Es el fantasma de un caballo, susurró Imabelle.
Ed se aferró a la escopeta y se asomó por la ventana. El camino estaba desierto. Pero el galope persistía.
Serán unos parejeros.
¿A estas horas?
Nunca faltan los borrachos envalentonados.
Es un caballo fantasma, insistió su mujer.
Malditas gentes sin quehacer, rezongó Ed.
Se recostó con la escopeta sobre el pecho. Se resistía a apegarse a las historias que se rumiaban en el pueblo. Un indio, Mr. Mojo Risin, tenía el don de resucitar a los caballos. Y tal ejercer propiciaba toda clase de apariciones.
Puritita superchería, pronunció Ed.
Duérmete, le aconsejó la mujer.
El galope se percibió con más ímpetu. Ed abrió la puerta confiado en que volaría de un tiro el sombrero del jinete. Pero afuera de su propiedad no se avistaba bestia alguna. El camino estaba vacío. Se echó sobre la cama contrariado. Debió mirar al animal. Sin importar lo rápido que corriera. Y el galope continuaba sin cesar.
No creo en los espíritus, rumió. Y se quedó dormido abrazado a la escopeta.
Ed se acodó en la barra y reclamó un whisky. Por el espejo encima de la fila de botellas descubrió a Mr. Mojo Risin sentado solo en una mesa. Le costaba creer que aquel indio aficionado a la bebida ostentara poderes. Se presumía que también era curandero. Pero la fama de Mr. Mojo Risin se debía sobre todo a su manera de beber. Trabajaba en el rancho de Augusto Robles como cuidador de caballos. Y todos los días, al terminar su jornada, ocupaba el mismo sitio en la cantina y se congraciaba a emborracharse. Era un indio solitario. No vivía en el pueblo. Ocupaba una choza pasando la cañada. Ed y Mr. Mojo Risin se habían topado en dos o tres ocasiones y no se habían obsequiado ni siquiera un saludo.
Mr. Mojo Risin era célebre como domador de caballos salvajes. Se aseveraba que era capaz de hablar con ellos. Ed se prometió a sí mismo que siempre prescindiría de sus servicios. Sabía que la comunicación más eficiente con un caballo eran el fuete y la rienda.
Eh, Pedro, consultó Ed al cantinero, ¿es cierto lo que se hablantea sobre el indio ese? Porque a mí se me afigura que su único talento es depurar botellas.
Déjalo en paz, respondió Pedro. Y colocó un whisky frente a Ed. Es mi mejor cliente.
Mientras saboreaba su trago, Ed decidió que montaría una guardia afuera de su finca. Dos peones que vigilaran el camino.
Voy a atrapar a esos condenados parejeros.
Al salir de la cantina se cruzó con la mirada del indio. Sus ojos eran completamente cristalinos. Como dos canicas de agua. Sin iris, pues.
¿Has traído la tarta?, preguntó Imabelle al ver a Ed entrar por la cocina.
Era el cumpleaños de su hija Clarita.
Claro, mujer.
La depositó en la mesa del comedor y colgó el sombrero en el perchero.
Me crucé con el indio dizque brujo en la cantina, dijo. Ni vuela ni se transforma en coyote ni revive caballos. Sólo es un ebrio.
Imabelle le ordenó lavarse las manos.
Pues en el pueblo aseguran que es milagroso, comentó mientras ponía la mesa. La pobre de Hilda no consiguió embarazarse en dos años de matrimonio. El marido la devolvió a casa de sus padres con la demanda de que estaba defectuosa. Hilda acudió a una consulta con Mr. Mojo Risin. Y su marido por fin consiguió preñarla.
Ed soltó una carcajada.
Ah qué Mr. Mojo Risin, hasta padre va a resultar, como el mismito espíritu santo
Imabelle sacó el pastel de carne del horno.
El galope no es el alma de ningún animal, continuó Ed. Son unos parejeros. O un jinete solitario. Voy a acabar con el desgraciado galope esta noche. Voy a ubicar a dos peones como guardia.
Es el cumpleaños de tu hija, Ed, sentenció Imabelle. Aparta esa obsesión para otro tiempo. Se va a enfriar la cena.
No tardo, rebeló Ed. Tengo derecho a dormir con tranquilidad. Le pondré fin para que atestigües que el caballo fantasma es invento de la gente.
Salió de la casa y apostó a dos peones en el camino con la orden de encañonar a todo el que pasara por ahí.
Si se me quedan dormidos les voy a descontar una jornada, amenazó Ed. Pero si lo capturan, los voy a premiar con una mula de carga a cada uno.
Era la clase de hombre que todo lo quiere emparejar con bestias.
