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Cuando nació, apareció el lobo. Era un domingo al mediodía, —a las once y media, luz brillante—, y la madre vio a través del vidrio, el hocico picudo, y en la pelambre, las espinas de escarcha, y clamoreó; mas, le dieron una pócima que la adormecía alegremente.
El lobo asistió al bautismo y a la comunión; el bautismo, con faldones; la comunión, vestido rosa. El lobo no se veía; sólo asomaban sus orejas puntiagudas entre las cosas.
La persiguió a la escuela, oculto por rosales y repollos; la espiaba en las fiestas de exámenes, cuando ella tembló un poco.
Divisó al primer novio, y al segundo, y al tercero, que sólo la miraron tras la reja. Ella con el organdí ilusorio, que usaban entonces, las niñas de jardines. Y perlas, en la cabeza, en el escote, en el ruedo, perlas pesadas y esplendorosas (era lo único que sostenía el vestido). Al moverse perdía alguna de esas perlas. Pero los novios desaparecieron sin que nadie supiese por qué.
Las amigas se casaban; unas tras otras; fue a las grandes fiestas; asistió al nacimiento de los niños de cada una.
Y los años pasaron y volaron, y ella en su extrañeza. Un día se volvió y dijo a alguien: Es el lobo.
Aunque en verdad ella nunca había visto un lobo.
Hasta que llegó una noche extraodinaria, por las camelias y las estrellas. Llegó una noche extraordinaria.
Detrás de la reja apareció el lobo; apareció como novio, como un hombre habló en voz baja y convincente. Le dijo: Ven. Ella obedeció; se le cayó una perla. Salió. Él dijo: —¿acá?
Pero, atravesaron camelias y rosales, todo negro por la oscuridad, hasta un hueco que parecía cavado especialmente. Ella se arrodilló; él se arrodilló. Estiró su grande lengua y la lamió. Le dijo: ¿Cómo quieres?
Ella no respondía. Era una reina. Sólo la sonrisa leve que había visto a las amigas en las bodas.
Él le sacó una mano, y la otra mano; un pie, el otro pie; la contempló un instante así. Luego le sacó la cabeza; los ojos, (y puso uno a cada lado); le sacó las costillas y todo.
Pero, por sobre todo, devoró la sangre, con rapidez, maestría y gran virilidad.
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Las avispas eran finísimas. Como los ángeles, cabían muchas en un punto. Todas parecían señoritas, maestras de baile. Imité su murmullo bastante bien. Rondaron sobre las flores blancas del manzano, las ocres del membrillo, las duras rosas rojas del granado. O en las fuentecitas, donde mi prima, mi hermana y yo las mirábamos con la mano en el mentón. Ante ellas fuimos gigantes, monstruos. Pero lo más pasmoso era los cartones que fabricaban; casi de golpe, aparecían sus palacios de grueso papel gris, entre las hojas y, adentro, platos de miel.
Mientras, proseguía el lagarto cazando huevos de gallina, calientes golosinas; cruzaban las víboras azules como el fuego, subían claveles labrados y rizados, iguales a copas de arroz y de frutilla.
El mundo, por todas partes, acuciante, encantador.
Y una cara, separada, sólo pintada, iba entre las hojas, ojos bajos, boca abierta y roja.
Y cuando ya había pasado, pasaba una vez más.
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Cuando yo era lechuza observaba todo con mi pupila caliente y fría; no se me perdió ningún ser, ninguna cosa. Floté delante del que pasara por el campo, la doble capa abierta, las piernas blancas, entreabiertas; como una mujer. Y antes de que diese el grito petrificante, todos huían al monte de oro, al monte de las sombras, diciendo: ¿Y eso en medio del aire como una estrella?
Pero también, era una niña allá en la casa.
Mamá guardó para sí el misterio.
Y miraba a Dios llorando.
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Aparecían, de golpe, como todas las cosas de mi vida. Negros, blancos, de mantón sedoso. En medio del campo, la laguna del campo, de la casa. Los pájaros acuáticos mirando para abajo, pensativos. Sobre las altas patas. Parecían sauces, hombres, cosas muy disímiles. Les veíamos por las ventanas y en las habitaciones iban comentarios. ¿Qué predecían? ¿Lluvia? ¿Viento? ¿El verano próximo, el lejano invierno?
Un día, vino uno solo, negro. Y gente feroz le mató. Una niña vio, de lejos, el asesinato. (Yo). Y no se olvida.
Mi vida viene y va.
Va y viene.
Y, siempre, hay un pájaro negro que cae. Y cae.
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En vez de cabellos tenía rosas; rositas rosadas con tallo corto y hojas verdes. Tenía una corta melena de rosas. Y a dos centímetros de su cabeza flotaba otra rosa rosada con hojas verdes. Siempre la seguía esta rosa. Tenía el rostro oval y los ojos casi fijos. Usaba un ropón verdepálido, que era lo habitual en las niñas de las quintas. Mamá, imprevistamente, la invitó a tomar el té, diciendo que era hija de una lejana pariente; cosa que me asombró; yo no sabía eso. Mis amigas al verla se rieron. Ella se sentó a la mesa, como la Virgen. Tomó lo que mamá le daba: una taza con miel, hojitas de alhelí.
Se fue a la caída de la tarde; tal vez no tuviera nada que decirnos.
Pasó en medio de las sonrisitas de mis amigas.
Como si las rosas la condujesen.
Poemas de La falena