Desde que empecé a trabajar sobre estéticas que retratan la crisis ecológica, he notado que se ha instalado en el imaginario global un discurso escatológico. Me refiero a narrativas que comprenden desde lo mediático a lo literario, lo cinematográfico o lo artístico. En cierto modo, ha habido un desplazamiento de la idea de crisis a la idea de fin: fin de las especies, deforestación, incendios hiperbólicos que exceden algunas de las fantasías más desorbitadas de la ficción y el cine, glaciares que se desvanecen, un planeta que se reduce mientras que se puebla de desechos y basura. Desde ríos contaminados, hasta océanos cuyos corales se han emblanquecido, calles y ciudades bajo el agua, brutales huracanes que inundan y arrasan autos, postes, edificios, personas. Se trata de un repositorio de imágenes sin referentes que subiremos a los archivos de la memoria para recordar cómo fue el mundo previo a toda intervención antropogénica. Apocalipsis, del griego apokálypsis, significa revelación. Pero así también lo efímero. Lo que ya no está. El ayer, podría ser. O el antes.
La violencia lenta de la degradación ambiental, como la definió Rob Nixon en Slow Violence and the Environmentalism of the Poor (2011) es invisible, casi intangible, aunque capaz de permear poco a poco la materialidad de los organismos vivientes. El fotógrafo Pablo Ernesto Piovano ha retratado las deformaciones producidas por los herbicidas y pesticidas en la producción de la soja transgénica en el espacio rural argentino. Los sujetos retratados por Piovano padecen de enfermedades disímiles como la ictiosis, enfermedad que causa sequedad en la piel y que, en el caso de Lucas Techeira —un niño que en uno de sus retratos tiene 3 años—, es causada porque su madre estuvo en contacto con el glifosato durante su embarazo.
Distancia de rescate (2014; uso la edición de Random House del 2015) de Samanta Schweblin hace eco de esta problemática, aunque es mucho más que eso. Distancia es una novela sobre mutaciones y monstruosidades, sobre un imaginario en el que una discursividad acerca del fin —la muerte prematura, la muerte generalizada, la mutación de chicos en seres deformes, casi fantasmagóricos— como así también la agonía en ciernes sobre ese mismo fin, se traduce en la materialidad de la palabra. A su vez, Distancia aborda la maternidad, la exasperación de perder a un hijo o una hija, sea metafórica o literalmente y la desesperación, asimismo, de ver a un hijo transformado en una monstruosidad, un sujeto irreconocible que menoscaba las bases que la crianza maternal y/o paternal erige a diario como monumento a su propia razón de ser. Según la autora en una reciente entrevista respecto al próximo rodaje de su novela, Distancia es, además, una historia sobre la aberración de lo perfecto. Es decir, una indagación sobre el costo de lo bello y los efectos colaterales que esta búsqueda entraña.
Distancia narra la historia de Amanda y su hija Nina, quienes vienen de la ciudad (Buenos Aires) a pasar el verano en el campo, y la de Carla y su hijo David, quienes residen en el espacio rural, donde David ha sido envenenado antes del presente de la narración, y cuya historia a través de Carla dispara la acción. No sólo David se ha contaminado por su contacto con el agua de un arroyo en el que, se presume, se desechan herbicidas y pesticidas, sino que los envenenamientos ocurren con frecuencia, apropiándose en el texto del cuerpo de Amanda y del de su hija. El diálogo con David, que abre el relato en la primera página, describe los efectos del veneno como “gusanos”, esto es, una sustancia invisible que experimentan los residentes del pueblo: “gusanos, en todas partes”. El diálogo, que intenta recuperar a través de la memoria de Carla “el punto exacto en el que nacen los gusanos” precisa ahondar, escarbar en los “detalles” porque es allí, justamente, donde anida el nudo de la historia. Mientras Amanda rememora, el texto inserta al diálogo fragmentos del pasado que intercalan, a su vez, otro diálogo, esta vez entre Carla y Amanda. Así, el lector se entera que cuando Carla refiere a David, su hijo, utiliza la forma del pasado: “Cuando David nació era un sol”, un chico que “[s]onreía todo el día” y a quien lo que “más le gustaba era estar afuera”. Pero justamente el “afuera”, el espacio “natural” en Distancia, consiste en una espacialidad amenazante, un territorio transformado por la implementación tecnológica cuyo fin ultimo consiste en maximizar la producción agrícola —especialmente, aunque no de manera exclusiva, de la soja. El espacio natural, de este modo, deviene un espacio manufacturado para la explotación económica. No sólo la misma idea de “naturaleza prístina”, “virgen” e “intocada” se ha ido disipando con los avances del progreso y el desarrollo económico, sino que el espacio natural no modificado por la acción antrópica ha, prácticamente, desaparecido. Como señala el sociólogo inglés Anthony Giddens en Conversations with Anthony Giddens. Making Sense of Modernity (1988), es el fin de la naturaleza, en la medida en que ya no quedan lugares, vestigios, que no hayan sido intervenidos, pero es también el corolario de los cambios tecnológicos que se han intensificado de forma definitiva. El mundo “natural”, por lo tanto, fue sustituido por un mundo “post-natural”, como dice Bill McKibben en The End of Nature (2003).
