: te pareces tanto a tu abuela, sin poder definir exactamente en qué reside la similitud. Decimos: eso me recuerda la manera en que tu tía bailaba, tratando de capturar un movimiento irrepetible. Decimos: esa palabra es de tu abuelo, maravillándonos ante la irrupción que nadie esperaba. Esas cosas, que surgen, o resurgen, en momentos de gran estrés o de mucha felicidad, no tienen calendario ni agenda. Cuando algo está a punto de romperse, ahí están. Cuando ya no hay más, ahí están. Cuando la distracción o el abandono, cuando la risa, cuando el ataque de nervios. Sobre todo, cuando el presente. Ese subterfugio que nos acerca a los nuestros, volviéndonos, de hecho, nosotros a través del tiempo y del espacio es lo que oí en las palabras de Lina Meruane. Me ha llevado tiempo distinguir en su voz, pues, los acentos de lo que, incluso en una inmovilidad aparente, continúa desplazándose. Es el sonido del afuera. Se trata de esa marca que cargamos, sabiéndolo o no, los que siempre nos estamos yendo hacia otro lado.
Las lenguas porosas
En Volverse Palestina, el libro en el que Lina Meruane explora con amoroso cuidado la travesía migratoria que emprendieron sus abuelos desde Palestina hasta Chile a mediados de siglo XX, y con el que ella lleva a cabo también el regreso a un lugar en el que nunca ha estado antes todos estos años después, se detiene por un momento en eso que llama las “lenguas en bifurcación”. Ahí están sus abuelos, aprendiendo, conservando y ocultando lenguas, eligiendo con matemático rigor el habla que le garantizaría una ciudadanía que no fuera “de segunda clase” a su progenie. Árabe. Español. Alemán. Aunque la información solo es tan fidedigna como la memoria de los miembros de la familia, parece quedar claro que la abuela aprendió el español de niña, al llegar a América; mientras que el abuelo empezó a remontar las vocales del castellano ya cuando era un joven de entre 13 y 14 años, y esto sin descartar de todo el alemán que venía de lecciones en escuelas de comunidades religiosas europeas que funcionaban en Palestina en su época. Más que una desaparición de lenguas maternas, se trata aquí de capas de habla que, al acumularse una sobre la otra, lejos de borrar a las precedentes, las enfatizan con su propia existencia. Hay algo debajo de la voz, algo ineluctable que, sin embargo, puede pasar desapercibido. Pero no para los que conocen el afuera. Sedimentándose entre sí, estos idiomas porosos van abriendo túneles secretos que, en su solidez, permiten el paso libre de inflexiones propias, dejos peculiares, modulaciones que nadie, que no sea un nosotros, repetirá jamás. ¿Cuántas lenguas se ocultan y cuántas dejan entrever sus ecos en las palabras que pronunciamos? Los que somos producto de largas sagas de migración podemos no saber la respuesta, pero nunca dejamos de hacer esta pregunta.
Des-sedimentar la lengua
Mis abuelos paternos, como los de Lina Meruane, dejaron atrás una tierra a la que nunca regresaron después. A inicios del siglo XX, le dieron la espalda a un rincón de San Luis Potosí cuando la sequía del altiplano les había arrebatado ya a su primer hijo. Se fueron para el norte. Y, una vez ahí, se fueron todavía más para el norte. En la frontera entre Coahuila y Texas, se convirtieron en trabajadores de minas de carbón y, después, con algo de suerte, en jornaleros en los ranchos ganaderos. Como muchos de los desterrados del porfiriato, mis abuelos llevaban pocas cosas con ellos, además de sus brazos y su lengua, cuando partieron. Hablaban español, eso es cierto. Pero también hablaban algo más. La otra lengua, la que dejaron de practicar y que no heredaron a sus hijos, será siempre materia de especulación. Por las mismas épocas, mis abuelos maternos cruzaron la frontera entre México y Estados Unidos, convirtiéndose en pizcadores de algodón o trabajadores de la construcción en las grandes ciudades texanas. Al español que llevaban con ellos, le añadieron pronto el inglés. Y, cuando unos 30 años después de su arribo el presidente Hoover inició una agresiva política de deportación después de la gran depresión de 1929, mis abuelos, y sus lenguas, regresaron a México. Ahí labraron una vida que se extendió en hijos y nietos. Ahí, dejaron de hablar de la expulsión, para empezar a hablar de la bienvenida. Poco o nada supe de esos trayectos, acuerdos, humillaciones, encuentros. En todo caso, el español se acomodó en sus cuerpos y, ahí, en los pulmones y la garganta, en la laringe, en el torrente de sangre, fincó su casa. Como Lina Meruane cuando regresó a Palestina sin haber estado antes ahí, yo regresé a Texas cuando creí estar llegando por primera vez en 1990. Mis abuelos, que habían trabajado sin descanso aquí, estableciendo con el matrimonio el inicio de su familia, fundaron la huella que, como diría José Revueltas, mi regreso habitaba. Reconocer es distinto a conocer, pero se le parece tanto. Ahora, después de ya más de 30 años de vivir en Estados Unidos, a veces me preguntan por mi acento. Y esto lo hacen conocidos y amigos tanto de Estados Unidos como de México. Está, por supuesto, la espina dorsal del español, pero a su lado, en capas porosas, se tienden también esas otras lenguas que las migraciones fueron colocando y difuminando a su paso. Eso que se niega a morir, ese ritmo que no controlo y noto menos, es la carga genética del sonido en migración.
