“Me cautiva el lenguaje de los místicos, especialmente, desde luego, el de los españoles. Tienen el don de acuñar expresiones indelebles para comunicarnos un saber, que es más bien, en última instancia, un no saber”. Con esta frase, extraída de sus Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística (1998), Rafael Cadenas nos da cuenta de un aspecto esencial de la búsqueda emprendida a lo largo de toda su obra poética: alcanzar un lenguaje cada vez más sereno y aplomado, debajo del cual podamos sentir el latido de un estado de gracia, de una sabiduría vital en la que el ser alcance el contacto pleno con lo real.
Su empeño en esta pesquisa, obsesiva y reiterada, tras más de medio siglo desde sus primeros libros hasta el presente, pareciera dejar como evidencias las huellas de un recorrido poético que en su conjunto también podríamos leer como una suerte de bildungspoesie, al modo de las llamadas novelas de aprendizaje o formación (bildungsroman), en la que un sujeto poético entabla consigo, en sucesivas etapas de su obra, periódicas revisiones que lo llevan a variadas formas de autoimpugnación y despojamiento, hasta aplacar la soberbia de un yo primordial y los poderes encantatorios de la palabra propiciadora de embelesamientos y engaños que distraen la atención de lo que, en definitiva, tal sujeto poético desea, y que dicho en algunos versos que transitan su obra, sería: incendiar “los testimonios falaces” y adoptar “la forma directa” (“Reconocimiento”, Falsas maniobras, 1966), cultivar “una voz/sin tretas” (“Al que apenas”, Amante, 1983), no querer “estilo/sino honradez” (“Nunca he sabido de palabras/ tanto como quise”, Gestiones, 1992), y cultivar un modo de decir “sin los aderezos que usa la retórica” (“Matrimonio” , Gestiones).
Tales predicamentos sorprenderían al lector que inadvertidamente explorara esta obra siguiendo un orden cronológico, desde los versos iniciales de su primer libro publicado, Los cuadernos del destierro (1960), en el que un yo desborbado y múltiple, enmascarado de diversos modos, fabula sobre (y desde) un espacio maldito, habitado por estigmas y atavismos ancestrales:
Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor.
Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben —o lo suponen— quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus vocablos. De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.
No obstante, pronto el lector habría de encontrar lo que podríamos llamar las trazas de la “transformación” de la conciencia de ese sujeto poético que recorre toda la obra de Cadenas, y que se hace patente con plenitud a partir de los libros Memorial e Intemperie, ambos de 1977. Ya antes, desde el primer poema de su siguiente libro, Falsas maniobras (1966), constataría el inicio de la despedida de aquel hablante poético, que investido con las galas de personaje, se ha declarado víctima del extravío:
Hace algún tiempo solía dividirme en innumerables personas. Fui sucesivamente, y sin que una cosa estorbara la otra, santo, viajero, equilibrista.
Para complacer a los otros y a mí, he conservado una imagen doble. He estado aquí y en otros lugares. He criado espectros enfermizos.
Cada vez que tenía un momento de reposo, me asaltaban las imágenes de mis transformaciones, llevándome al aislamiento. La multiplicidad se lanzaba contra mí. Yo la conjuraba.
Hasta encontrar quizás las primeras evidencias de esa nueva búsqueda que perfilará el resto de su obra, aquélla que aspira otra forma de conciliación con la realidad, la palabra y la vida, en los versos finales de ese mismo poema, en los que se nos dice: “Tal vez el secreto de lo apacible esté allí, entre líneas, como un resplandor innominado, y mi soberbia injustificada ceda el paso a una gran paz, una alegría sobria, una rectitud inmediata./Hasta entonces.”