Es en este intensificado espacio post-natural donde David, cuando tiene alrededor de tres años de edad, se enferma. Sabemos por ese hilo conductor que es el relato agonizante de Amanda, que el marido de Carla, Omar, criaba caballos de carrera, y que un día uno de ellos se escapó. Cuando Carla fue a buscarlo junto a David, este último, en un breve descuido, “se había acuclillado en el riachuelo” y tenía “las zapatillas empapadas, había metido las manos en el agua y se chupaba los dedos”. A su lado, descansaba un pájaro muerto. Al día siguiente, es el mismo caballo que se había escapado el que reaparece con “los párpados tan hinchados que no se le veían los ojos”. Más aún, tenía “los labios, los agujeros de la nariz, toda la boca tan hinchada que parecía otro animal, una monstruosidad”. La historia se desencadena con una prolepsis: Carla en pánico, consciente del eventual “desastre” ya que, lo “que sea que hubiera tomado el caballo lo había tomado también mi David”, se precipita en busca de alguien que “le salvara la vida” a cualquier costo. Este descuido maternal, “a veces no alcanzan todos los ojos, Amanda”, esa negligencia fatal es lo que dará nombre a la novela. De este modo, Amanda se pregunta a sí misma (o le pregunta a Carla o a David, dado que esa primera persona que dialoga con este último es la misma que rememora, siempre en busca de aquel punto exacto, los detalles):
Me pregunto si podría ocurrirme lo mismo que a Carla. Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo “distancia de rescate”. Así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería.
La maternidad se inserta en un juego doble, donde la toxicidad es más bien ubicua. Para no perder a su hijo, Carla lo lleva a “lo de ‘la mujer de la casa verde’” quien le sugiere “intentar una migración” que lo salve, dado que la intoxicación que sufre “va a atacarle el corazón”. Como solución, le mudarían el “espíritu” de David “a otro cuerpo” ya que “parte de la intoxicación también se iría con él”. Este es, en parte, el relato de Carla. Amanda, por su lado, reconstruye por medio del diálogo que hilvana la historia, su propia experiencia con su hija Nina en el pueblo, donde ya aparecen los signos de una extrañeza, un horror, que la irán marcando: la nena que renguea y parece “un mono”, el perro al que “le falta una pata trasera” o el pato que se desploma sobre la tierra, “completamente muerto”, como otros tres más que habían descubierto, “tirados en el piso”. La distancia de rescate entre Amanda y Nina se rompe cuando ésta última se empapa con el “rocío” del pasto al sentarse a mirar unos hombres que descargan bidones cerca de una caballeriza. También Amanda está mojada. Sentadas a la sombra de los árboles, sobre sus troncos, en un espacio rural donde los “campos de sojas se abren a los lados”, madre e hija gozan del “verde” que las rodea sin saber que ya sus cuerpos comienzan a experimentar el veneno del glifosato.
