Ya no puedo contenerlo.
Es como si algo se hubiera cuarteado dentro. Como si durante este tiempo hubiera tenido una presa interna y ahora estuviera a punto de ceder ante una fuerza oscura. Siento cómo ese bolo caliente pugna por salir y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
Empezó ayer. Aída me llevó a cenar por mi cumpleaños. Yo estaba malhumorado, me sentía especialmente viejo esa noche. Fui al baño y mientras veía mi casi medio siglo reflejado en el espejo sentí cómo el bolo subía por mi esófago. Me incliné sobre el escusado para vomitar pero no pude hacerlo. Me metí los dedos a la boca y sólo me provoqué arcadas secas. Entonces escuché una risa burlona que venía de adentro de mí.
El malestar pasó repentinamente, pero cuando me miré en el espejo una voz dijo que había llegado el momento de comenzar mi vida verdadera. Y yo, aunque estaba petrificado de miedo, sonreí.
Alquilé un departamento a unas cuadras de mi oficina. Yo no quería hacerlo, fue obra de él, de ese hombre que me habla desde adentro y que controla al bolo caliente. Él empujó mis pasos a la calle y pulsó el timbre de un edificio en ruinas con un letrero de “Se Renta”.
El casero no me dio contrato, pero tampoco me pidió identificación. Mis vecinos más próximos viven dos pisos abajo. Siento de nuevo ese bolo subiendo por mi garganta. Mañana, dice él.
Ha sucedido.
En cuanto dieron las seis, salí de la oficina sin despedirme y subí las escaleras del departamento a toda velocidad. Me sentía como una perra preñada buscando con urgencia un lugar oscuro para parir.
Al principio no estaba seguro de cómo hacerlo. Intenté apretarme el estómago, me presioné la campanilla con los dedos. De nuevo escuché su risa burlona. Entonces sentí que el bolo se dirigía hacia mi boca y escupí: era un hueso pequeñísimo.
Consulté una página de anatomía, el hueso pertenece al dedo meñique.
Quiero pedir ayuda, resistirme, decirle a Aída lo que me pasa, pero él no me deja. Ayer, cuando llegué a la casa, la tomé del brazo y me encerré con ella en el baño. No pude pronunciar palabra, él me lo impidió. Caí de rodillas y empecé a llorar. Aída me miró desconcertada y gritó “¡Alberto, ¿qué tienes?, levántate, me estás asustando!” Después sólo pude decirle que la quería muchísimo, que por favor me abrazara.
Expulsé ya los huesos de ambas manos. Han sido días horribles. Cada vez tengo más miedo y menos control sobre mi cuerpo.
Él me hizo acondicionar uno de los cuartos para recibir lo que falta. Limpié el piso y las paredes con cloro y los cubrí con plástico. Instalé aire acondicionado. Compré una mesa quirúrgica. Ahí dispuse los huesos, como él me ordenó.
¿Por qué me está pasando esto a mí? A mí, que siempre evité los peligros, los problemas, las confrontaciones.
Ni siquiera cuando Aída me fue infiel armé un escándalo. Simplemente dejé que se aburriera del otro y que regresara cuando estuviera lista.
Haré lo mismo con este hombre. Cumpliré con sus demandas en espera de que me deje ir lo más rápido posible.
No puedo escribir nada acerca de lo que me sucede. Él se anticipa a mis acciones. Ayer intenté redactar una nota de auxilio, apenas tomé la pluma cuando escuché que él me advertía entre risas “¿Quieres jugar sucio? Está bien. Juguemos”. Entonces sentí que algo enorme subía por mi garganta. No pude contenerlo y lo expulsé ahí mismo, en nuestra cama, mientras escuchaba a Aída cantar en la regadera. Era uno de los huesos del antebrazo. Lo envolví en una toalla, lo metí en mi portafolio y le escribí a Aída que llegaría tarde de la oficina y que el fin de semana seguiría armando el rompecabezas con las niñas.
Compré una tinaja para dejar ahí los huesos. La forro con algodón y gasas limpias. Hasta ahora he expulsado las piezas óseas de los pies y las vértebras de la columna.
Pierdo peso. No tengo hambre. Evito los espejos. Sólo deseo que esto termine cuanto antes para que él me deje libre.
La sesión de ayer fue atroz. Expulsé las venas, las arterias y los nervios. Fue lo más desagradable que he sentido en mi vida. Venían todos continuos, desmadejados. Soporté el asco y los coloqué sobre la mesa. Hoy los encontré perfectamente acomodados, unidos a los huesos y músculos.
Le rogué que acabe de una buena vez, que ya no prolongue esto, que saque lo que falta en una sola sesión, le dije que ya no puedo más. Sólo conseguí hacerlo enfurecer.
Aída me acosa con sus preguntas. Yo rehúyo a su furia, llego exhausto a la cama y caigo profundamente dormido sin importar cuantos puntapiés me dé.
