Habituado a detentar el poder militar, Rachstad se paseaba esa tarde como un dios en sus jardines nubosos. Iba escoltado por un grupo de agentes anti-demográficos que solía acompañarlo en sus recorridos por La Realidad. La Realidad era un eufemismo usado por militares y funcionarios del régimen para referirse a las zonas desprotegidas y a los sitios de tolerancia donde los gobiernos locales aún no cerraban el grillete; zonas lúgubres donde escaseaba la tecnología y que el régimen mantenía libres de sanciones por convenir a sus intereses.
Dos vehículos todoterreno acompañaban al automóvil oficial de las Fuerzas del Orden. En el edén de la prostitución virtual y semi-virtual nada se parecía a La Realidad, y el general Rachstad ansiaba dirigir su rabia contra las tersas ondulaciones del músculo humano. Echaba de menos la agresión ejercida contra la carne. Recordaba, con nostalgia, la tortura de sus anteriores víctimas. Habían pasado ya casi cuatro semanas desde que golpeó y violó a unas nenas, una tarde en que su tropa remató a los sobrevivientes del genocidio en Hochstock. Sin esas sesiones ultra-violentas, su cuerpo echaba en falta las estampidas de adrenalina y la excitación al tope. Cuando la migraña aguijoneaba sus vértebras cervicales solo quedaba el remedio de aplicarse el compuesto enervante y listo, pero los episodios de resaca eran desalentadores y extenuantes, además de que le inducían un estado de ánimo melancólico.
—Haremos una visita de esparcimiento —dijo Rachstad al micrófono de su diadema—, enfilen hacia la cueva.
La caravana viró hacia los plantíos clandestinos, flanqueados por cerros rocosos y azulados. El general Rachstad iba tras la pista proporcionada por un soplón del régimen, un hombre que logró salir con vida en una incursión de saneamiento demográfico. Durante los interrogatorios, el hombre aseguró que un conocido proxeneta y vendedor de sustancias químicas, llamado Mcveigh, tenía a una joven resguardada en un lupanar de atracciones virtuales y erotismo robótico.
Las hélices frontales de los vehículos facilitaron el avance a través del espesor del campo. A su paso arrasaron con una enorme cantidad de verduras, legumbres, plantas opiáceas y medicinales. El dron-vigía se adelantó a la caravana y detectó a tres hombres armados, apostados en las orillas del campo. Rachstad vio que la luz roja titilaba en la parte superior de su monitor, señal inequívoca de que estaban acercándose a una zona hologramática. Los guardianes de los plantíos dispararon contra los vehículos en cuanto estuvieron dentro de su alcance. En respuesta, los agentes anti-demográficos asomaron por los quemacocos de los vehículos y dispararon a discreción. Los atacantes fueron eliminados en pocos segundos, excepto uno que se escondía en un hundimiento del monte. El tirador consiguió hacer algunos disparos antes de ser alcanzado por un misil teledirigido. Orgulloso, ni siquiera intentó escapar al fuego enemigo y se quedó fijo para recibirlo de lleno en la cara.
—Esa baja era narcozombi —aseguró el conductor.
—Nada sabes —reviró el general—, nomás se estaba haciendo el valiente.
—Lo que pasa es que usted no cree en los narcozombis. No son valientes. Nomás se quedan ahí porque huelen la carne y la sangre desde lejos. Una vez que prueban lo humano ya no aceptan animales.
—Nomás porque reviven a un muertito por unas horas ya los pinches Batas-Blancas se hacen famosos, y todo mundo les cree, ¿no? Hay sustancias que también les revive el vigor a los ancianos, pero también les dura unas horas el gusto.
—Entiendo —continuó el chofer—, pero también dicen que esos Batas-Blancas hacen experimentos con un pez mexicano, y que con eso se van hacer ricos.
—Puras pendejadas —contraatacó Rachstad—, si eso fuera verdad, esos Batas-Blancas ya estarían en alguna cárcel.