El relato de Amanda es una voz, una toxicidad discursiva, que brota de un cuerpo que se encuentra recostado, tendido. Es un cuerpo inmovilizado y que no responde. Como el de los caballos, los patos, el perro, u otros animales de los alrededores, el cuerpo de Amanda se inserta en un campo rodeado de sembrados, en cuyo pueblo los chicos —como ella misma, desde el inicio de la narración— se concentran en una salita de espera en un hospital precario, sin médicos, para recibir atención en un momento en que ya “[n]o pueden escribir” porque “no controlan bien sus brazos […] su propia cabeza, o tienen la piel tan fina que, si aprietan demasiado los lápices, terminan sangrándoles los dedos”. Se trata de una historia de cronologías alteradas, donde pesticidas como diazinón y malatión, y herbicidas como glifosato, se infiltran a través de todos los canales vitales para la sobrevivencia humana (el aire a través de las fumigaciones, el agua en los desagües de químicos en los arroyos, y el pasto que contiene y absorbe los rocíos diarios), se introducen en los cuerpos (humanos y no humanos por igual), alterando las fisonomías físicas, el paisaje, y el entorno construido, desnaturalizándolos. Allí, los “chicos son extraños”, muy pocos nacen sanos, y la mayoría tiene deformaciones: “no tienen pestañas, ni cejas, la piel es colorada […] y escamosa también”. Sus cuerpos, como el de David, devienen monstruosidades: una aberración causada por la máquina implacable e invisible de un biocapitalismo salvaje (al decir de Kelly Fritsch en “Toxic Pregnancies – Speculative Futures, Disabling Environments, and Neoliberal Biocapital”) que empuja de manera indiscriminada humanos y no humanos hacia un abismo de mutaciones y cuerpos poseídos.
Si la ciudad aparece representada como el espacio del “ruido”, “la mugre” y el “congestionamiento de todas las cosas”, es el mismo David quien no duda en calificar este último como un “lugar mejor”, en comparación con el campo, el espacio rural y locus de la contaminación. Es curioso, no obstante, que la relación que entablan los personajes con este último funcione como uno en el que se reproduce la cultura de la modernidad. Esto es, en la novela, Amanda y Nina no se desplazan al entorno natural con el objeto de fomentar una suerte de biocentrismo, es decir, de fusionar sus estilos de vida con uno que promueva la preservación de la naturaleza a partir de –consciente o inconscientemente– nociones cada vez más apremiantes, como los derechos intrínsecos de la naturaleza y de todos sus organismos (animales, vegetales, minerales) a existir. Tampoco aparece el campo desde una perspectiva holística, esto es, como un ecosistema que preserve la diversidad de las especies a partir de una posición sustentable. Las mujeres que protagonizan la novela son mujeres blancas, de clase media, y que no se involucran con el espacio rural. Traen al campo la cultura urbana. Pero cuando el espacio rural se torna en peligro, ese beatus ille deviene entonces una pesadilla. Cuando David le pregunta a Amanda por qué creyó que Carla “tampoco era del pueblo”, ésta le contesta: “Quizá porque se la veía tan sofisticada con sus blusas coloridas y su gran rodete en la cabeza, tan simpática, distinta y ajena a todo lo que la rodeaba”.
Hacia el final de Distancia, el marido de Amanda regresa a la ciudad, dejando a sus espaldas el campo, y sin mirar atrás, queriendo quizá borrarlo de su memoria para siempre. Por eso, ya no “ve los campos de soja, los riachuelos entretejiendo las tierras secas, los kilómetros de campo abierto sin ganado”. El espacio rural, la pampa argentina, abandona el mito ganadero y se instala dentro de otra mitología, la del boom de la producción sojera. El espacio natural, entonces, aparece degradado por la acción de los hombres. Es claro que son éstos quienes aquí representan la mayor amenaza de los sistemas naturales.
Distancia registra, por otra parte, una serie de discapacidades que se traducen en la inmovilidad de Amanda, quien yace postrada, como así también en la ceguera de los personajes contaminados (“todo está tan blanco”), en las deformaciones (la “nena de la cabeza gigante”), o, incluso, en el “dolor de cabeza”, las “náuseas”, las “úlceras de la piel”, los “vómitos con sangre” y los “abortos espontáneos”. La relación materno-filial que aparece representada a través de la estructura doble Amanda-Nina y Carla-David, se inserta en un espacio donde a su vez se redefinen la relación entre el sujeto y su hábitat. Aquí, los cuerpos receptores de una naturaleza devenida mero “recurso económico” consisten en metáforas horríficas de la continua explotación —agricultora, minera, petrolera, floricultora, nuclear, entre otras— de un mundo natural que también se ha ido reconfigurando. Distancia, además de ser una novela cuya tensión —no solo la materno-filial sino la que se entabla entre lector-relato— se dilata y se vuelve rígida conforme avanza la historia, es una ficción cuyos cuerpos exacerban las especulaciones apocalípticas que la era del Antropoceno nos advierte. Quizá la urgencia que nos empuja a leerla sea la misma que nos obliga a repensar la idea misma de futuro, a partir del hoy. Este presente en el que aún es posible vislumbrar la materialidad de la catástrofe.
Gisela Heffes
Rice University