Emergen de los escombros de Juárez, ciudad destripada por la guerra: el Chamuco y su clica de vatos pesados. La Güera está en la vanguardia, empuñando machete y pistola Glock, su cabello trigueño recogido con un pañuelo. Luego viene Einstein, con la redecilla torcida y los zapatos Stacies sin su acostumbrado brillo, cargando una mochila llena de libros desgastados y aparatos electrónicos. Payaso lleva la retaguardia, balbuceando un constante monólogo cómico a pesar de la devastación.
El Chamuco está de luto por sus carnales caídos, víctimas de la Guerra entre los Pochos y los Zetas, pero sonríe victorioso. Los cuatro pachucos han vengado su barrio, obedeciendo el único código que permite la supervivencia en este desierto apocalíptico: matar o morir.
Los buitres sobrevuelan en espiral. La vida continúa su camino serpentino.
La Güera alza el machete para indicar una parada repentina. Baja un poco el brillante cañón de su pistola. Sobre el asfalto destrozado, aparece un vehículo inesperado, un jeep verde militar ostentando la bandera de Estados Unidos con sus cuarenta y dos estrellas blancas, burlonas. Despatarrado contra una llanta todoterreno se encuentra un soldado, sosteniendo sus tripas rojas en sus manos. No hay señal de sus compañeros.
“Ataque de chupis”, el Chamuco conjetura y se adelanta con cautela, los ojos atentos, el AK-47 levantado.
El yanqui es latino. Mira con dolor a la pandilla, suspira.
—Bueno —tose y carraspea—, mátenme.
—Ya estás muerto. —El Chamuco se arrodilla frente al moribundo—. ¿Qué chingados estás haciendo en Aztlán, yanqui?
Un riachuelo de sangre gotea por la barbilla del soldado.
—Los científicos. Encontraron la solución. Cómo acabar con los pinches chupacabras. Dieron con la reina. ¿Ese meteoro que cayó cerca de Las Cruces?, una nave espacial. Los otros chupis eran tropas avanzadas. Ahora están todos… enchufados. Una mente colmena.
El yanqui —Chávez, según su uniforme— señala el jeep con un suave golpe de la cabeza.
—Un arma nuclear. Atrás. Las defensas chupis chingan el sistema de guiado. Hay que llevarla en persona. Dejé el detonador en la cabina.
—Putos yanquis —murmura Payaso—, con sus pinches bombas atómicas. Cabrones.
Resollando y gimiendo, Chávez extiende una mano ensangrentada y se aferra a la andrajosa camisa de franela que trae el Chamuco.
—Ustedes son unos cholos, nomás. No creo que sean capaces. Pero ahí está.
Sus ojos se vuelven vidriosos y la Santísima Muerte se lo lleva.
—Chale —dice Payaso—. Ya mero vamos a olvidar quince años de este pedo. Los putos levantaron un muro. Nos atraparon aquí dentro con los chupis y nos rodearon con guachos listos para fusilarnos si intentamos escapar a Madremex o Gringolandia.
Einstein niega con su cabeza rapada.
—Sí, ese, pero no solo estaríamos salvándolos a ellos. Liberaríamos a Aztlán, de Brownsville a Tijuana. Luego se podría construir un hogar permanente para la raza.
La Güera les echa una mirada burlona.
—A mí me vale verga quién se libere. Yo nomás quiero machetearme unos pinches chupacabras. Si usar esta bomba hace que se mueran chingos, pos órale.
El Chamuco los contempla orgulloso. Son los más valientes que ha conocido.
—Entonces lo hacemos. Vamos juntos hasta Las Cruces, luego alguien lleva la bomba al borde del cráter y regresa hecho madre. Hay que estar pero lejos cuando la detonemos. –El silencio hierve con implicaciones que nadie quiere expresar–. Ahorita tú estás a cargo de la bomba, Einstein. Payaso va a manejar. Güerita, agarra cualquier arma que haigan dejado esos yanquis, haz que jale. Nos vamos en diez.
Mientras Einstein recupera el detonador y un teléfono satelital militar, el Chamuco arrastra al soldado a las dunas, lo empapa de gasolina y le prende fuego. No deja nada para la horda alienígena. El sol se hunde rojo en un horizonte de jade. El cholo baja su rostro tatuado, murmura una oración.
***
La oscuridad se espesa mientras se dirigen hacia el norte. Los restos oxidados de carros viejos aparecen de la nada como para sacarlos de la carretera. Del silencio ventoso surge un gemido chirriante. Los cuatro empuñan sus armas, listos para el ataque. Unos impactos sordos hacen que el vehículo tambalee. Grandes ojos brillantes y dientes afilados se asoman a las ventanas. Garras rasgan las láminas de metal. El Chamuco dispara contra el techo, táctica que provoca gritos chillones. Luego el enemigo redobla sus esfuerzos. Los chupacabras, su propósito tan inefable como siempre, arremeten furiosos contra la pandilla.
Una bruma se eleva de entre la ráfaga de disparos. Payaso maneja a ciegas por la arena oscura. A través de un agujero de bordes afilados, Einstein es raptado. Saliendo del jeep de un brinco, la Güera aúlla y dispara. Como una furia, ahuyenta a los monstruos con balas y gritos. Esas espaldas espinosas se tumban en las dunas iluminadas por las estrellas. Einstein ruge de dolor. Tanto su brazo como el detonador están destrozados. Vendan su herida y se ponen en cuclillas cerca de un afloramiento de rocas, esperando el sol, sus pensamientos sombríos.
Cuando el amanecer se arrastra por el cielo, Einstein usa su mano buena para hurgar en su mochila. En cuestión de minutos ha ideado un sistema extraño: un teclado estropeado y una tableta agrietada conectados al teléfono satelital del soldado.