El chofer estuvo a punto de responder que este rumor corría entre la gente del barrio menor de Asintia, personas que eran conocidas por su franqueza, pero calló por temor a sufrir los interrogatorios burocráticos del régimen.
Mucho se hablaba acerca de muertos revivificados con drogas de diseño. También corrían noticias sobre métodos biogenéticos de resucitación temporal y permanente. Esos testimonios pasaban de extremidad en extremidad, esparciéndose como el virus de Coxsackie, entre los habitantes peatonales de Asintia. Tras el embate mundial de genocidio, los cadáveres se multiplicaron, apilándose de tal forma que con ellos podían construirse barreras y parapetos para continuar la lucha armada. Ante esa abundancia de cuerpos sin vida, la lógica comunitaria apuntó hacia el reciclaje y la reutilización de los cadáveres. Por ello, los experimentos post-mórtem alcanzaron niveles siderales, intensificándose con la instauración de la Cuota Mensual de Ley Fuga.
El visualizador central del vehículo señaló una entrada directa al centro de esparcimiento. La boca de una cueva refulgía en la ladera este del monte y el detector indicó un nivel bajo de materialización hologramática.
—Su atraso tecnológico es notable —dijo el chofer mientras escaneaba la zona con el visualizador del dron—, tiene tres años de antigüedad, aproximadamente. No habría problemas mayores de contención, ni de incapacitación, en caso de que fuera necesario. La gruta tiene dos niveles y un pasillo que conecta con el edificio posterior, donde hay una piscina con paneles solares en el techo, y eso es todo, general.
Rachstad echó un vistazo a las imágenes. Ningún otro edificio o instalación de metal era visible más allá del último almacén. Solo podían verse más sembradíos, pocos árboles y espesura abundante. Oprimió un botón de su fornitura y habló contra el micrófono de su diadema:
—¡Iker! ¡Actius! ¡Al frente!
Rachstad fue el primero en apearse. Iker y Actius voltearon a verse, sobrecogidos ante la despreocupación del general.
—Todo está visualizado —dijo Rachstad—, las instalaciones están en la mira. Los agricultores ya fueron detectados por el sistema y los misiles están programados. El anfitrión está en la entrada. Se llama Mcveigh. Trayectoria: proxeneta, sin experiencia militar ni manejo de armas. Lo remití al Penal de Asintia hace varios años. Después de que prestó sus servicios al régimen fue exonerado.
Iker y Actius se adelantaron para peinar el terreno, colocándose las gafas de haces múltiples. Avanzaron hasta llegar a la cueva y notaron la figura de un hombre, recortada contra la luz que provenía del interior. Al acercarse descubrieron que se trataba de Mcveigh, quien fumaba una pipa electrónica que despedía aromas intensos y efectos visuales de popularidad reciente. Mcveigh reía mientras echaba fuera el humo por la boca y las fosas nasales.
—Ya tumbó a la mitad de los agricultores —se quejó Mcveigh—, y ellos atraían mucha clientela.
—Es tu culpa por no informarles de mi visita —dijo Rachstad—, además, ellos empezaron a dispararnos. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Esperar a que se les acabara el parque?
—No pude avisarles porque el visualizador y algunas cámaras ya no funcionan —explicó Mcveigh—, se desactivaron con el tiroteo de la semana pasada y otras quedaron inservibles. Me da gusto verlo, general, después de tanto tiempo.
—¿Cuánto? ¿Cinco, seis años?
—Yo diría cinco —respondió Mcveigh, haciendo una pausa para aspirar y soltar el humo de la pipa—, y lo bueno es que mientras más pasan los años la vida se hace más entretenida, y se producen juguetes como este —añadió, señalando a una mujer androide, oscura como el ébano.
El general dio un paso atrás, tomando distancia para apreciar la negrura impúdica en su totalidad. Paseó su mano sobre el hombro y la deslizó hasta los senos. Una titilación desvió su mirada hacia el rostro de la chica robot.
