Carmen de Eusebio: Victoria, usted nació en Italia, a la edad de 6 años se trasladó a Venezuela y durante largos periodos de tiempo tuvo que vivir en otros muchos países y ciudades: La Habana, Paris, Barcelona, Argel, Chile. Conoce de primera mano lo que significa el exilio y la errancia. ¿Podría decirnos que ha representado para usted y en su obra esa circunstancia?
Victoria de Stefano: Conservo muy vivo el recuerdo de primer viaje a poco más de un año de terminada la guerra, pasando de Roma, donde vivía con mis padres y mis cuatro hermanos, a Nápoles, donde residían mi abuela, mi bisabuela y mi tía de cara al Vesubio con su impresionante fumarola, para tomar el barco de la marina de guerra americana, precariamente acondicionado para pasajeros, que nos llevaría a Nueva York. Pasada una semana en Nueva York, volamos al aeropuerto de Maiquetía, nuestro último destino, con escala en Miami. Ese largo viaje por mar y por avión lo recuerdo como un acontecimiento cargado de los más variados y contradictorios sentimientos, inquietud, miedo, temor a lo desconocido, el avión, el mar, los naufragios, pero como niña que era lo que más me emocionaba era la idea de estar iniciándome en la gran aventura del paso del Atlántico hacia un nuevo continente y una nueva vida. Por otro lado, no era indiferente al dolor de la separación de los suyos que percibía en mis padres, sobre todo en papá al ver correr una lágrima al despedirse de su madre y de su abuela, a las que adoraba, sin saber si las volvería a ver. Pero la experiencia del viaje como aventura, que siempre estuvo presente en mí, más tarde la transferí a las lecturas y fantasías surgidas de las novelas de Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Kipling: el fervor por la lectura tal vez empezó motivado por el viaje, como una manera de darle forma y sentido a la ruptura con la cultura del país desgarrado por la guerra del que provenía, y en cierto modo para propiciar el encuentro con el nuevo. Precisamente leí apasionadamente El soberbio Orinoco, porque mi papá nos contaba sobre los ríos, las selvas, los animales de la novela que él había leído poco antes de que viajáramos. Más tarde ese gusto elemental, básico, por el viaje a través de la selva tropical persistió con Doña Bárbara, La vorágine y Los ríos profundos de Arguedas. Y cuando ya más grande conversaba con mis amigas que habían tenido infancias supuestamente “normales” (por último, las infancias “normales” son más bien infrecuentes), me parecía que yo las doblaba en experiencias, que había vivido mucho más que ellas, pero obviamente, esa inmodesta presunción me la guardaba para mí. Los otros exilios traté de vivirlos con la misma animosa actitud, todavía era bastante joven, sabemos de la fortaleza y vigor de la juventud, sin embargo, fueron muy duros, con dos niños pequeños, pobreza no, pero recursos escasos, poca ayuda, soledad. Los sobrellavaba leyendo mucho, paseándome por los parques con mis niños de la mano, tratando de escribir en las noches, leyendo en francés mientras ellos dormían, llegué a leerlo sin la menor dificultad, aunque me costaba mucho la pronunciación. En esa época leí en francés En busca del tiempo perdido y casi toda La comedia humana, incluso leí Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, los quioscos del metro y de las estaciones de tren estaban llenos de libros maravillosos a muy bajo costo. En el diario hay muchas referencias a esa época en París. Mientras lo escribía, los recuerdos, recuerdos afectivos de los amigos y circunstancias de esa época me asaltaban constantemente. París no fue una fiesta, pero sí un descubrimiento, sobre todo de los museos, de la pintura, que me fascinaba, de los parques, los bosques.
CdE: Venezuela es el país donde vive, de donde se siente, y donde ha vivido momentos muy duros. ¿Qué piensa del momento actual?
VdS: Los exilios han existido siempre, el mundo ha sido y es menos estable de lo que uno todavía en esa época creía. Quisiera recordar que en esos años todavía arrastrábamos la convicción, dialéctico hegeliana, por llamarla así, pero en realidad, común a casi todo el pensamiento del siglo XIX y parte del XX, de que el espíritu absoluto, la historia, los descubrimientos científicos, en última instancia, la civilización conseguida, iban de la mano del progreso y el futuro. Sin embargo, si pensamos en las primeras cinco, seis décadas del siglo pasado, por la medida pequeña, con dos guerras mundiales, genocidios, campos de exterminio, gulags, degollinas, purgas, hambrunas, desarraigos, confinamientos, expatriaciones de pueblos enteros, el Gran salto adelante, la Revolución cultural, las armas atómicas no teníamos cómo justificar tanto optimismo.