Ahora tienes quince años, hija, dijo Ed al final de la cena. Ya cuentas con edad de poseer tu propio caballo. De responder por su cuidado. En unos días asistiré a la feria en la ranchería de Jal y elegiré un animal para ti. Eres mi única descendencia. Algún día este rancho será tuyo. Y tendrás que aprender a administrarlo.
Clarita era una jinete experimentada. Pero no tenía caballo propio. Uno para que sólo ella montara.
Gracias, papá, dijo y le besó la mejilla.
Ed le había inculcado el amor a los caballos. La emoción mantuvo despierta a Clarita hasta la madrugada. Así como otros contabilizan ovejas, ella sumó caballos hasta quedarse dormida.
Tampoco Ed conseguía dormir, le rechinaban los nervios. Ansiaba solucionar de una vez por todas el misterio del caballo fantasma. Pero aquella noche el galope no acudió. Tanto silencio lo desesperó. Cargó la escopeta y se metió unos cartuchos entre los dientes. Salió a supervisar a los peones y los descubrió dormidos.
Revendedores de toda la región gravitaban en el vestíbulo del hotel. Ed procuraba apalabrar al mejor animal de toda la muestra. Había ahorrado durante tres estaciones. Portaba capital suficiente para respingar cualquier puja. Identificó a Mr. Mojo Risin con un cigarro entre los dedos. Asistía en calidad de oráculo. Augusto no compraba caballos sin la aprobación del indio.
Ed, saludó Augusto. ¿Vienes solo?
Sí, respondió Ed. Para economizar. Los gastos de un acompañante prefiero invertirlos en adquisiciones.
Ah qué Ed, olvidaba que tu vida son los caballos, sonrió Augusto. Te invito a cenar, para que no inviertas en mundanidades como los alimentos.
Ed se sintió tentado a aceptar. Pero la posibilidad de departir con el indio lo perturbó.
Gracias, Augusto, pero reviento de cansancio. Los viajes me estropean el apetito. Malvada edad.
Se registró en una habitación con balcón de la segunda planta. Subió las escaleras con las tripas protestándole. Meditó lo torpe de sus palabras. Estropear el apetito. La presencia de Mr. Mojo Risin lo ponía de mal humor. Cómo permitía Augusto que un indio lo asesorara. De qué le constaba entonces haberse atribuido toda una vida al negocio de los caballos. Esperó dos horas y bajó a cenar. El restaurante estaba vacío, con excepción del indio que bebía en una mesa al fondo. Ed no se intimidó. Le molestaba por su supuesta chamanería, pero no le inspiraba temor. Cenó con serenidad. Se pidió un par de digestivos y se fue a su habitación. El indio se quedó bebiendo en el restaurante.
Lo despertó el galope. Se asomó al balcón y no avistó caballos en carrera. Maldijo por no haber viajado con la escopeta. Se vistió aprisa. Salió del hotel. Pero se topó con pura noche.
Por muy negro azabache que sea un animal, se dijo, no hay oscuridad que lo ampare.
Regresó a su habitación y el galope reanudó. En la recepción tanteó por el cuarto de Augusto Robles. Subió hasta la tercera planta y tocó la puerta.
Cómo puedes dormir con ese relajo, preguntó Ed.
A qué te refieres, dijo Augusto.
Pos al galope.
Cuál, yo no he oído ni uno.
Ed observó al indio al fondo. Tirado encima de un petate.
¿Tienes una pistola que me prestes?
Para qué la quieres.
Puedes ¿o no?
Augusto le entregó el arma a Ed. El galope no desaparecía. Pero Ed se apaciguó. Se quedó dormido con la mano empuñando el revolver que descansaba sobre la cómoda.
Cada año Ed se apersonaba en la feria de Jal. Y aunque lo más comprobable es que Mr. Mojo Risin también hubiera acudido, nunca se había cruzado con el indio. El convivio era para la compra y venta de animales. Sin embargo, se organizaba una carrera para desestimar argucias de especuladores. Ed estaba persuadido de que el galope nocturno acataba a una parejera clandestina. La sanción, si te atrapaban parejeando, era la expulsión de la puja.
Pero a los apostadores no los mete en cintura ni el diablo, se dijo Ed. ¿O fue el indio, que me enmendaba una broma? Desintimó esta teoría. Al indio en qué le afectaba Ed. ¿El galope va a perseguirme eternamente?, se cuestionó. ¿Consistirá en eso el amor a los caballos?
Ed no apostaba. Se congregaba en las carreras sólo por entrometido. Los caballos incumben varias ciencias. De crianza, de reproducción. Y la ludopatía. Ésta última contiene ramificaciones. El animal puede ganar una carrera por trasunto matemático. Debido a unas corazonadas. O por simple misterio. Para maniobrar tanta tecnología hace falta dedicarle la vida entera. Y los vicios de Ed obedecían a otras conjuras. Pero observar a los caballos temblar de carrera no es indiferente a nadie.
