IX
(Don Luis de Góngora y Argote en los infiernos)
¿Y dónde más iba a estar? De cierto
no allá arriba, pasando hambre entre tanto silencio,
tanto santo en éxtasis, tanta celeste
obsesionada con medir los siglos,
ni tampoco aquí abajo, domesticando esa
soledad tan de nadie,
contribuyendo de comer sílabas
y naufragio.
No, don Luis tiene que estar
allá en los infiernos,
así, en minúsculas,
en una gruta espesa como su garganta,
condenado a no repetir
una sola palabra, a gastar
irremediablemente lo dicho,
a ser testigo de ese lujo secreto
que es la voz cuando se da por vencida
y se vuelve ceniza pura desatada.
(de Salvoconducto , 2015)
XXX
(UN DÍA EN LA VIDA)
Antes de que suene el despertador, el señor
ministro ya tiene los ojos abiertos: se levanta
con el sonido áspero de la herrería que esconde
bajo las costillas. Se cepilla los dientes, se
afeita. Sentado sobre la poceta, pantalones
alrededor de los tobillos, las manos unidas y la
frente inclinada en oración, pide a todos los
santos que intercedan por él, que lo libren
del cólico que pesa en sus intestinos, negro como
el pecado. Se ducha, viste y perfuma; un
café lo espera en la cocina. Toma el desayuno
con omeprazol, sentado muy derecho, la cabeza
sostenida gracias a la corbata; de no ser por
ese nudo, rodaría hasta quién sabe dónde. La
última vez fue una catástrofe: hallaron
la cabeza borracha y despeinada fuera de
un burdel –salió en todos los periódicos. Va a
la oficina con chofer y escolta, distraído
por las manchas que se hacen cada vez más
numerosas en sus manos. Primer rivotril del
día. El despacho lo recibe repleto de papeles,
tratados de comercio, tráfico bilateral,
compra y venta de bonos, acciones, propiedades,
glóbulos rojos, leucocitos, plaquetas, bilirrubina,
ceratonina, fíjate lo altos que están el azúcar
y el colesterol. Es urgente implementar el
control cambiario. La sangre siempre despilfarra.
Ibuprofeno para el dolor de cabeza, junto a las
actas del acuerdo de libre intercambio
trasatlántico y hematológico. Hay que cubrir
la tierra cruda con lo que se pueda, con lo que
tengamos a mano. Orden y progreso, o
lo más parecido. Segundo rivotril del día. Y
dios le impuso una tarea: da nombre a las bestias
que registran el suelo, a las aves sin memoria ni
ambiciones, a los peces que nunca podran
ganarse una sombra. El señor ministro obedeció.
Se dedicó a confeccionar nombres con voz
granulosa y, al poco tiempo, había llegado la hora
de los paquetes bancarios, las burbujas
inmobiliarias, la inflación con su dentadura
postiza y plomo en los ojos. Se había operado
el milagro eucarístico: la carne era estaño y el
vino petróleo. No era fácil, nada fácil. Tercer rivotril
del día: el milagro austero de la multiplicación de los
peces y el clonazepam, tal y como lo efectuó el hombre
de Galilea cuando inventó los intereses bancarios.
Y diclofenac para la espalda, por favor. Cuando
llega al bar, al whisky del fin de los tiempos,
está seguro de que su tensión ha subido, pero no
le queda losartan –una tragedia para la economía
nacional. Es imposible predecir qué sucederá con el
producto interno bruto si no se calma, pero la música
lo atormenta, no ha comido y el aluminio de la risa
ajena lo pone nervioso. Esta noche aterriza en la casa
de su amante, dispuesto a aprobar la explotación de
todos los recursos naturales que demandan el desarrollo
de la nación. El destino del país cuelga de su temblor
cardiovascular, incandescente. Después de coger,
se encierra en el baño y orina tarareando Imagine. Ha
estado sonando en su cabeza durante todo el día.
(de La ciencia de las despedidas , inédito)