Una tradición de largas caminatas
“Los barcos zarpaban desde Haifa”, dice Meruane, “y descansaban en algún puerto del Mediterráneo (Génova o Marsella) antes de continuar a América con sus sótanos de tercera llenos de árabes, de ratones, de cucarachas hambrientas”. Dice, también, que esos árabes eran cristianos ortodoxos y que dejaban sus tierras portando pasaportes otomanos. Huían del servicio militar, que es lo mismo decir que huían de la guerra donde serían “carne de cañón”. Huían porque quedarse era una imposibilidad. Un riesgo. Una penitencia. Mis abuelos paternos hicieron lo mismo: escapaban del hambre que provocaban los años de sequía; huían de la desposesión de tierras que causaban las políticas del presidente Porfirio Díaz; dejaban atrás esa pobreza radical en que una enfermedad estomacal como la disentería era una condena de muerte. Dice José Revueltas en esa novela sobre el norte mexicano que es El luto humano, que los pobres que buscaban un sitio propio en la tierra no tenían de otra más que caminar fervientemente. Caminar, que de eso dependía su vida. Aunque las vías del tren que unían a San Luis Potosí con la frontera se tendieron desde fines del siglo XIX, creo que mis abuelos, que no tenían un quinto por lo demás, caminaron todo el camino al norte. Era, como decía Revueltas “justo, preciso, indispensable caminar, ahora que no tenían sitio. Caminar intensamente, solo que sin meta, huyendo… Pero con todo, caminar, buscarse, porque aun cuando fueran derrotados, algo les decía, muy dentro, sin que oyeran nada, que la salvación existía”. Gloria Anzaldúa, otra habitante de la frontera entre Texas y Tamaulipas, no deja de recordarnos tampoco que hay, entre nosotros, “a tradition of migration; a tradition of long walks”.
Retroceder, que es otra forma de ir hacia el futuro
Fue una tarde en Chile que Lina Meruane le propuso a su padre que empezaran a “retroceder, lentamente”. Quería regresar a la ciudad del padre, y a su casa vieja para, como lo dice ella, “parchar nosotros nuestro recuerdo”. Ya para entonces nos queda claro que no solo el padre había dejado atrás Beit Jala de joven, sino que ella misma se había largado de Chile años atrás para vivir en los Estados Unidos. ¿Será cierto que los que se mudan con frecuencia recuerdan más? La melancolía puede hacer bromas pesadas, sin duda. La nostalgia. Para los que son parte misma de una larga secuela de migraciones, ¿qué queda? En Volverse Palestina la lista es larga: un gallinero, el ruido de una llave de agua corriendo, un patio de naranjos, un piano negro, un paragüero, un par de árboles levantando el asfalto, una plaza de armas con su fuente de bronce, tiendas con letreros de apellidos árabes, el pesado metro de madera con el que se medían las telas, las tijeras, las hilachas, el mostrador. Cierro el libro por un momento y, mirando fijamente la pared blanca, retrocedo: los pisos de madera muy gastada, el aroma del membrillo, los tractores oxidados, las vainas de los mezquites, los drenes, una soga amarrada a una rama que pende sobre un canal, el sartén de hierro forjado, el sonido del palote sobre los bollos de harina, los órganos, el cielo muy azul, el vuelo de la lechuza, el aire del primer huracán. Son mis recuerdos del Poblado Anáhuac, ese lugar en la frontera entre Tamaulipas y Texas donde mis padres se conocieron y, después de casarse y traerme al mundo, dejaron atrás. ¿De dónde eres?, me preguntaban cuando acababa de llegar a una nueva ciudad. ¿Y cómo decirles que había nacido en un sitio que no aparecía en los mapas?
