“¿A qué crees que se reduce la literatura? A escribir con las tripas, no con la cabeza. La mayoría escribe con la cabeza. Si el delincuente semianalfabeto escribe normalmente una carta a su novia, será como la mayoría de las cartas de personas semejantes. Si el delincuente escribe la carta justo antes de ser ejecutado, será literatura”. Le responde V.S. Naipaul a su padre en una carta de 1950.
A Julio Ramón Ribeyro le perseguía implacable la enfermedad a lo largo de su vida. Hubo un momento en que lo sentenciaron con seis meses de vida. Sus fotos, en blanco y negro, muestran a un hombre delgado, delicado, en convalecencia perpetua, que se sostiene a la vida desde una tímida colilla de cigarrillo Lucky Strike.
Esa batalla contra el tiempo, contra la muerte, la confrontó solo, al lado de una pequeña máquina de escribir como única arma. Escribió con las tripas de forma compulsiva, sabiéndose desmejorado, abarcó casi todo: colecciones de cuentos, novelas, teatro, artículos, ensayos, cartas y diarios. Ribeyro escribía como quien hace el amor, en esa intimidad donde se muere y se renace; lo descubrí cuando cursaba el segundo año de secundaria. Mis padres me habían matriculado en un colegio exclusivo de varones, regido por sacerdotes italianos. La arquitectura del local era clásica, con algunos toques neorrenacentistas e influencias de palacio veneciano. Los techos eran elevados y las columnas gordas y grises como patas de elefante. La vida en el colegio era difícil, ser el nuevo de la clase significaba tener que pelear al menos con un par de compañeros al mes. Los grupos y las amistades ya estaban armados, así que en el recreo me limitaba a ver jugar los partidos de fútbol de los mayores.
En esas primeras semanas se me acercó Nieto, el profesor de Lenguaje, decían que era un tipo extraño y rebelde. Rezábamos todas las mañanas en la cripta antes de comenzar las clases, pero él era ateo, así que se quedaba parado, bajo el marco de la entrada principal, con los brazos cruzados detrás de la espalda y las piernas ligeramente separadas, hasta que terminara la actividad litúrgica. Un día me encontró en la cancha de fútbol y me pasó unas hojas mimeografiadas. “Los Gallinazos sin plumas, 1955”, estaba impreso en el título; recuerdo que devoré el cuento emocionado. Cuando regresé a clases, la profesora hablaba de los elementos químicos y yo no podía quitarme de la cabeza a Efraín y Enrique en los muladares, a don Santos con la pierna de palo, al cerdo Pascual. El cuento, escrito en la década del cincuenta, me hablaba con una frescura vigente sobre la pobreza extrema, la marginalidad y la explotación social. ¿Cómo era posible que el abuelo don Santos alimentara a su cerdo y privara de comida a sus familiares? Era un cuadro que mostraba en un par de pinceladas la triste realidad de mi país.
Nieto, sin querer, en medio del torbellino de pesadas tareas académicas y administrativas, me había regalado a mi primer amigo en el colegio. Desde ese día, en cada recreo, corría a la biblioteca y rebuscaba todo lo que podía encontrar sobre Julio Ramón Ribeyro. Por esas fechas, el plantel de docentes cumplía su labor, me enseñaba religiosamente ecuaciones matemáticas, fórmulas químicas, nombres y fechas históricas que memorizar, pero el escritor me preparaba para la vida, con él aprendía los temas que realmente necesitaba saber para enfrentarme a la adultez, la incertidumbre, la indeterminación, el conformismo, la timidez, la desigualdad, la decepción, la frustración, el fracaso, el odio, el desasosiego, el amor, la amistad, el engaño, el racismo, la alienación, la violencia, la muerte, la migración y la soledad moderna.