—Es un holograma facial, general —señaló Iker.
—Es correcto —explicó Mcveigh—, el rostro es intercambiable. Podemos programar el que usted guste, general, incluso el de alguna heroína o mártir de su preferencia.
—¿De verdad? —dijo Rachstad—, es asombroso. Tiene muy buena textura. Y estos tienen un remate muy fino —agregó, mientras acariciaba uno de los pezones—, pero busco algo más natural, más inocente y vulnerable. Tú me entiendes.
—Tengo una chica que disfruta las golpizas en una de estas cabinas —ofreció Mcveigh—, cuanto más la golpee más se retorcerá de placer, sin costo alguno para usted, general.
Rachstad deseaba un espécimen humano donde pudiera sentir la vulnerabilidad de la carne y probar la autenticidad del dolor infligido. Buscaba a alguien con una garganta virgen que diera alaridos cortantes: Decibeles de inocencia para herirse los tímpanos.
—Quiero descontrolarme en vivo —dijo.
—No me diga más, general. Lo entiendo perfectamente.
Entraron a un túnel iluminado por las luces de las peceras que estaban empotradas en las paredes de la cueva. Dentro de estas flotaban peces de colores y algunos ajolotes, animales acuáticos con extremidades similares a las de los seres humanos. Rachstad se acercó a contemplar uno de ellos, y le pareció cómico que el animal carirredondo mostrara una sonrisa corta y ojos saltones en medio de su rostro lucio.
—Acabo de escanearlos —dijo Actius—, son originales. No son clones.
—Oportuna información de tus gafas —rió Mcveigh—, esto es como ir acompañado de guías gastronómicos que te previenen sobre condimentos y calorías de los platillos.
Al salir del túnel ya había oscurecido, y se encontraron rodeados por vegetación extraña, similar a los arrecifes de coral. Algunos insectos fulgurantes volaban encima de la vegetación y eran absorbidos por las corolas y terminaciones de las plantas más luminosas.
—Detecto necrosis humana —dijo Actius—, necrosis en abundancia, general, en las plantas.
—Por supuesto que hay necrosis —dijo Mcveigh—, hay necrosis y lo que le sigue, cuerpos por todas partes. ¡¿Qué esperabas?! El ataque fue hace una semana y tu jefe dio la orden. Revisa tus archivos, Actius, estás oliéndote el culo.
—¡Cállate Mcveigh! —dijo Rachstad—, ya entendió tu mensaje. Y tú, Actius, das pena. Llévate a Iker. Vayan a divertirse y déjenme solo.
—Llévese las gafas general —dijo Iker, extendiéndoselas.
—Negativo —respondió Rachstad—, no habrá registro de esto.
Actius e Iker volvieron al túnel, mientras que Mcveigh y Rachstad continuaron su camino hasta llegar a las puertas del almacén.
—Adentro hay una piscina —explicó Mcveigh—, ella está encadenada —rió—, es un poco rebelde. La cadena es lo suficientemente larga como para darse un chapuzón con ella. A esta temperatura se antoja, ¿no? Tome en cuenta que ella es joven, general, una persona inocente, podría decirse, espero que eso no sea un problema.
—Mucho mejor.
—Es admirable.
—¿Qué es admirable?
—Usted, general —sonrió Mcveigh—, admiro a las personas que se asoman al precipicio de la inocencia sin siquiera titubear.
Mcveigh ingresó el código de apertura en el dispositivo y desactivó el sistema de seguridad. Los bulones de las puertas abatibles se retrajeron. Mcveigh jaló una de las puertas y cedió el paso a Rachstad. El interior del almacén estaba iluminado con luz ultravioleta. Adentro, la joven daba la espalda a sus visitantes. Rachstad sonrió al ver que la chica sentada en el borde de la piscina, moviendo sus pies plácidamente en el agua. Ella vestía una blusa de tirantes y un panti color rosa. Su complexión sugería unos dieciocho años y su estatura era baja. Sus brazos mostraban costras y zonas oscuras que parecían tatuajes y moretones. Su cabellera negra lucía pegajosa y tiesa.
