A la memoria de Darío Morales
Miranda Castro fue en su tiempo una de las modelos más cotizadas de los Estados Unidos. Pese a su apellido latino, tenía el aspecto de una muchacha nórdica con sus cabellos rubios que resplandecían como el trigo en la luz del verano y unos ojos más azules que el mar de las islas del Caribe. Su fotografía apareció varias veces ilustrando la portada de Vogue. Cuando entraba en un restaurante la gente enmudecía de inmediato, siguiéndola con una mirada de deslumbrado asombro. Su presencia en Park Avenue creaba problemas de circulación porque los automovilistas, encandilados por su belleza y la tranquila insolencia de su paso, disminuían la velocidad. Sin embargo, observándola de cerca, se percibía en sus pupilas un destello metálico que asustaba a los hombres. No había en ellas el más leve rastro de afecto, pero sí de desdén. Miranda no amaba a nadie. Se había casado por despecho con un millonario norteamericano aficionado a las obras de arte, quien, a su turno, la consideraba como un objeto de colección.
Sólo dos hombres habían contado en la vida de Miranda: Lucio Castro, su padre adoptivo, y Peter, un profesor de matemáticas de la Universidad de Massachusetts que había visto en ella algo distinto de la maniquí de moda. Ambos le habían brindado un afecto profundo, ayudándola a olvidar el pasado. Ambos le habían dado la cálida sensación de tener un apoyo cuando la tristeza le oprimía el corazón. Miranda no estaba segura de haberlos querido, pero su recuerdo se volvía más intenso a medida que pasaban los años y en torno a sus párpados aparecían los primeros hilos de la vejez. La muerte de su padre era previsible; el abandono de Peter, en cambio, se le antojaba, aún entonces, un enigma. A veces le parecía que el amor de Peter se había enfriado cuando ella le contó su viaje a Alemania, pero no llegaba a comprender las razones de su rechazo, silencioso y definitivamente irremediable.
Diez años contaba Miranda al llegar de Augsburg a Caracas, por el antojo de Lucio Castro, quien, ya entrado en años y no habiendo tenido nunca hijos de su mujer ni de sus numerosas queridas, resolvió un buen día adoptar a una niña, con la condición de que fuera rubia y de ojos azules. Lucio Castro era un hombre riquísimo, acostumbrado a imponer siempre su voluntad. Las ramificaciones de sus negocios se extendían a muchos países y le fue fácil encontrar en Alemania a un abogado influyente y capaz de satisfacer su capricho. La pequeña Greta se transformó así en Miranda y pasó, del sórdido orfelinato donde vivía desde su nacimiento, al camarote de lujo del transatlántico que la condujo a Venezuela. Creía vivir un sueño, un cuento de hadas. Tenía vestidos muy finos, zapatos de charol, montones de juguetes. Los camareros se inclinaban a su paso y el capitán la invitaba a cenar a su mesa. Así mismo, la institutriz enviada por Lucio Castro para servirle de dama de compañía y empezar a enseñarle el español la trataba como si fuera una princesa. Todo deslumbraba a Miranda, el mar, los delfines, el color del cielo a medida que el barco se adentraba en las aguas tropicales. Porque se sentía torpe, intentaba imitar los gestos y modales de las personas que la rodeaban. Hacía esfuerzos enormes por contener su voracidad: ella, que siempre había pasado hambre, veía desfilar aquellos platos abundantes y deliciosos con la impresión de que, de un momento a otro, podían ser reemplazados por la insípida sopa del orfelinato. Una noche guardó cautelosamente en su bolsillo uno de los bombones colocados sobre la mesa después del postre. Al día siguiente el capitán le hizo llegar a su camarote una inmensa caja de chocolates. Fue entonces cuando Miranda tuvo la certeza de haber dejado atrás y para siempre el pasado, entrando en un mundo donde sus deseos se volvían realidad apenas los formulaba.
