Nota del editor
Jawbone, una traducción de la novela Mandíbula (Candaya, 2018) de Mónica Ojeda, es el más reciente proyecto de la traductora Sarah Booker. Los derechos sobre la novela en inglés actualmente están disponibles.
Abrió los párpados y le entraron todas las sombras del día que se quebraba. Eran manchas voluminosas —“La opacidad es el espíritu de los objetos”, decía su psicoanalista— que le permitieron adivinar unos muebles maltrechos y, más allá, un cuerpo afantasmado fregando el suelo con un trapeador para hobbits. “Mierda”, escupió sobre la madera contra la que se aplastaba el lado más feo de su cara de Twiggy-fa- ce-of-1966. “Mierda”, y su voz sonó como la de un dibujo ani- mado en blanco y negro un sábado por la noche. Se imaginó a sí misma donde estaba, en el suelo, pero con la cara de Twi- ggy, que era en realidad la suya salvo por el color-pato-clásico de las cejas de la modelo inglesa; cejas-pato-de-bañera que no se parecían en nada a la paja quemada sin depilar sobre sus ojos. Aunque no podía verse sabía la forma exacta en la que yacía su cuerpo y la poco grácil expresión que debía tener en ese brevísimo instante de lucidez. Aquella completa conciencia de su imagen le dio una falsa sensación de control, pero no la tranquilizó del todo porque, lamentablemente, el autoconocimiento no hacía a nadie una Wonder Woman, que era lo que ella necesitaba ser para soltarse de las cuerdas que le ataban las manos y las piernas, igual que a las actrices más glamurosas en sus thrillers favoritos.
Según Hollywood, el 90% de los secuestros terminan bien, pensó sorprendida de que su mente no asumiera una actitud más seria en un momento así.
Estoy atada. ¡Qué increíble que sonaba esa declaración en su cabeza! Hasta entonces “estar atada” había sido una metáfora sin esqueleto. “Estoy atada de manos”, solía decir su madre con las manos libres. En cambio ahora, gracias al espacio desconocido y el dolor en sus extremidades, estaba segura de que le estaba ocurriendo algo muy malo; algo similar a lo que ocurría en las películas que a veces miraba para escuchar, mientras se acariciaba, una voz como la de Johnny Depp diciendo: “With this candle, I will light your way into darkness” —según su psicoanalista, aquella excitación que la acompañaba desde los seis años, cuando empezó a masturbarse sobre la tapa del váter repitiendo líneas de películas, respondía a un comportamiento sexual precoz que tenían que explorar conjuntamente—. Siempre imaginó la violencia como una consecución de olas que escondían piedras hasta que se estrellaban contra la carne de algo vivo, pero nunca como ese teatro de sombras ni como la quietud interrumpida por los pasos de una silueta encorvada. En clases, la profesora de Inglés les hizo leer un poema igual de oscuro y confuso. Sin embargo, memorizó dos versos que, de pronto, en esa posible cabaña o habitáculo de madera crujiente, empezaron a tener sentido:
There, the eyes are sunlight on a broken column.
Sus ojos tenían que ser eso ahora: luz de sol en una columna rota —la columna rota era, por supuesto, el lugar de su secuestro; un espacio desconocido y arácnido que parecía el reverso de su casa—. Había abierto los ojos por error, sin pensar en lo difícil que sería alumbrar aquel rectángulo sombrío y a la secuestradora que lo limpiaba como una ama de casa cualquiera. Quiso no tener que preguntarse por asuntos inútiles, pero ya estaba afuera de sí misma, en la maraña de lo ajeno, obligada a enfrentar lo que no podía resolver. Mirar las cosas del mundo, lo oscuro y lo luminoso cosiéndose y descosiéndose, el cúmulo de lo que existe y ocupa un lugar dentro de la histriónica composición del Dios drag-queen de su amiga Anne —¿qué diría ella cuando se enterara de su desaparición?
¿Y la Fiore? ¿Y Natalia? ¿Y Analía? ¿Y la Xime?—; todo en los ojos ardiéndole más que ninguna otra fiebre era siempre un accidente. Ella no quería ver y dañarse con las cosas del mundo, pero ¿qué tan grave era la situación en la que se en- contraba? La respuesta anunciaba una nueva incomodidad: un levantamiento en la llanura de su garganta.
El cuerpo fregador del suelo se detuvo y la miró, o eso creyó ella que hizo, aunque a contraluz no pudo ver más que una figura parecida a la noche.
—Si ya te despertaste, siéntate.
Fernanda, con el perfil derecho aplastado contra la madera, soltó una risa corta e involuntaria de la que se arrepintió poco después, cuando se escuchó y pudo comparar el ruido de sus instintos con el llanto de una comadreja. Cada segundo que pasaba entendía mejor lo que le estaba ocurriendo y su angustia subía y se extendía por el espacio a media penumbra como si escalara el aire. Intentó sentarse, pero sus escasos movimientos fueron los de un pez convulsionando sobre sus propios terrores. Ese último fracaso la obligó a reconocer el patetismo de su cuerpo ahora agusanado y le provocó un ataque de risa que fue incapaz de controlar.