El Chamuco observa por un momento cómo el genio de barrio pulsa las teclas y hace ajustes.
—¿Qué haces, carnalito?
—Un sat-hack, ese. Obtengo acceso a la red haciendo que se rebote una señal en un satélite militar. Tengo que descubrir cómo detonar manualmente la pinche bomba.
Alguien aspira profundo, pero nadie discute. La elección es clara.
El Chamuco se dirige a sus hermanos.
—Siempre lo supimos. Para acercar esta madre hasta el cráter en Las Cruces, uno de nosotros iba a arriesgar el pellejo. Ahora alguien más tiene que morir.
Einstein asiente con la cabeza.
—Sé cómo activarla. Solo necesito que alguien maneje. He vivido mi vida como quise. Leí mucho. Iré yo.
—Ni madres. No voy a permitir que este pendejo se lleve todo el crédito. —Payaso sonríe. Los ojos le brillan—. Manejo yo.
—Pobres mensos –murmura la Güera–. En el momento en que los chupis ataquen, se van a arrepentir de que yo no esté.
Su líder clava la mirada en cada uno, escudriñándoles el corazón.
Los tres asienten con la cabeza. El Chamuco aprieta un puño. El pecho le duele de orgullo.
—Órale, pues. Hora de mostrarle al mundo quién chingados somos.
Einstein señala su equipo.
—Simón. Eso es exactamente lo que haremos, jefe. Acabo de configurar una conexión de streaming. Se envía un video de todo lo que hacemos de aquí en adelante y desde ese satélite yanqui. Ni Madremex ni Gringolandia pueden llevarse el crédito.
El Chamuco extiende una mano y lo ayuda a pararse.
—Perrón. ¿Puedo hablar con esa madre?
—Simón. Todo tuyo.
El cholo inclina su rostro tatuado hacia el pequeño iris.
—Oigan, cabrones. Mi nombre es Chamuco. Los guachos yanquis trajeron una bomba atómica a Aztlán. Querían acabar con los chupis, pero les faltaron huevos y los espinosos los mandaron a la chingada. Así que ahora mi clica y yo vamos a hacerles el jale sucio a todos ustedes. ¿Me oyeron, pendejos? Estos cuatro pachucos, nomás.
Se da vuelta y apunta hacia el jeep.
—Bueno, pos súbasen, carnalitos. Vamos a salvar el mundo.
***
Una hora más tarde, el jeep se aleja de la carretera llena de baches. Payaso activa la doble tracción. De día los chupacabras descansan en sus madrigueras arenosas y sueñan con sangre, pero el zumbido del motor y el rodar de las llantas los llaman. Manchas negras pronto salpican las dunas, se acercan rápido. Pronto un mar de noche chirriante fluye hacia el jeep desde todas direcciones. En la vanguardia, rostros cánidos se retuercen con feroces gruñidos.
—¡No dejes que esos putos espinosos se acerquen a Einstein. Yo respaldo a Payaso! —el Chamuco le grita a la Güera, luchando para hacerse entender encima del ruido creciente—. A toda costa, ¿entedites?
—Un placer, jefe.
Todavía están a diez minutos del borde del cráter. La primera oleada llega. El Chamuco rocía balas contra los chupis de enfrente, despejando el camino. Payaso embiste y aplasta a los heridos. La Güera gruñe y dispara, patea y apuñala.
Su defensa dura tres minutos, antes de que la horda se eleve como un tsunami, unos chupis trepando por las espaldas espinosas de otros, chocando contra el jeep, cortando llantas, perforando el tanque de gasolina, rompiendo el bloque del motor.
—¡Hasta aquí llegamos! ¡Ojalá y baste! —grita el Chamuco. Se escabulle por el parabrisas roto y se enfrenta a una docena de bestias—. ¡Detona esa chingadera, Einstein!
Los chupacabras han entrado en la parte trasera del jeep. La Güera lucha contra ellos, golpeando, pateando, mordiendo, aullando como Cihuacóatl, feroz diosa azteca. Los drones extraterrestres le arrancan el brazo, pero ella sigue alejándolos de Einstein, dándole a su compañero cada segundo que puede.
—Órale, pendejo —gorgotea al final—. ¡Ahora o nunca! ¡Mándalos a la verga y te veré en el puto infierno!
Los monstruos la desmiembran. El jeep se detiene. Decapitan a Payaso con un violento golpe de garras. Empujan al Chamuco de vuelta al interior del jeep a través de la masa retorcida. Sus ojos se encuentran con los de Einstein, quien establece la conexión final en el mecanismo de detonación.
—Ahí los wacho, hijos de la chingada —murmura el genio, sonriendo a la cámara.
—Ese es mi carnalito —logra susurrar el Chamuco.
El mundo se pone blanco.
***
No toma mucho tiempo. Cuando la nube de hongo se expande encima de las Montañas de Órgano y cada chupacabras cae muerto, tanto Estados Unidos como México suponen que la misión militar ha sido un éxito. Pero el video de la Zona de Cuarentena se viraliza, y los nombres de los cuatro cholos se divulgan por las redes sociales y los medios de comunicación. Los psi piratas difunden la noticia a través de las tierras yermas: liberados por fin.
Ni México ni Estados Unidos quieren la responsabilidad de limpiar la Zona de Cuarentena, por lo que cuando las decenas de miles de personas atrapadas en esas murallas insisten en su derecho a la autodeterminación, los argumentos son superficiales, puramente para aparentar.
La bandera de la libertad se levanta sobre Aztlán.
Sus salvadores, sea cual sea el paraíso o infierno en que se encuentren, levantan la mano para mostrar su placazo, la señal de su pandilla, por última vez.
Nota: Este cuento se publicó en Chupacabra Vengeance, Broken River Books, 2017.