La agradable impresión de ser importante se confirmó al llegar a Maracaibo y conocer a su padre adoptivo. Lucio Castro se prendó de ella, quedó fascinado por la hermosa niñita de cabellos rubios que lo miraba con devoción pero no sin arrogancia. Desde su salida del orfelinato, Miranda había descubierto que poseía algo raro y de valor: la belleza. Eso le daba ahora una gran confianza en sí misma y la hacía mirar el mundo de modo diferente. Aunque no podía expresarlo con palabras, su orfandad empezaba a parecerle un error en el orden natural de las cosas, que Lucio Castro había reparado al adoptarla. Nunca más la promiscuidad de los dormitorios, los largos inviernos sin calefacción. Jamás volvería a vivir la pesadilla de los bombardeos con el chillido de las sirenas y el asfixiante olor a humo y a cosas quemadas que entraba en el sótano. Debía, no obstante, responder a las aspiraciones de su padre adoptivo, que la quería inteligente y con carácter. Ella, considerada por sus profesoras del orfelinato como retrasada mental, aprendió a leer y a escribir el español en menos de seis meses. Cada lección comprendida le quitaba un peso del corazón. Del mismo modo, venciendo su terror por los caballos, que le hacía ensuciarse los pantalones, se convirtió en una amazona irreprochable y acompañaba a Lucio Castro en sus cabalgatas cuando se le antojaba recorrer sus haciendas. El miedo nunca la abandonó, pero nadie lo supo. Antes de montar a caballo solía protegerse los pantalones con un pañuelo que después lavaba a escondidas. En Alemania había conocido la desolación, en Venezuela descubrió la angustia. Todo le resultaba un desafío. Tirarse del trampolín a la piscina le daba una sensación de vértigo, y cuando se zambullía en el mar los oídos le zumbaban de dolor. Arañas y lagartijas le producían náuseas. Temía perderse entre la gente si acompañaba a su madre a hacer compras y temía más aún quedarse a solas con esa mujer que la miraba sin el menor asomo de confianza. Por fortuna Lucio Castro la protegía. Él ignoraba quizás sus dificultades para adaptarse a esa nueva existencia, pero tenía muy presente que había pasado su infancia en un orfelinato. Así, había decidido que Miranda no pisaría jamás un colegio. El desfile de profesores comenzaba por la mañana y terminaba a la caída del sol. Además de las materias corrientes, Miranda estudiaba griego y latín; a los trece años se sabía de memoria la vida de Bolívar y a los quince hablaba correctamente el inglés. Sabiendo que a su muerte sus hermanos abrirían un proceso contra ella, Lucio Castro colocó a su nombre la mayor parte de sus bienes en los Estados Unidos. Por la misma razón empezó a presentarle a sus abogados, a ponerla al corriente de sus negocios, a mantenerla al tanto de transacciones especulativas. Miranda descubrió que tenía un talento particular para ganar dinero y, cuando Lucio Castro falleció, conocía a fondo la trama de sus asuntos y supo librarles un combate sin cuartel a los parientes de su padre que intentaban anular el testamento.
Una vez ganada la batalla jurídica, Miranda se fue a Nueva York y se inscribió en una agencia de modelos. Había cumplido veinte años y tenía conciencia de ser lesbiana. Siempre había ocultado esa particularidad para no chocar a su padre ni darles motivos de critica a quienes reprochaban a Lucio Castro el haberla adoptado. Volverse maniquí acariciaba su narcisismo y le ofrecía un terreno de caza ideal. Le gustaban las mujeres, pero no podía establecer con ellas ninguna relación afectiva. El contenido de la palabra amor le era desconocido y bastaba con que una de sus amantes se mostrara posesiva para que la dejase en el acto. Las manifestaciones de ternura se le antojaban ridículas. A Miranda le excitaba seducir, allanar las resistencias, vencer el pudor. Dejaba de lado a las mujeres demasiado fáciles o a las que tenían un carácter similar al suyo. Al cabo del tiempo encontró a Joan, una periodista infinitamente maliciosa que gozaba excitando a las lesbianas y luego, a la hora de la verdad, se escurría como una anguila con el pretexto de un nuevo amor o de su pasión por un hombre. Miranda conocía la dureza y la mentira, pero no la perversión. Cayó en la telaraña de Joan sin ninguna defensa y salió de ella con el alma maltratada y la penosa impresión de conocer muy poco los misterios del corazón humano. Como el modelaje empezaba a aburrirla, decidió irse de Nueva York y estudiar Psicología en la Universidad de Massachusetts. Nada le fue más fácil que cobijarse bajo la protección de Peter. Como Lucio Castro, él se mostraba afectuoso y parecía saber muy bien lo que quería. Era un hombre fino y delgado, de cabellos prematuramente encanecidos. La primera vez que se acostaron juntos quedó sorprendido al ver que para poder dormirse, Miranda golpeaba un pie contra el otro. Así le habían enseñado a hacer en el orfelinato cuando era apenas un bebé a fin de luchar contra el frio. Eso, su condición de huérfana, de niña adoptada por el color de sus ojos, conmovía profundamente a Peter. Él había tenido una infancia feliz: un padre diplomático, lo que le había permitido conocer las grandes capitales del mundo, una madre cariñosa y cuatro hermanos que habían sido siempre sus mejores amigos. Todos los domingos se reunían y pasaban las tardes hablando de arte, de historia y de los acontecimientos políticos del momento.