—¿De qué te ríes? —preguntó, aunque sin verdadero interés, la sombra viva mientras exprimía el trapeador para hobbits en la silueta de un cubo.
Fernanda hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para detener la risa de encías que la colmaba y, cuando por fin pudo recobrar el sentido de sí, avergonzada por el poco dominio que tenía sobre sus reacciones, recordó que había estado imaginándose en el suelo con un vestido azul eléctrico, como una versión moderna de Twiggy secuestrada, top-model- always-diva hasta en situaciones límite, y no con el uniforme del colegio que en realidad usaba: caliente, arrugado y oloroso a suavizante.
La decepción tenía la forma de una falda a cuadros y una blusa blanca manchada de ketchup.
—Sorry, Miss Clara. Es que no puedo moverme.
El cuerpo arrimó el trapeador a una pared y, limpiándose las manos sobre la ropa de aspirante a monja, caminó hacia ella emergiendo de las sombras afiladas a una luz dura que le descubrió la carne rosa de pelícano desplumado. Fernanda mantuvo la mirada fija en el rostro ovíparo de su profesora como si fuese vital ese instante de lupa en el que pudo verle unas venas moradas, nunca antes identificadas, en las mejillas. ¿No que esas vergas solo salían en las piernas?, se preguntó cuando unas manos demasiado largas la levantaron del suelo y la sentaron. Pero por más que intentó aprovechar la cercanía con Latin Madame Bovary no pudo verle ninguna palabra atorada en los gestos. Había personas que pensaban con el rostro y bastaba aprender a leerles los músculos de la frente para saber de qué inundaciones procedían, pero no cualquiera tenía la habilidad de dilucidar los mensajes de la carne. Fernanda creía que Miss Clara hablaba un idioma facial primigenio; un lenguaje a veces inaccesible, a veces desnudo como un páramo o un desierto. No se atrevió a decir nada cuando la profesora volvió a alejarse y las sombras cambiaron de lugar. Así, sentada, pudo estirar sus piernas atadas con una cuerda de color verde —la misma que usaba en el colegio para saltar durante las clases de educación física— y ver los mocasines limpísimos que la Charo, su nana, le había limpiado el día anterior. Al fondo, dos ventanales que ocupaban la parte superior de la pared le permitieron ver un follaje exuberante y una montaña o un volcán de cima nevada que le hizo saber que estaban fuera de su ciudad natal.
—¿En dónde estamos?
Pero esa no era la pregunta que más importaba: ¿por qué me ha secuestrado, Miss Clara?, debió haber dicho, ¿por qué me ha atado y sacado de la ciudad de los charcos de agua puerca, zorra-mal-cogida-hija-de-la-gran-puta? ¿Eh, puta de mierda? En cambio aguantó el silencio con la resignación de a quien se le cae el techo encima y empezó a llorar. No porque estuviera asustada, sino porque otra vez su cuerpo hacía cosas sin sentido y ella no podía soportar tanto caos destruyéndole la conciencia. El autoconocimiento se le había resquebrajado y ahora era una desconocida a la que podía imaginar por fuera pero no por dentro. Temblando, observó con odio el cuerpo de su profesora moverse como una rama sin hojas mientras fregaba el suelo. Trozos de cabello negro le rozaban la man- díbula ancha —el único rasgo de esa cara de diario que era poco común—. A veces, cuando sonreía, Miss Clara parecía un tiburón o un lagarto. Una apariencia así, decía su psicoanalista, era discreta en su agresividad.
—Quiero irme a casa.
Fernanda esperó alguna respuesta que aliviara su ansiedad pero Miss Clara López Valverde, de treinta años, 1,68 metros de estatura, 57 kilos, pelo a la altura de las tetas, ojos de artrópodo y voz de pájaro a las seis de la mañana, la ignoró como cuando en clases le preguntaba cuánto faltaba para que sonara el timbre y pudiera salir al recreo, sentarse en el suelo con las piernas abiertas, decir palabras obscenas o mirar las cosas del mundo —que en el colegio eran siempre más reducidas y miserables que en ninguna otra parte—. Debió haber preguntado: ¿hasta cuándo estaré aquí, estúpida perra de orto sangrante? Pero las preguntas importantes no le salían de las entrañas con la misma facilidad que el llanto y la ira pelándole las muelas tan distintas a las de Miss Clara y a las que pintaba Francis Bacon, el único artista que recordaba de su clase de Apreciación al Arte y que, además, le hacía pensar en películas de terror viejas con la dentadura rabiosa de Jack Nicholson, Michael Rooker y Christopher Lee. Dientes rechinando y mandíbulas: esa fuerza guardada en los huesos no habitaba en su boca; llorar como lo hacía, con vergüenza y odio, era igual que desnudarse en la nieve de la mente de Miss Clara. O casi.