Lo cual, por otra parte, no deja de resultar engañoso, pues si en efecto, en su conjunto, la obra poética de Cadenas se nos ofrece a primera vista como una tentativa a ratos díscola, frecuentada por rupturas, donde en el tiempo se han acumulado y superpuesto una diversidad de modulaciones, registros y formas poéticas (versículos, poemas en prosa, aforismos, epigramas, apuntes, notas, versos breves, etc) toda ella se funda y se edifica sobre los mismos pilares, los pocos asuntos que en lo temático la ciñen: el yo como obstáculo o impedimento para lograr un estado de compenetración con la realidad; la otredad en sus múltiples derivaciones (los continuos y amenazantes desdoblamientos y enmascaramientos del yo, pero también la posibilidad de comunión y complementariedad espiritual con la amada, cuerpo y alma afines al deseo místico); la indagación en la experiencia de lo real, en el misterio esencial, no como ideación sino como imperativo de la dimensión sensible del ser; el lenguaje como paradoja: artificio que nos aleja de esa experiencia pero en cuyo fondo permanece latente, de modo inmanente, la posibilidad de vínculo con ella; la atención, la detención en el instante, en el suceder, la celebración de aquello que se revela tras la aceptación de un estado de ignorancia fundamental; o el exilio y el desarraigo como condiciones inherentes al desasosiego de existir, y la nostalgia por un estado primigenio de unidad elemental, trasmutada en ocasiones en una geografía aislada en la que la naturaleza sensual y enigmática sirve como correlato de tal situación anímica.
Así también, tras ese sujeto poético cada vez más alejado del dominio de los artificios verbales nos encontramos con el poeta, Rafael Cadenas, cada día más desapercibido de las implicaciones “naturales”, propias del campo literario en el que se inscribe su obra. Este hecho asombra, además, si consideramos el importante impacto que tuvo en su momento, en el campo poético venezolano, la aparición de Cuadernos del destierro, cuyo “introito”, al cual nos hemos referido anteriormente (“Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes”), “todo venezolano culto conoce de memoria”, tal como ha afirmado y compartimos con Ana Nuño; pues en lugar de continuar la senda que sus lectores hubieran esperado —y de antemano celebrado— y que a Cadenas seguramente le hubiera significado un inmediato incremento del “capital simbólico” que ya había comenzado a cosechar, muy por el contrario, como resultado de una acendrada conciencia crítica, prefirió optar por una dicción regida por la la “limpidez de la percepción”, tal como lo ha señalado Guillermo Sucre y la revelación de la inmediatez. Desde tal perspectiva resulta más admirable aún la elección de un camino que, en una primera impresión, supuso, una ruptura “radical”, pero que con el tiempo nos ha dejado como legado los frutos del ejercicio irrenunciable de una muy particular fidelidad a la honradez intelectual. “Ahora —como ha señalado José Balza— podemos comprender mejor la extraña unidad de esta poesía: desde la intuición puberal hasta la luz adulta, desde la ceguera hasta el instinto y la inteligencia flexible”.
Esa misma honradez intelectual, cuya “flexibilidad” es ciertamente uno de sus atributos sustantivos, ha posibilitado el ejercicio pleno de una autocrítica vigilante, capaz de impugnar o marcar distancias con respecto a los aparentes logros de su propia obra. Ello ha sucedido, por ejemplo, con un texto tan emblemático y celebrado como el poema “Derrota”, que desde el momento de su publicación en 1963, se convirtió en una especie de estandarte de las frustraciones de toda una generación de jóvenes que en la Venezuela de comienzos de la década de los 60 vio en la lucha armada una posibilidad cierta de alcanzar la concreción de una sociedad más justa y soberana. Poema en el que entre otras cosas se afirmaba lo siguiente:
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
[…]
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas
y por otras cuya enumeración sería interminable
Hoy en día, el mismo Cadenas se siente muy ajeno a ese poema y a las presunciones implicadas en él, del mismo modo que podría sentirse distante de muchos de los postulados que pudieron cautivarlo en lo político y lo poético en sus años de juventud. Consecuente con una actitud atenta a los riesgos de hacer de la palabra impostación y sumisión a toda forma de encantamiento —entre las cuales está también el poder— la vida le ha enseñado a redoblar previsiones contra los dogmas e ideologías, que soberbiamente intentan imponerse como soluciones, erigidas siempre sobre la convicción de ser poseedoras de la verdad.