Me incluyo entre aquellos que al principio no creíamos que pudiéramos llegar hasta este descalabro, lo veíamos, lo sentíamos avanzar, nos afectaba profundamente, y aún así nos parecía imposible, pero no tardamos en ser desmentidos por la realidad. Cuarenta años de democracia, nos decíamos, así, de pronto, liquidados, como si se pudiese eliminar una ficción con un chasquido de dedos… no podía ser verdad. Los más adultos tenían más conciencia, pienso en los que venían de la dictadura de Gómez, aunque fueran muy jóvenes, o que simplemente la hubieran padecido a través de las persecuciones, exilios, carcelazos, torturas de familiares y conocidos. La historia del país, las viejas y renovadas tristezas que cargaban sobre sus hombros les obligaban a ser menos incautos. Terminada esa historia, de pronto dieron de frente con la dictadura del general Pérez Jiménez. Y a fines de los noventa aparecieron los fundamentalismos y nuestros sospechosos de siempre…
CdE: Cuando alguien nos habla sobre la escritura de un diario inmediatamente especulamos sobre los motivos que se tienen para escribirlos y esperamos encontrar en ellos la actitud del autor ante la vida. En la lectura de sus Diarios (1988-1989) La insubordinación de los márgenes, la autenticidad es lo primero que nos atrapa ¿Qué diferencia existe entre autenticidad y sinceridad?
VdS: Los diarios los escribí, como expliqué en el prólogo, para no perder el hábito y el deseo de escribir, por último, escribir me gustaba, aunque fuera unas pocas horas por día mientras atravesaba unas circunstancias de trabajo extenuantes y de algún modo el vaciamiento que me había producido finalizar una novela que me era muy difícil publicar y ya desesperaba de que alguna vez pudiera conseguirlo. Pero a medida que iba escribiendo sentí que la escritura del diario me proponía, por un lado, un estilo, una sintaxis más certera, un timbre más nítido, un aire, la vibración de una tonada, para decirlo musicalmente, más personal, al tiempo que un mayor reto en la comprensión de lo que me circundaba y yo observaba privada y silenciosamente. También el diarismo me fue resultando enriquecedor en referencia a las notas sueltas acá y allá sobre las lecturas intensas, si bien disciplinadas, exigidas por la preparación de las clases de estética y de teorías y estructuras dramáticas. Leí a casi todos los filósofos y pensadores de la Ilustración, Rousseau, Voltaire, Diderot, D`Alembert, los hermanos Grimm, también alemanes, por supuesto, Goethe, Schiller, sobre todo por el tema de la estética. Leí mucho teatro, que de lo contrario tal vez no habría leído con tanta dedicación, Shakespeare, Moliére, Ibsen, Strindberg, Chejov, Ionesco, Beckett, de los que aprendí mucho oficio (más de lo que hubiera podido imaginar al principio). Pronto comprendí que el diario era una vía de apertura, un despertar de mi interés por lo que ocurría más allá de mi entorno, del país y en otros lugares del mundo. Para mí, viéndolo en retrospectiva, marcó un cambio en la medida en que me condujo a una más amplia libertad formal y entonación verbal que no había conocido ni disfrutado en la escritura de mis novelas anteriores. En particular me llevó a El lugar del Escritor, a Historias de la marcha a pie, Lluvia y así sucesivamente. Sentí que con la escritura del diario me liberaba de una suerte de camisa de fuerza, me liberaba de muchas restricciones e inseguridades.
En los diarios, tanto como en mis novelas, siempre me incliné más por la autenticidad que por la sinceridad. No creo que mi diario sea confesional, algunos raptos de sinceridad se traslucen aquí y allá, pero no más. Pero todo lo que escribo procuro que sea genuino, en el sentido de algo vivido. Creo que el exceso de sinceridad está reñido con la empatía y la compasión a la que deberíamos aproximarnos para comprender a nuestros prójimos.
CdE: En la escritura de los Diarios, aparentemente, no parece que el autor esté condicionado por el público lector. ¿Fue así?