Ir con el cuerpo
Poco a poco, en Volverse Palestina, el padre de Lina se presta a compartir ese movimiento retrospectivo de la memoria, pero no sin reticencia. Se requerirá, después, el apoyo memorístico de las tías, los primos, y hasta los taxistas. Pero, eventualmente, Lina irá personalmente. Retroceder. Ir hacia el futuro. Su cuerpo, que atraviesa aeropuertos, que contesta preguntas imposibles, dudando y haciendo dudar, va hacia allá. ¿Quién es quién en ese lugar herido del mundo que es Palestina tomada, invadida, tajada por muros y violencia? ¿Y quiénes somos nosotros acá, tan cerca de esas jaulas donde siguen encerrados los niños que vienen a pie desde Centroamérica? ¿Quiénes somos nosotros cuando una licenciada argumenta frente a un juez que negarle el jabón para el aseo a un migrante “ilegal” no es una violación a los derechos humanos? Tengo meses ya regresando a esa franja fronteriza. Como no hay una casa a donde volver, quiero pisar al menos los caminos por los que pasaron sus pies. No queda nada ya de los abuelos paternos: alguna fotografía, dos o tres rumores, el nombre de un pueblo. Pero queda el recorrido. Queda su manera de migrar, que fue su modo de sobrevivir. Por eso vamos un día de finales de verano hasta Zaragoza —un poblado que, hasta antes de llegar, imaginaba seco y perdido, pero que resulta estar rodeado de manantiales y de altos árboles de follajes inmensos. Zaragoza, Coahuila, a una hora de Piedras Negras, cruzando la frontera por Eagle Pass. Campos de algodón aquí y allá. Después de comer y después de descansar, después de preguntar en la estación de policía y, luego, en las oficinas de la municipalidad, logramos ubicar el panteón local. Sus nombres no aparecen en los libros. Y, lo único que alcanzo a saber, es que, entre tumba y tumba, tal vez en la limítrofe del lugar, se encuentra la fosa común a donde iban a parar los que no tenían recursos para hacerse de un pedazo de tierra, un féretro, una loza de mármol, una cruz. Ahí, en ese sitio que no puedo localizar, pero sobre el que seguramente han pasado ya mis pies, están los huesos de una de las abuelas. Su cuerpo bajo mi cuerpo. Mi cuerpo aquí, junto al suyo. No puedo pedir más, ni obtener menos. Una cercanía que, como la de Lina Meruane cuando está a punto de dejar la tierra de sus abuelos, solo quiere decir que uno volverá.
Escribir desde Estados Unidos
Siempre hay alguien que ha migrado antes. Eso es lo que estoy tratando de decir. Cuando creemos que hemos emprendido este viaje sin retorno, este desplazamiento que se subdivide o multiplica en muchos más, en realidad vamos embonando las plantas de nuestros pies sobre las huellas que han dejado otros. No hay tabula rasa. Somos solo invitados sobre la superficie de una tierra que experimentamos en común. Alguien estuvo aquí, donde yo estoy; y alguien más estará después de mi estancia. Alguien habló esta lengua, negada una y otra vez. Las razones de esa ausencia son la cosa misma de la política; las razones de la presencia son la cosa misma de la ética. Entre ellos y nosotros, en todo caso, hay un puente que es memorioso, porque es orgánico y material. Porque nos afecta y lo afectamos. El que escribe desde Estados Unidos no puede darse el lujo de olvidar que seguimos escribiendo en migración.
Este texto forma parte de una colección de ensayos, escritos por Cristina Rivera Garza y traducidos por Sarah Booker, titulada Grieving: Dispatches from a Wounded Country, que será publicada por Feminist Press en octubre de 2020.