—Yo te aviso —dijo Rachstad, cortante, como si respondiera a una pregunta que Mcveigh hubiera formulado mentalmente.
Mcveigh dio media vuelta y franqueó las puertas sin decir palabra. El general fue hasta allí para cerrarlas y activó el cierre de los bulones. Luego caminó hasta donde se encontraba la chica y vio que un grillete enlamado ceñía una de sus muñecas. Al ver el panti de la chica más de cerca tuvo una erección. Se quitó los guantes con lentitud, saboreando las aristas tersas de aquel cuerpo juvenil. Extrajo la fusta, aflojó la fornitura hasta librarse de ella y la dejó caer al suelo intentando llamar la atención de su víctima. El arma automática, el rociador de gas tóxico, las esposas y la daga turca, adheridos a la fornitura, causaron estruendo al golpear el piso de loseta de la piscina, pero la joven continuó impasible, abismada en los movimientos de sus pies dentro del agua y en sus ondulaciones, los cuales eran subrayados por la luz ultravioleta del recinto.
El general pateó la fornitura y, para su sorpresa, la chica continuó ignorándolo. Excitado por su indiferencia, fue hasta donde ella se encontraba y empezó a masajearle los hombros.
—Vamos, hermosa, al menos regálame una sonrisa.
La joven no respondió y él apretó la mandíbula. Con un movimiento brusco la tomó del mentón y le volteó el rostro. Sus rasgos parecían extranjeros: cara redonda y nariz exigua, ojos saltones y extremadamente separados que rehuían la mirada de Rachstad, dirigiéndose hacia los costados del almacén. Habituado a sorprender a sus víctimas durante las redadas, Rachstad tembló de miedo cuando la vio zafarse del grillete con rapidez. Ella sonrió ante el sobresalto del general y le sostuvo la mirada. De manera repentina sus ojos corrigieron su estrabismo divergente, convirtiéndose en el colofón calculado de su travesura, al hacerlos coincidir finalmente con los de Rachstad.
—Te queda grande el grillete –rió el general-, eres traviesa y te gustan las bromas, ¿verdad? Aquí tengo una broma para ti.
El general metió la mano en su saco, como si fuera a extraer algo del bolsillo, y al sacarla descargó un golpe con el dorso en el rostro de la chica. Ella emitió un quejido animal y saltó encima de su agresor, aferrándole el cabello. Colocó sus rodillas sobre las ingles de su atacante, con lo cual obtuvo una mayor tracción y equilibrio suficientes para jalarle los cabellos con fuerza y atraer el rostro hacia sí. Rachstad intentó arrancársela de encima dirigiéndole golpes a las costillas, pero la joven no se movió un ápice. Siguió jalándole el cabello y atrajo la nariz del general hasta su boca. Comenzó a mordérsela, bebiéndose el flujo de sangre con sed de sanguijuela. A cada mordida correspondió el crecimiento de sus incisivos, los cuales reaccionaban a un impulso bioquímico. Paladeó la sangre del general y absorbió la estampida de hematíes y leucocitos, los cuales le proporcionaron el efecto narcótico tan ansiado. A esto siguió una sensación de empoderamiento caníbal, un arranque de ira dentada que pugnaba por abrirse paso hasta los órganos de su presa, e incluso hasta la esencia de su naturaleza vascular.
Las cámaras, montadas en puntos estratégicos del almacén, dilataron sus obturadores. Ante la fuerza insólita de su adversaria, Rachstad entró en pánico y extrajo una navaja de la funda que rodeaba su tobillo. Lanzó el primer navajazo y la joven lo recibió en el bajo vientre. Notó que las pupilas de la chica se contrajeron y lanzó un segundo navajazo, pero ella logró atajarlo, además de atenazarle la muñeca. La resistencia y perseverancia del general resultaban admirables a ojos científicos, sobre todo su fiereza al lanzarse con la chica al agua.