Hoy es sábado y aunque quería compensar mis ausencias, ayudarle a Aída en la casa y jugar con las niñas, en cuanto dieron las seis, él me arrastró hacia el departamento y me hizo expulsar los riñones, el estómago y el intestino grueso.
Soy capaz de dislocar completamente la mandíbula y de expandir la garganta descomunalmente. Lo descubrí hoy al mediodía. Sentí que lo que subía era enorme. No pude respirar, caí al suelo y me introduje la mano en la garganta. Sin saber cómo, logré dilatarla lo suficiente como para meter el brazo hasta el codo y sacar eso que me quitaba el aire. Mi mandíbula hizo otro tanto y expulsé un fémur. El derecho.
Aída amenazó con el divorcio. Me exigió explicaciones por llegar tarde a la casa y por ya no tener ganas de hacerle el amor. Yo pretexté que era culpa del trabajo, pero no me creyó. Está convencida de que tengo una amante. Me eché a sus pies y le supliqué que no me dejara, pero ella me mandó a dormir al sillón.
Ayer entré en una especie de trance. Primero sentí mareo y me tendí en el suelo, sobre un costado. Mi corazón empezó a latir muy lento, mi respiración se volvió igual de espaciada. Poco a poco fui expulsando la caja torácica. Así: tirado en el piso, como una boa regurgitando un venado entero.
Hoy expulsé el corazón. El sistema circulatorio está completo. Los huesos, los órganos y la mayoría de los músculos están sobre la mesa quirúrgica. Le pertenecen a él, a este hombre despiadado que me manipula, que me usa como su ensamblador.
¿Qué va a hacer conmigo una vez que esté completo? Cuando le pregunto nunca me contesta pero imagino que sonríe.
Aída me corrió de la casa.
Ya no puedo trabajar ni pensar claramente. Él me tiene sometido. En el trabajo pedí vacaciones. Estoy encerrado en este departamento ruinoso, con el cuerpo informe de él en el cuarto contiguo.
¿Qué va a pasar conmigo cuando él despierte? ¿Quién es este hombre? ¿De dónde viene?
Expulsé su cráneo, el cerebro venía adentro, lo sé por la violencia de su caída en la tinaja. Horas más tarde, salieron los músculos de su rostro y sus ojos.
No. Esto no puede ser cierto.
Tenía razón. Lo supe al ver sus ojos y lo comprobé al expulsar la piel. Venía en trozos grandes cubiertos de vellos, de lunares, del cabello de su cabeza. Vi cómo los trozos se pegaron a los músculos y a las capas de grasa, cómo los párpados cubrieron los ojos, cómo las uñas se arrastraron hasta el sitio que les corresponde en cada dedo. Las marcas entre un trozo de piel y otro se disolvieron casi al instante.
Ahora sí está completo y ya no hay duda: él, este hombre inerte en la mesa quirúrgica, soy yo.
Ya no lo escucho. Ya no me habla ni me controla. Ya es sólo un cadáver del que yo soy responsable.
Aún no despierta. ¿Y si nunca lo hace? ¿Qué voy a hacer con este muerto idéntico a mí?
Aída me mandó un mensaje al celular. Si regreso de inmediato me perdona.
Él ha perdido su poder sobre mí. Le grito que voy a destruirlo pero no me contesta. Lo golpeo en la cara y no hace nada por impedírmelo.
Le escribo a Aída aliviado. Le digo que en estos últimos días no había sido yo mismo, pero que eso terminó, que llegaré a casa en unas horas.
Salgo a la calle. Necesito destrozarlo, no puedo dejarlo aquí, así. Necesito ver cómo su cuerpo se convierte nuevamente en pedazos sin orden.
Entro a una tienda de utensilios de cocina. Compro el cuchillo más grande que encuentro y un mazo para aplanar carne.
Le golpeo la nariz con el mazo. No sangra. El cartílago no se rompe. Lo intento de nuevo con más fuerza. Nada. Tomo el cuchillo y trato de hundirlo en el cuello. La carne no cede. Me siento mareado, se me nubla la vista. De pronto, su pecho se infla para tomar aire. Empieza a respirar acompasadamente. Abre los ojos. Me mira y sonríe.
Toco mi cara. Está bañada en sangre. Caigo al suelo. Siento la sangre brotar de mi yugular rota.
Él se incorpora muy despacio. Yo trato de moverme, de decir algo, pero no puedo. Él se inclina hacia mí, me levanta, me coloca sobre la mesa quirúrgica, me quita la ropa y los zapatos y se pone todo excepto la playera ensangrentada. Toma una camisa limpia de mi maleta y se la abotona. Guarda mi cartera y mis llaves en el pantalón. Mi celular suena con el timbre de cuando Aída me llama, él lo contesta y, tras unos segundos, le responde “Sí, voy para allá, chula. Oye, prepárame unas enchiladas y manda a las niñas con la vecina”. Levanta la maleta, me mira una última vez y dice sonriendo “Adiós, Alberto”.