VdS: Yo nunca he escrito nada en función del lector. Ninguno de mis libros, creo que ni siquiera los ensayos, han sido condicionados por el público lector. Desde que empecé a escribir lo hice, intuitivamente, no deliberadamente, en función de mí como escritora y lectora, no en función de mí yo empírico o sicológico, creo que eso es lo que podríamos definir como autenticidad. Pero si no escribí en función del lector, si encontré y asumí esa libertad tan difícil de alcanzar, no fue por virtud, sino por la simple razón de que publicar en esos años de juventud e incluso en los de madurez era casi un prodigio y además aun si publicaba tenía muy pocos lectores. Solo unos cuántos amigos que tenían fe en mí, contados con los dedos de las manos. La fe de mis amigos podía mover montañas. Creo que incluso por eso la voluntad, la constancia, las ganas, como se la quiera llamar, rara vez me abandonó. En eso fui afortunada. Nunca me pasó por la cabeza algo ni lejanamente parecido a la satisfacción mundana del éxito. Podía fantasear con escribir lo que en los viejos tiempos llamaban un gran libro, una gran novela, un fresco, una saga, pero no con eso que Rilke en la extraordinaria, en la incomparable prosa (“la prosa es la idea de la poesía”, Walter Benjamin) de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, a la que yo ni en sueños aspiraba a aproximarme, designaba melancólicamente… la fama, esa demolición pública. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge lo leí tantas veces en la fina y elegante y en mi criterio inmejorable traducción de Francisco Ayala de Alianza tres, que del libro solo quedaron los añicos. Lo mismo me ocurrió con El bosque de la noche de Djuna Barnes en la edición de Monte Ávila.
CdE: Otro de los rasgos de los Diarios es la admirable energía y determinación con la que lo llevó a cabo, a pesar de las circunstancias adversas en las que se encontraba. ¿Qué buscaba con esta escritura?
VdS: Creo que de alguna manera eso ya lo respondí. Los escritores más que ir a la búsqueda se lanzan al encuentro de lo que les salga adelante. Los escritores sin duda componemos, pero no planificamos, ni racionalizamos demasiado, por lo menos no en los inicios del proceso de formación. Las lecturas, la edad, las relaciones intersubjetivas, las experiencias, nos van imponiendo cambios, a veces profundos, incluso radicales, en nuestra visión del mundo y, obviamente, nuevos senderos por los que incursionar, siendo como somos seres inevitablemente históricos, sociales, eminentemente mutables, pero en cuanto individuos si vamos a algo es a la conquista insoslayable de nuestra propia voz. Y los diarios, en este sentido, son un género privilegiado. Además de privilegiado, tentador por el margen de autonomía que posee y por la posibilidad de darle cabida, junto a las cosas del presente, a las del pasado, su vertiente intrínsecamente memorística no es una de sus menores virtudes. Escribir ayuda a recordar, escribir ayuda a pensar, pensar ayuda a aclarar. Por último, leer y escribir, que siempre van juntos, son una gran escuela de aprendizaje.
CdE: La Insubordinación de los márgenes comprende un periodo corto desde 1988 a 1989, y editado representa 99 páginas. ¿Existen más páginas escritas del libro? Perdone mi desconocimiento, pero no he encontrado ninguna publicación que lo continuara, y en el caso de que no exista ¿porqué no continuó su escritura? ¿Tiene algo que ver con que la tradición del diario en América Latina es menor que en Europa?
VdS: El diario tiene muchas más páginas, pero solo cubre esos años. No había pensado en publicarlo, se trataba simplemente de un ejercicio de escritura. Hace unos siete u ocho años fui invitada a formar parte de un ambicioso proyecto editorial, cuatro diarios de autor que no debían pasar de las cien páginas, el proyecto que estaba avanzado no se pudo realizar, la crisis, los costos de imprimir. Este año la editorial El estilete me propuso publicarlo. Yo no lo había escrito en la computadora y transcribir después de las 97 páginas buena parte de las 50, 60 o tal vez setenta cuartillas restantes no estaba en mi ánimo. Al principio tenía mis dudas, me preguntaba si no habría envejecido mucho, consulté a tres amigos, que conocían el diario, e insistieron en que lo publicara.
Sin duda la tradición del diario es menor en América Latina que en Europa, nuestro gran diarista, auténtico y sincero a corazón abierto, fue Rufino Blanco Fombona, que pasó gran parte de su vida en Europa, sobre todo en España. También Alejandro Oliveros tiene años escribiendo, pero los suyos son sobre todo diarios literarios en el sentido más lato de la palabra. Él es un poeta y un lector de muy vastos intereses, no solo de la literatura, también de la pintura. En la actualidad Rafael Castillo Zapata ha escrito tantos que casi pierdo la cuenta, aunque los he leído prácticamente todos, y de vez cuando vuelvo a abrirlos al azar y me entretengo leyéndolos. Se trata de unos diarios particularmente inteligentes, diarios de viajes, tratados, un género que va más allá de la cotidianidad, porque además Rafael Castillo es poeta y en cierto modo también un pensador, eso se siente en el regusto y el placer del lenguaje, en el regusto y el placer de reflexionar, en el regusto y el placer de enseñar y verbalizar. Son todo un género en sí mismos.