Paseó los ojos por el lugar que la encerraba y comprobó que la cabaña era pequeña y lóbrega; el hogar ideal para el gusano que ahora era, la guarida donde tendría que aprender a desvertebrarse para sobrevivir. De repente, el frío empezó a temblarle las manos y comprendió que estar fuera de Guayaquil era flotar dentro de un vacío suspendido en el que no podía proyectarse. Ese vacío, además, se suspendía en la respiración de Miss Clara y carecía de futuro. ¿Y si la muy zorra me sacó del país?, se preguntó aunque pronto desechó aquella posibilidad —no podía ser tan fácil sacar a una adolescente sin documentos, completamente dormida y maniatada, al extranjero—. Entonces intentó reconocer aquella montaña o volcán que se veía por la ventana, pero su conocimiento de las jorobas terrestres de su país-pulga-de-América-del-Sur se reducía a unos cuantos nombres rimbombantes y a unas pequeñas imágenes incluidas en su libro de geografía. La costa de orillas ocres, el calor y un río corriendo con el dramatismo del rímel sobre un rostro que llora, era lo único que su cuerpo identificaba como hogar, aunque lo odiara más que a ningún otro paisaje. “El puerto es una piel de elefante”, decía un poema que Miss Clara les había hecho leer en clase y con el que todas hicieron aviones que impactaron contra el pizarrón. Lo que veía a través de la ventana, sin embargo, era otro tipo de bestia. Maldito trozo de tierra en las nubes, pensó endureciéndose como una roca, y luego miró a su profesora con todo el desprecio que se había forzado a ahogar bajo las pestañas.
—Usted va a joderse por esto.
La silueta dejó de fregar y, durante varios segundos, pareció una pieza de arte contemporáneo en medio de la estancia. Fernanda esperó con paciencia alguna reacción que iniciara un diálogo, una voz que desequilibrara el silencio, pero ninguna palabra ocurrió. En cambio, Miss Clara atravesó la penumbra y salió por una puerta que, al abrirse, se tragó toda la luz de la tarde e iluminó el interior de la cabaña. Fernanda escuchó agua salpicando contra alguna firmeza, el ruido del viento despeinando los árboles y pasos que se agrandaban, pero antes de que la luz volviera a desaparecer vio un revólver brillando como un cráneo en el centro de una mesa larga.
Y su rabia reculó.
—No —dijo Miss Clara cuando ya era de nuevo una sombra—. Eres tú quien va a tener que joderse ahora.
Fernanda la vio acercarse y cerró los ojos. Algo estaba haciendo ese cuerpo de rama detrás del suyo. Un aliento vaporoso se derramó sobre su nuca y, después, sintió las cuerdas aflojándose alrededor de sus muñecas. El dolor de la libertad llegó con una tibieza que le recorrió los brazos en el preciso instante en el que pudo dejarlos caer a ambos lados de sí misma. Intentó desatar la cuerda que le amarraba los tobillos, pero sus manos respondieron con una rigidez y una torpeza similares a la de una máquina oxidada. El exterior, mientras tanto, se dilataba ensanchando sus ojos dolorosamente. ¿Por qué?, se preguntó cuando la cuerda cedió y pudo separar sus piernas hasta que la falda del colegio se le abrió como un abanico. ¿Por qué mierda estoy aquí?
Frente a ella, Miss Clara la miraba con la autoridad que le daba el revólver a sus espaldas.
—Levántate.
Pero Fernanda liberada se mantuvo quieta en su lugar. Sabía que no tenía sentido negarse, sin embargo, no pudo evitar reaccionar del mismo modo que cuando Miss Clara o Mister Alan o Miss Ángela la expulsaban del aula y ella, sin moverse de su silla, los miraba a los ojos esperando a que se atrevieran a tocarla porque sabía muy bien que nunca lo harían. Esa seguridad, ahora que había sido secuestrada, ya no existía. Por primera vez no era invulnerable o, mejor dicho, por primera vez tenía conciencia de su propia vulnerabilidad. Su mente parecía un barco llenándose de agua, pero el hundimiento podía ser una nueva forma de pensar.
—Levántate. No me hagas volver a repetirlo.
Obedecer. Su pecho era un roedor huyendo hacia las alcantarillas durante el día. Aún le resultaba incómodo flexionar los dedos de las manos, pero esta vez pudo apoyarlos en el suelo y ponerse de pie con torpeza. Evitó mirar el revólver que reposaba detrás de su profesora. Tal vez, reflexionó, si no lo miro ella creerá que no me he dado cuenta.
Pero Miss Clara señaló con su mentón la silla a un extremo de la mesa.
—Tú y yo vamos a tener que hablar sobre lo que hiciste.