Al lado de ellos, Miranda se sentía ignorante. De nada le servía haber aprendido el griego y el latín si no podía distinguir entre una estatua sumeria y una escultura romana. Nombres como Gaya y Tiziano le eran desconocidos. Ignoraba todo sobre las dos últimas guerras mundiales y no tenía ninguna cultura musical. Decidida a afrontar ese nuevo desafío, Miranda empezó a frecuentar la biblioteca de la universidad y, al mismo tiempo, se compró todos los discos de música clásica que encontró en un almacén. Leyendo la historia del nazismo descubrió con asombro que no era una huérfana de guerra, como Lucio Castro le había hecho creer, pues había nacido a comienzos del 38, lo que significaba que su madre la había concebido antes del comienzo de las hostilidades. A partir de ese momento, Miranda quiso saber quién había sido su madre. Poco a poco su deseo se transformó en obsesión y, desoyendo los consejos de Peter, que la incitaba a olvidarse del pasado, se fue a Alemania y se puso en contacto con el abogado que catorce años atrás la había sacado del orfelinato. Al principio el abogado se mostró reticente, pero los dólares ofrecidos por Miranda terminaron acallando sus escrúpulos. Lo más difícil era introducirse en el orfelinato y consultar los archivos. Se contrataron detectives privados que recibieron por misión comprar a cuanta persona pudiera dar informaciones precisas. Finalmente, una vieja enfermera se dejó convencer ante la enorme suma de dinero prometida, que representaba la mitad del salario ganado a lo largo de toda su existencia, y con el pretexto de reunir una hija y su desdichada madre puso a los detectives sobre la pista de Frieda Pfeiffer.
Frieda salía apenas de la adolescencia cuando tuvo a Miranda y ni siquiera pudo verla porque sus padres llevaron de inmediato a la recién nacida al orfelinato de Augsburg. El señor Pfeiffer era un comerciante acaudalado que nada quería saber de bastardos destinados a poner en duda la virtud de su única heredera. Una antigua sirvienta de la familia, refugiada en un asilo de ancianos, contó que la señorita Frieda jamás se había repuesto de la pérdida de su hija. Lloraba contemplando sus senos cargados de leche y los pequeños baberos cosidos a escondidas durante el embarazo. Hasta el último momento creyó que su familia se echaría para atrás y abandonaría el proyecto de separarla de su bebé. Nunca reveló quién había sido el padre, posiblemente un extranjero conocido en Garmisch durante las vacaciones de Pascua.
En vano el señor Pfeiffer se empeñó tanto en resguardar la reputación de su hija. Frieda no quiso casarse nunca. Se volvió taciturna y sólo salía de la casa para asistir a los servicios religiosos. Con el tiempo se fue secando como una flor marchita y cuando sus padres desaparecieron era una solterona de humor lánguido que no le encontraba ningún gusto a la vida. Había programado sus días con precisión maniática: en invierno o verano se levantaba a las once de la mañana y todavía en la cama se hacía servir un vaso de leche acompañado de galletas. Bañarse y vestirse le tomaba dos horas y luego se sentaba a mirar la televisión. Al atardecer se iba a un salón de té que quedaba cerca de su casa y bebía varias tazas observando a los paseantes a través de sus gruesas gafas de miope. Estaba abonada a una revista de Historia y leía hasta muy tarde memorias y biografías. Miranda resolvió abordarla en el salón de té. Sabía que Frieda ocupaba siempre el mismo lugar y se instaló en la mesa contigua a la suya. La vio llegar un poco encorvada y canosa, con una expresión de irremediable melancolía. Miranda esperó a que terminara de tomarse su primera taza de té para pedirle permiso de sentarse a su mesa. Los ojos de Frieda parpadearon de asombro detrás de las gafas. Con manos torpes encendió un cigarrillo. Parecía trastornada. Los labios le temblaban ligeramente y en vano intentaba sonreír. Daba la impresión de ser un niño que ha visto un pájaro posarse sobre su hombro. Y cautelosamente, como si temiera espantar al pájaro, lanzaba de vez en cuando a Miranda una mirada furtiva.