El caballo es el animal más bello del planeta, aseguraba Ed.
Un hombre avezado en cuacos debería apostar, se aproximó Augusto a recomendar.
Uno de caballos nunca sabe lo suficiente, contradijo Ed. Aunque se convierta en abuelo montando.
Sus palabras lo contradecían. Y se arrepintió del comentario. Pero no hizo nada por enmendarlo. Le otorgaba la razón a Augusto. El dogmatismo del indio entonces era necesario.
Existirá el día en que el hombre sepa absolutamente todo sobre el caballo, dijo Ed. Y le pareció que si existía la gloria, era esa. Un espacio donde el alma del hombre y el alma del caballo coexistieran como iguales.
Se escuchó el grito ¡Que comiencen las apuestas! Mr. Mojo Risin susurró a Augusto su predilección. El favorito era el azabache. Era el invicto. Pero el indio recomendó al tordillo. Que pagaba 7 a 1. Montado sobre la raya de cal, el peón agitó un pañuelo nejo y las bestias salieron disparadas. Y con ellas un removimiento de tripas general, gritos, sombrerazos, carcajadas que abultaban panzas y ayayayayays de la concurrencia. El tordillo ganó por un cuerpo. La extrañeza mordiscó a la rancherada. Cómo una magnífica bestia había perdido contra un tordillo masudo.
Consumado el jolgorio inició el comercio. Caballo que ofertaban, caballo al que Ed le angulaba defecto. O se lo inventaba. Así aconteció la mañana, desairó cuanto ejemplar daba paseíllo.
A veces escoger una bestia para tu hija es más duro que elegir una para ti, apreció Ed.
Recordaba con cariño su primer caballo, a los catorce años. Era un paso importante en la vida.
Si una mujer escoge un mal marido llevará una vida desgraciada, decía Ed. Lo mismo ocurre con los caballos.
Y lo último que deseaba era el sufrimiento de su hija. Que una bestia malhumorada le agriara su relación con los equinos de por vida. A la una de la tarde se instauró una pausa para comer. Ed decidió que regresaría a casa.
Me largo, dijo a la recepcionista. Ni un animal me provoca aprecio.
Un vendedor que se registraba en ese momento lo escuchó.
Perdone, no pude evitar parar oreja. No puede marcharse sin catar mis ejemplares. Quédese, a las cuatro de la tarde exhibiré mis animales.
Después de comer, Ed subió a echar una siesta. No podía retornar sin una bestia. Clarita reclamaría su regalo. Rememoró la tarde en que a los diez años se negó a montarse en el pony.
Trépate en Nalgón, le indicó Ed.
No, respondió.
Por qué.
Mi caballo está chaparro.
Fran, ordenó a uno de los peones, jálate la yegua vieja. Me encimas a la niña y la amarras a la silla.
Desde aquel día Clarita renunció a conducirse en pony.
A las cuatro de la tarde se reanudó la puja. El desfile de animales no cautivaba a Ed. Hasta que una yegua lo hizo ponerse de pie. Todos los caballos a la venta tenían un nombre, menos el que le había engordado el ojo. Era una alazana de hermosura sobrenatural. Con tan solo verla desplazarse, Ed supo que era la compañía perfecta para su hija. No se produjo una puja reñida. Sólo otro demandó por el precio de la bestia, pero en cuanto Ed subió la cifra se retiró. Un peón montó la yegua. Era mansa como un algodón de azúcar. El jinete flotaba sobre el lomo. El corral por donde trotaba parecía una extensión del cielo.
Augusto y el indio se acercaron a Ed.
No adquieras ese caballo, urgió Augusto.
Qué, replicó Ed. Mírala.
Mr. Mojo Risin dice que es de mala suerte comprar un caballo sin nombre.
No digas tonterías, Augusto.
No son tonterías, Ed.
No creo en supersticiones.
No compres ese animal, dijo Augusto, y sujetó a Ed por el brazo.
Ed se zafó de la mano de Augusto de un tirón.
Voy a pagar por este ejemplar, dijo y se alejó.
Augusto corrió hasta alcanzarlo.
Ed, recapacita.
Augusto, no entiendo por qué te dejas influir de tal manera por un indio.
No lleves esa yegua a tu casa, Ed.
Nada va a impedir que me haga con el animal.
Bien. Prométeme una cosa, Ed. Prométeme que lo bautizarás. Que le endilgarás un nombre antes de que llegue a tu rancho. ¿Lo prometes?
Nota del editor: La segunda y última parte de “El resucitador de caballos” será publicada en Latin American Literature Today Nro. 13 en febrero de 2020