CdE: En algún momento del diario nos dice, no es textual, que le hizo bien releer las páginas que había escrito porque pudo ver la línea de sentimientos que iban en la misma dirección, la homogeneidad en el estilo, los temas, etc. De esta confesión se desprende su compromiso con la literatura ¿no es cierto?
VdS: Sí, mi compromiso con la literatura viene de muy atrás, pero está ahí desde la primera hasta la última página, día a día. Cuando terminé de leer el diario en las pruebas finales, pensé que lo había leído como si se trata del diario de otra persona, otra escritora y eso me complació. Pude ver la línea de sentimientos que iban en la misma dirección, la homogeneidad en el estilo, los temas. Pude ver en esa escritora, en la que me reconocía, pero sin identificarme, las líneas de mi vida.
CdE: Su formación es filosófica y sus libros tienen un tono reflexivo no solo filosófico sino también reflexiones subjetivas. ¿Qué les aporta a los personajes esa carga?
VdS: Sí, mi formación es filosófica, pero la literatura ha sido siempre mi vocación. Tan es así que a los filósofos que más leí fueron siempre los maestros de la prosa. En primer lugar, Kierkegaard, Nietzsche, Franz Overbeck, el teólogo amigo de juventud de Nietzsche, Schopenhauer, los grandes ensayistas franceses Paul Valéry, Albert Camus, Deleuze, Barthes, entre los alemanes Benjamin, Adorno, incluso Kant que cuando era estudiante me parecía más bien árido y seco. Quien enseña tiene la obligación de estudiar, me gusta escribir, pero también estudiar. Yo no tenía lo que se llama “una cabeza filosófica”, pero si tenía un temperamento dado a la cavilación y al pensamiento, creo que eso estaba ahí y estuvo bien que no lo hiciera a un lado, que lo siguiera cultivando.
CdE: Usted es autora de algunos libros de ensayo, pero sobre todo ha escrito novelas y pocos cuentos. ¿Ese tono reflexivo de sus libros es un impedimento?
VdS: Para mí no lo es, para algunos lectores puede que lo sea, o que lo haya sido en algún momento. Pero para los lectores más jóvenes pareciera que no. Hace muchas décadas cuento y novelas estaban acotados como géneros canónicos, con reglas específicas, tramas, acciones, personajes tipo, que no se debían ni podían transgredir. Pero los escritores son transgresores por naturaleza. En la actualidad, después de tantas obras (¿novelas?) que quebrantan la mayor parte de las convenciones en las que se sustenta la narrativa tradicional, como, por ejemplo, El hombre sin atributos de Robert Musil, Malone muere o El innombrable, de Beckett, las obras de Thomas Bernhard, la prosa de Sebald, los relatos de Kafka, no creo que esa entonación reflexiva pueda considerarse un impedimento.
CdE: ¿Ese indagar en sí misma y la atención que le presta a lo cotidiano han propiciado que los temas que aborda en sus libros son los que abarca la condición humana?
VdS: Más que indagar en mi misma, creo que indago en las relaciones con los otros a partir de mi interioridad. Espero mantener separada la interioridad de la exterioridad, el arte y la vida.
CdE: Pensar, testimoniar e imaginar, esos son, en síntesis, los pivotes que sostienen su obra, y que de alguna manera parecieran trascenderse en su narrativa. ¿Cómo vive la tensión entre los géneros?
VdS: Desde muy joven las viví pero también pronto comencé a desentenderme no de los géneros pero sí de las tensiones. Ese desentenderme fue un trabajo arduo, pero pocas veces me desvié de la vena “filosofante” de mis novelas, eso propició que pudiera expresarme de un modo orgánicamente más libre a nivel formal, me ayudó a explorar otros procedimientos, a introducir historias dentro de otras historias, historias de primera, de segunda y tercera mano, a enhebrarlas, a enmarañarlas, bifurcarlas y lo más importante interceptarlas, tal como lo hice, sobre todo, en Historias de la marcha a pie y más tarde en Paleografías. Ni siquiera en los años 70 y 80 cuando la departamentalización de los géneros era muy imperativa me aparté de mi sendero. Más tarde leyendo a mis amigos escritores, poetas, ensayistas de una generación algo mayor, me di cuenta de que ellos trazaron su propio camino y por ahí enfilaron su galope sin vacilar, que no le tuvieron miedo a escribir lo que deseaban y necesitaban escribir. De ellos aprendí a no contrariar lo que me pertenecía por naturaleza.
Entrevista publicada con permiso de Cuadernos Hispanoamericanos