En la sala subterránea de observaciones los monitores también proyectaban las imágenes de las cámaras subacuáticas, las cuales habían sido colocadas en los costados y el suelo de la piscina. Uno de los Batas-Blancas activó la apertura de una compuerta dentro del agua. Varios ajolotes transgénicos salieron por una rejilla y nadaron rápido tras la estela de sangre. En su forcejeo con la chica, el general hizo esfuerzos sobrehumanos por contener la respiración. La joven dobló la muñeca del general, obligándolo a soltar la navaja, pero este respondió con los codos, golpeándola en los costados del cuello y en las clavículas, lo cual surtió el efecto esperado. Tras repelerla dio algunas brazadas para alcanzar la superficie y tragar oxígeno a bocanadas presurosas.
Debilitada por el navajazo, la joven sintió una caricia eléctrica en el cuerpo, aflojó los músculos y se hundió hasta tocar el fondo de la piscina, pero aún tuvo fuerzas suficientes para aferrar el pie del general. Rachstad trató de alcanzar la orilla sin éxito. Se zambulló de nuevo en dirección hacia ella y rodeó su cuello con ambas manos, obligándola a permanecer anclada. Pudo entrever dos cuernos tersos que se movían sobre la nuca de la chica. Los ojos de las cámaras captaron el momento en que los ajolotes nadaron hasta donde ella se encontraba, introduciéndose en su herida y provocándole algunas convulsiones. Desde el suelo de la piscina el generador emitió los primeros flujos de rayos genogámicos. Las señales químicas y eléctricas facilitaron la comunicación entre los tejidos dañados de la chica y los genes que controlaban sus células madre. El gen pax7 de los ajolotes abrazó sus genes e introdujo elementos regenerativos en su morfología celular. Su herida absorbió la sangre que aún se desprendía de la nariz de Rachstad. Su propio flujo sanguíneo integró los hematíes y leucocitos, y los síntomas de su apetito afloraron de inmediato: ansiedad en la mandíbula, inflamación en las encías y comezón en los conductos radiculares de los dientes.
Rachstad sintió que las manos de la chica aferraron sus pantorrillas y dieron un jalón que lo hizo perder el equilibrio, zambulléndolo. Manoteó y pataleó con fuerza, y apenas consiguió salir a flote, pero al recibir una dentellada en el abdomen su garganta se deshizo en gritos de rabia e impotencia. Aún pudo virar su torso y ver en dirección a las puertas. Las cámaras captaron sus ojos desorbitados y los Batas-Blancas vieron a Rachstad enfocar la única opción que tenía para salvarse: salir de la piscina y sacar el arma automática de su fornitura. Reunió todas sus fuerzas y dobló la cabeza de la joven hacia enfrente, encorvándola para propinarle algunos codazos en la espalda. De esta manera consiguió liberarse y avanzar hasta asir la orilla de la piscina, pero no pudo impedir que la chica reaccionara de inmediato y trabara la mandíbula en una de sus pantorrillas. Rachstad gritó de nuevo e imitó el canibalismo de la joven con muy pobres resultados. Esta era una estrategia de ataque que los Batas-Blancas habían visto durante otros experimentos. De modo que el general se lanzó contra ella, impulsándose desde el borde. Consiguió levantarla y, al ver su cuello, intuyó la posibilidad de provocarle una hemorragia. Concentró toda su esperanza en la mandíbula y cerró la dentadura en la arteria carótida de la chica. Puso todo su empeño mandibular para conseguir que la sangre fluyera, pero ella empezó a reírse, como si hubiera planeado que su presa la mordiera.