Así mismo, tras haber conformado una obra poética, sin dudas ya consolidada, podemos apreciarlo hoy lejos de modas, de afanes experimentales, de pretensiones innovadoras que le permitan exhibir nuevos carteles en la cofradía de los ismos literarios, pues su tentativa habita un campo que se desentiende de tales pugnas. Sin vocación de escandalizar, duda de su condición de poeta, según dice “personas algo distraídas” lo “tienen por escritor”. Por eso afirma también:
Cuando veo la mayor parte de la poesía que se publica en el mundo siento que estoy lejos de ella. No puedo escribir así, es una sensación. Al lado de eso me veo desmañado. Pienso con admiración en los poetas a quienes, apenas se ponen a escribir, se les llenan las manos de brillos. […] Me sostengo en mi flaqueza. Hablo desde mis deficiencias. Soy simplemente un hombre que no respira bien, y la poesía apenas alivia.
Afirmación que condice con muchos de sus textos, como cuando afirma en los versos de un brevísimo poema de Memorial: “Estas líneas/no son poemas/respiraderos…”. Su búsqueda se inscribe, por tanto, en otros ámbitos sin querer ser tampoco ni antipoesía ni contrapoesía. Distante también de las invocaciones nacionalistas y desde una perspectiva que supera las estrecheces de lo regional, más que interesarse en su rol como poeta, su pesquisa, en tanto custodio de la lengua, quizás consista en lograr conciliar la palabra y el silencio, no con fines estéticos sino sobre todo como emprendimiento ontológico. Ajeno también a toda disposición órfica, más que canto, música y embelesamiento, busca en la palabra resonancias de su gravedad original. Su tarea, digamos su oficio, es hurgar en el lenguaje aquellas señales que nos siguen hablando desde el silencio, que nos recuerdan la plenitud de ese primer contacto con el mundo, cuando la faena de la palabra era (des)cubrir, quitar velos: hacer vivencia, experimentar con (y desde) el verbo el misterio esencial de la existencia.
En este combate y esta paradoja se esconde el impulso religioso que, desentendido de ortodoxias e instituciones, se hace manifiesto en una inocultable devoción verbal que lo obliga por un lado a decir, en una emblemática “Ars poética”, poema final del libro Intemperie: “Que cada palabra lleve lo que dice./Que sea como el temblor que la sostiene./Que se mantenga como un latido”, y por otro a afirmar en uno de los muchos aforismos que resuenan en las páginas de Memorial: “La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos,/nadie sabe por qué”. Esa inevitabilidad y esa insistencia son consecuencia de una urgencia por interpelar el asombro, por inquirir a la vida acerca de su sentido. Con ese propósito su pensamiento ha encontrado cauce tanto en su expresión poética como en su labor ensayística. Y aunque en realidad poesía y pensamiento son términos indisociables en su obra, resulta limitante e insuficiente leer aquélla desde la óptica exclusiva de éste. Así, podría decirse, sirviéndonos de una comparación: si en el caso de la poesía de san Juan de la Cruz, el mismo poeta intentó explicarle al lector el alcance y sentido de sus textos (por fortuna sin fortuna); Cadenas, por el contrario, lidia con las palabras consciente de la imposibilidad de someterlas a cortapisas que las confinen a ser meros canales de transmisión de las ideas conglomeradas alrededor del poema, al momento de su escritura. A pesar de sus empeños para que las palabras “lleven lo que dicen”, sabe, en realidad, que es inútil pretender domesticar su impulso; sabe que “dicen”, precisamente, porque viven en constante pugna por salvaguardar los grados de libertad que les confiere el poema. En uno de ellos, titulado “Las paces”, perteneciente a su libro de poemas Sobre abierto (2012), nos muestra a un hablante poético consciente de tal conflicto. Allí dice: “Lleguemos a un acuerdo, poema./ Ya no te forzaré a decir lo que no quieres/ ni tú te resistirás tanto a lo que deseo./ Hemos forcejeado mucho”.