***
En la primavera del 2013 me encuentro en Paris. El hijo de Julio Ramón Ribeyro se llama también Julio Ribeyro, y para diferenciarlo del padre lo llamo Julito. Quedamos en encontrarnos cerca al barrio de la Monnaie. Lo veo emerger por el lado de una alameda, lleva puesta una cazadora y una camisa a cuadros, camina pausado y sostiene un periódico debajo del brazo. Alzo la mano y él responde con un saludo. Conoce un bar donde se escucha música de los sesenta. Tiene unas mesas con sombrillas en la parte de afuera, pero él prefiere una mesa dentro del local. La camarera viene y pido un ron con coca-cola, él también. Cuando nos quedamos solos, me pregunta qué cuentos me gustan de su padre. Pienso que es una prueba, medito un rato; le doy tres títulos y le explico porqué me atraen tanto. Julito, relajado y cordial, toma la iniciativa del diálogo:
—Con el tiempo he ido olvidando la figura de mi padre, pero recuerdo algunos episodios de la vida con él: escuchar los partidos de fútbol por la radio, las excursiones a la playa, los viajes de avión de Paris a Lima que eran interminables, no le gustaban mucho los aviones, por culpa de su enfermedad; le costaba estar en ciertas posiciones por periodos largos. Los sábado por la mañana buscábamos espaguetis para prepararlos con salsa al pesto, íbamos a las bodegas del Barrio Latino muy a menudo a hacer las compras, era un gran cocinero.
—¿Caminaba mucho?
—Sí, era un flâneur, tenía una capacidad enorme para vagar y perderse por las calles. No le gustaba tomar el bus. Iba a pie a la Unesco, donde trabajó un buen tiempo. Le tomaba veinte minutos y se imponía siempre esa rutina de ida y vuelta, con sol o nieve. Por suerte, Paris es una ciudad edificada para el paseante, para el hombre solitario que se atreve a perderse entre la multitud.
La camarera aparece con las copas de ron. “Llegas justo a tiempo, nos moríamos de sed”, dice Julito. El bar es grande, y a esa hora somos pocos clientes regados en el salón principal. Bebe sin prisa, saca una cajetilla de Lucky Strike y me ofrece un cigarrillo. “He dejado de fumar”, respondo. Escuchamos un rato la voz desgarradora de Janis Joplin que se filtra por los parlantes, tras lo cual intenta reconstruir la imagen de su padre.
—Desde la distancia, lo veo casi un personaje quijotesco, un idealista. Por momentos pasó hambre y angustias, bastantes trabajos nocturnos y físicos: fue cargador en un mercado y recolectaba periódicos viejos, labores que le terminaron pasando factura a su salud. Se lanzó de manera romántica a escribir. Creo que es complicado escribir en una lengua que no es la tuya, así que no usó el francés como lengua literaria, aunque siempre reposaban libros de Maupassant y Flaubert en su mesita. Leía prensa peruana, intentaba mantenerse al tanto de los peruanismos; cada vez que llegaba un compatriota, él iba a buscarlo solo para escucharlo. En toda mi vida le oí usar dos galicismos y avergonzarse por ello, por no encontrar sus equivalentes en castellano. Escribía los diarios de un modo religioso y constante, gracias a ello sabía expresar mucho con muy poco: una idea, una emoción, en pequeños fragmentos.
—¿Era muy tímido?
—Creo que era tímido, pero su timidez fue desapareciendo con la edad. Quizás la timidez en la vejez era voluntaria y de joven real. Comprendió muy rápido la carga que llega con la fama: las entrevistas, las obligaciones para con sus lectores, que la gente te busque e invada tu privacidad. Las relaciones públicas siempre le molestaron, no estaba hecho para eso. No le gustaban la propaganda ni la adulación.
“Ten cuidado con los escritores que hablan bien de su obra, que pueden explicártela de forma abstracta o analítica. Qué la comenten los críticos y académicos, que para eso están. El poco tiempo que tiene el artista debe entregársela únicamente a su arte”, me decía. Por otro lado, era muy sociable con su círculo de amigos. En casa frecuentaban y leían sus textos Alfredo Bryce, Luis Loayza, Vargas Llosa, Julio Cortázar. Leopoldo Chiararse, Rodolfo Hinostroza, Emilio Westphalen y varios más que no recuerdo. Cuando mi padre leía un manuscrito bueno, se entusiasmaba como un niño, no le importaban los nombres.
Desde la calle llega el ruido de los autos y la repentina explosión musical de un grupo de emigrantes magrebíes, se escuchan risas, deben ser como seis o siete muchachos; el hombre que canta es un negro con un bigote bien recortado y un atuendo de seda blanca con bordados en hilo verde. Julito observa y chupa con intensidad ese inútil cilindro de papel, repleto de tabaco. Parece no sentir el paso del tiempo ni de los rones que se han ido consumiendo lentamente. La camarera aparece y recoge los vasos vacíos, con una pereza mediterránea y una típica coquetería parisina.