—Hace muchos años —dijo al fin en voz muy baja—, conocía, bueno, a alguien que se parecía a usted.
No obtuvo respuesta. Miranda había comprendido que se refería a su verdadero padre y se sintió aliviada. No se reconocía en esa mujer abrumada por la vida.
—Es su vivo retrato —insistió Frieda con precaución, como asustada de que el pájaro echase de pronto a volar.
—Yo soy idéntica a mi madre —dijo Miranda—, y ella no ha venido nunca a Alemania.
—Pero usted habla perfectamente nuestra lengua —comentó Frieda.
—Mi abuelo era de Berlín y muy joven se fue a Venezuela. Sus hijos aprendieron el alemán con profesores y nosotros, sus nietos, también.
De implorante, la mirada de Frieda se volvió abatida. El mesero se acercó para servirle una nueva taza de té. Frieda apagó el cigarrillo en un cenicero y se encorvó más aún, como si la vejez le hubiera caído encima de repente.
—Eso de los parecidos es muy raro —murmuró.
—Así es —dijo Miranda.
En ningún momento le vino la idea de revelarle a su madre la verdad, de darle la alegría de saberla viva y gozando de una situación privilegiada. Para Frieda habría sido maravilloso descubrir que su hija había escapado al trágico destino de los niños abandonados y que era inteligente, bella y rica. Cuántas veces habría soñado con reconocerla en la calle, entre las muchachas que pasaban frente al salón de té. Frieda había imaginado probablemente varios escenarios: su hija convertida en prostituta, trabajando como obrera; y ella le daba el dinero necesario para construirse una vida mejor. O al contrario, bien acomodada, llevando una existencia feliz; y ella, Frieda, se retiraba en puntas de pie a fin de no perturbarla. Habría supuesto todo, salvo creer encontrarla en el salón de té que solía frecuentar, hierática y dura, pidiéndole permiso de sentarse a su mesa con el pretexto de practicar el alemán. Pero la muchacha instalada frente a ella, que tanto le recordaba a su único amor, tenía una familia y había nacido en otras tierras. El parecido era simple coincidencia y una lápida caía de pronto sobre sus esperanzas.
Miranda adivinaba los pensamientos de su madre, pero le importaban muy poco. Solamente se preguntaba si Frieda representaba un peligro para ella. Después de observarla un rato se dijo que no: dada la timidez de su carácter, Frieda nunca intentaría imponerle su presencia. De conocer su identidad, habría murmurado una frase afectuosa, habría derramado tal vez algunas lágrimas. Y eso sería todo. Quizás le habría pedido que le contara un poco su vida o que le enviara cada año una tarjeta de Navidad para tener noticias suyas y saber si estaba bien. Con esas migajas Miranda podía aligerar el corazón de Frieda y permitirle envejecer en paz. Pero no lo hizo; en realidad no veía razones para hacerlo, le dijo a Peter cuando regresó a Massachusetts y Peter quiso saber si le había contado a Frieda que ella era su hija.
La pregunta de Peter y su aire consternado dejaron a Miranda perpleja. No entendía su reacción ante un relato tan banal. Había viajado a Alemania para conocer a su madre, la había visto y sopesado. No había más vueltas que darle. Peter, sin embargo, la miraba con una expresión de inexorable tristeza, como si ella no perteneciera ya a este mundo. Se volvió cada vez más evasivo y distante. No respondía a sus llamadas telefónicas y nunca más la invitó a pasar los domingos con su familia. Finalmente, Miranda se vio obligada a reconocer que Peter había dejado de amarla. Pero ni entonces ni después, a medida que los años iban acartonando la fina piel de su rostro, comprendió por qué Peter, así como otros hombres y algunas mujeres que la amaron, se ponían tan extraños, tan ariscos cuando ella les contaba aquel encuentro con su madre en un salón de té de Augsburg.
París, abril 5 de 1988