Este texto, por otra parte, sirve de testimonio de la ardua vigilancia autorreflexiva que ha tensado el “hilo del discurso” tejido por el hablante de esta obra poética, quien a lo largo del tiempo ha elegido desplazarse desde el verbo desbordado y la imaginación alucinatoria presente, como hemos apuntado, en Cuadernos del destierro, hasta el ascetismo verbal, dominante y persistente, que encontramos a partir de Intemperie y Memorial, y que mediante diversas modulaciones de mantiene vigente hasta su libro de poemas más reciente, Sobre abierto.
Tal vez, la señalada divergencia entre el historial de registros poéticos que se suceden en parte de esta obra y la unidad del pensamiento que la sustenta encuentre en una figura como la del poeta británico John Keats la simbolización de esa aparente y ocasional dualidad entre el decir y el pensar. En su libro ensayístico Realidad y literatura, publicado en 1979, Cadenas acude a una célebre carta escrita por el poeta inglés a Richard Woodhouse para plantear la oposición entre el “camaleón poeta” , aquél que choca al “filósofo virtuoso” y que “carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro”, y la otra especie distinta de poetas, la “egotista sublime” representada por Wordsworth. Cadenas privilegia la opción de Keats, por cuanto ella supone la aceptación, por parte del poeta, de la anulación del ego, a fin de hacerse en y con los otros. Cualidad que lleva a Keats a admitir que: “ninguna palabra que yo pronuncie puede ser considerada como una opinión proveniente de mi identidad; ¿cómo podría serlo si carezco de naturaleza?”. Tal deseo de anulación del “yo” implica no sólo el ansia de la “nada” (“Sé/que si no llego a ser nadie/habré perdido mi vida”, nos dice Cadenas en un texto de Memorial) sino también el peligro de la adecuación mimética al imperio de lo otro, donde cabe también la dicción poética. Y en efecto, en un recorrido por los libros y poemas sueltos que conforman la primera parte de su obra (Cuadernos del destierro, 1960; “Derrota”, 1963; y Falsas maniobras, 1966) encontramos un lenguaje y un universo simbólico que aunque sin duda están regidos por el peso de la impronta de lo que podríamos llamar “la gravedad verbal” de toda la poesía de Cadenas, registran también el claro influjo de voces como las de Rimbaud, Ramos Sucre, Pessoa o Michaux, lecturas que en su momento le fueron cercanas. Sin embargo sus filiaciones mayores las encuentra —según lo ha expresado— más que en la poesía en las posturas vitales y en la visión de mundo de poetas y escritores como Rilke, Whitman, D.H. Lawrence o Aldous Huxley, artistas en los que percibe una búsqueda —a través de la literatura— “que trasciende la literatura” y que de algún modo él emparenta con lo que ha sido su propio postulado: “la labor de aprender a ser nadie” (“Para ti el aprendizaje…”, Memorial).
Ese reclamo permanente de anteponer la vida a lo literario es el que señalará, en buena medida, el curso de su obra poética: viaje del desborde verbal al ascetismo; de la catarsis y el embrujo de la palabra, al ansiado silencio y el despojamiento. Trayecto entre el estallido y la calma que nos recuerda lo que la física hoy nos predica, y que desde muy antes ha permanecido en el saber religioso de las culturas ancestrales: antes de todo estuvo el misterio de la nada. El mismo Cadenas, en el libro sobre san Juan de la Cruz, referido al inicio de estas páginas, nos lo advierte al señalar los arrebatos que el cientificismo le ha hecho al ser humano y que la ciencia le “ha devuelto con creces”, al reivindicar ese estado de ignorancia fundamental que surge de constatar que “mientras más se sabe, mayor es la perplejidad”. Quizás una análoga postura es la que ha determinado su visión de la vida respecto de la literatura, interesándose en esta última, sólo en tanto compromiso con la búsqueda de iluminaciones, de revelaciones que nos ayuden a habitar el misterio de existir.
Arturo Gutiérrez Plaza
Universidad Simón Bolívar