La joven seguía riéndose cuando uno de los Batas-Blancas activó los tentáculos neurosensoriales. Las extensiones metálicas salieron de una compuerta camuflada en la cuadrícula de la piscina. Las tenazas apresaron el cráneo del general y los Batas-Blancas contemplaron los picos de intercambio de información en sus monitores. La sangre de la chica tenía memoria y cumplía el proceso de transferir vivencias pasadas a la caja mental de Rachstad. Esos recuerdos sanguíneos fueron rápidamente decodificados. Rachstad advirtió que su pasado formaba parte del archivo neuronal de la joven y que los flujos sanguíneos se encargaban de descomprimir el contenido para ser visualizado. Como si se tratara de una película de experiencias editadas, Rachstad se descubrió a sí mismo atrapado en episodios donde cumplía un rol protagónico: estaba en una misión de saneamiento demográfico, al mando de una cuadrilla; estaba en las carnicerías que tanto él como sus agentes orquestaban; se vio a sí mismo en los disparos dirigidos a la espalda de la gente desarmada que huía de los ataques; se encontró a sí mismo en la violación y asesinato de una mujer mientras su hija, una joven similar a la de la piscina, era testigo; se descubrió encima de la joven y dentro de ella, percibiéndola como carne desechable, como carne golpeada, carne acuchillada, carne muerta, y en ese momento comprendió que ambas eran la misma, y que su rostro, ya modificado, era el rostro de los ajolotes.
Mcveigh viró su rostro hacia los Batas-Blancas. Es suficiente —dijo.
Un operador silenció únicamente los parlantes y los monitores continuaron transmitiendo lo que ocurría en la piscina: la joven, siempre sonriente, lanzó una mordida a la cara de su agresor, arrancándole una buena porción de mejilla que lo hizo sangrar desmesuradamente. Volvió a zambullirse y respiró a sus anchas con los cuernos branquiales. Clavó la mandíbula en el abdomen de Rachstad, donde ya eran visibles algunos de sus órganos, y masticó los tejidos pulposos de sus entrañas. La sangre inundó los monitores y las tenazas neurosensoriales liberaron el cráneo del general.
La chica apresó el cuello de Rachstad, zambulléndolo en el agua y dándole oportunidad posteriormente de salir a respirar cada cierto tiempo. La parte más difícil de su faena depredadora consistía en cansar a su presa y debilitarla lo suficiente para contener su empuje. Tomó a Rachstad por las muñecas y aplicó toda su violencia mandibular sobre el pecho de este. Mientras lo hacía, sus incisivos ganaron terreno entre la carne, desgarrándola lo suficiente para producir un boquete enorme. Metió las manos en el pecho del general y curvó los dedos en forma de garfios para aferrarle las costillas. Hizo acopio de toda su fuerza y tiró de ellas, abriéndolas como si fueran puertas abatibles. El corazón, en todo su esplendor, mostró su bombeo débil e intermitente. La joven, excitada aún por los hematíes y leucocitos que aireaban su corriente sanguínea, mordió el órgano e introdujo su lengua protráctil en la aorta. Succionó todo el líquido vital en fracciones de segundo y el efecto en su sistema fue instantáneo: una sensación similar al orgasmo humano relajó sus músculos y una calma mental, rayana en la paz paradisiaca, la suspendió en medio del agua. Los ajolotes salieron de su boca y rodearon su cuerpo flotante, y parecían sonreír, satisfechos, velando su futuro.
Los Batas-Blancas aún concentraban sus miradas en los monitores cuando vieron a la chica salir del agua y pegar su nariz a la fisura que se abría entre las puertas abatibles del almacén.
—Está oliendo a sus presas —explicó Mcveigh—, ha madurado. Ya puede permanecer más tiempo fuera del agua. Espero que seamos dignos de su resurrección.
Oprimió un botón y los bulones de las puertas se retrajeron. El monitor mostró a la joven dirigiéndose con velocidad hacia los cuartos donde Iker y Actius gozaban los últimos encuentros sexuales de sus vidas.