—El año pasado viajé a Máncora con mi pareja. Almorcé camarones en la playa y me produjo una alergia instantánea, empecé a inflarme de ronchas. Tuve que ir corriendo al hospital, ya que tenía problemas para respirar. Al pasar a la consulta, el médico me preguntó mi nombre, y entonces habla de mi padre y me cuenta que es un lector apasionado de su obra. Dice que desea tomarse una foto conmigo, carga una cámara Polaroid, me abraza como si fuéramos amigos de años. Estoy totalmente con el rostro enrojecido, mis labios parecen los de Angelina Jolie, soy un monstruo morado porque ya no me entra el aire a los pulmones. Mientras me receta unos antihistamínicos ve el revelado de la fotografía y dice: “eres igualito a tu padre”. Esas cosas raras me pasan por ser el hijo de Ribeyro.
Estrella el pucho de su cigarro en un cenicero de cristal, mientras que la luz del sol azota ese trozo de la ciudad, el cenicero se convierte en un pedazo de cuarzo puro y brillante que flota en nuestra mesa, hasta que una pequeña nube vuelve a opacarla.
—Mi padre tenía un humor a flor de piel, ahora me viene a la mente un chiste que solía contarme: “Hay tres náufragos en una isla desierta, un chileno, un boliviano y un peruano. Los tres encuentran una lámpara maravillosa. El genio se aparece cuando la frotan y les anuncia que concederá un deseo a cada uno. El chileno dice “deseo irme con mi familia”. Y el genio se lo concede. El boliviano exige lo mismo. Y por último le dice al peruano, “¿qué desea mi amo?” Al ver que se había quedado completamente solo, dice: “deseo que mis amigos, el boliviano y el chileno, regresen”. Me río. Pero a estas alturas, con seis rones circulando en mis venas, no sé porqué me río. Julito levanta su copa y hace revolotear los cubos de hielo con su dedo índice. Le doy un trago a mi trago, pero él parece que solo se moja los labios, su vaso queda suspendido unos segundos y después hace desaparecer el líquido de un sorbo, como en un acto de magia.
—¿Tu padre era un gran escritor de correspondencia, te escribía?
—No, porque no había necesidad, vivíamos juntos. Solo me separé de él cuando fui a estudiar cine a Londres y cuando el regresó a Lima. No sé porqué se regresó al Perú. Mi madre se habituó a Francia velozmente, trabajó bastante como comerciante de arte porque mi padre se enfermó y ella tuvo que ser el sostén de la familia. Mi padre no se integró a Francia, estuvo más pegado a un círculo de latinoamericanos, pero muchos abandonaron Paris, otros se murieron, al final ya no tenía muchos amigos acá. Mi madre viajaba por Europa, tenía reuniones de trabajo en diferentes museos y galerías, lo que acrecentaba la soledad de mi padre. Quizás volvió a Lima porque le ganó la nostalgia a la tierra. Él era así, cuando estaba en Madrid, extrañaba Lima, cuando estaba en París, extrañaba Madrid, cuando estaba en Alemania o Bélgica extrañaba Italia. Aunque ahora que lo recuerdo bien, hay una carta que me escribe y no remite porque fallece, donde habla sobre el arte. Piensa que soy muy perfeccionista y que me frustro por ello, que me autocensuro; me dice que es un error y recomienda que debo producir cine. Primero no lo entendí, pensé, cómo alguien que se está muriendo, no le habla a su hijo sobre el amor, sino sobre el arte y algunas ideas sobre la estética. Pero después, analizando esa misiva, creo que mi padre apuntó en el centro del blanco: quería darme un consejo importante. Quizás, ese defecto no era persistente en mi carácter, pero estaba allí, incrustado en mí. Esa obsesión por la perfección me tenía atado, no me dejaba plasmar mi visión en un proyecto concreto. De una forma u otra, esa carta que nunca me envió, terminó siendo liberadora.
Mi único y breve encuentro con el flaco sucedió en 1993, Julio Ramón Ribeyro presentaba en Lima el segundo tomo de sus diarios, titulado “La tentación del fracaso”. Ese día, no logré arrancarle un autógrafo, y a los pocos meses falleció. Se lo cuento a Julito. Él me pregunta si tengo algún libro de su padre, busco en mi mochila y le entrego una copia de los diarios. Un poco inquieto, observa el tomo, se queda leyendo unos segundos la contraportada, después, lo abre y firma: “J. Ribeyro, con la esperanza de que haya valido la espera”.