Nota del editor:
Bogotá39 es un proyecto del Hay Festival y Bogotá: Capital Mundial del Libro para nombrar 39 de los escritores latinoamericanos más prometedores menores de 39 años. La primera lista fue armada en 2007, y una nueva lista apareció en 2017. Empezando en el presente número, Latin American Literature Today destacará textos de los jóvenes autores seleccionados para este prestigioso reconocimiento. Haz clic aquí para ver la lista completa de 2017.
Aún no sabemos cómo Óscar llegó a comerse la semilla, ni llegamos a descubrir de dónde la sacó. Tenemos aún menos respuestas para explicarnos cómo pudo el árbol crecerle por dentro, germinar la semilla sin impedimentos, dijo el doctor, en la boca de su estómago, regada solamente por los jugos biliares del niño. Y es que a los siete años, también nos dijo el doctor, los estómagos funcionan así de bien. El cuerpo de nuestro Óscar —aún era nuestro Óscar entonces— permitió que el árbol creciera, que las raíces se extendieran por los intestinos y que el tronco fuera estirándose delgado, ceremonioso, a lo largo del esófago hacia la boca, las ramas buscando la luz del sol. Lo que sí sabemos, o queremos creer, es que el árbol no pretendía hacerle ningún daño, que ese árbol monstruo —como lo llamo a solas cuando me miro al espejo, aún avergonzada por lo que hicimos— le amaba. De alguna forma, Óscar y el árbol monstruo eran una sola cosa, eran parte. Y así las ramas que le crecieron por la garganta nunca le atravesaron el pecho sino que, con paciencia, se fueron haciendo hueco. Siempre sin molestar. Siempre sin dañar. Aunque desde fuera pareciese lo contrario.
No era un árbol al uso, con hojas y madera corriente, la madera del árbol monstruo era tan flexible como un músculo esquivo, de un color que se asemejaba a las vísceras. Las hojas eran finísimas y tan verdes como deben ser las hojas, pero solo hasta la mitad, desde el pecíolo estaban regadas por unos capilares microscópicos que, sin notarse apenas, teñían la mitad inferior de la hoja con un tono rojizo, como un atardecer.
Tardamos bastante en darnos cuenta de todo esto porque a nuestro Óscar la invasión del árbol monstruo no parecía producirle más que alegría. Aquellos primeros días muchos de nosotros lo vimos hermoso y más saludable que nunca. El niño aburrido y enfermizo que era se convirtió en un niño espléndido, lleno de energía. No paraba quieto. Sus mejillas, habitualmente pálidas, estaban más que rosadas, los ojos le brillaban como nunca. Es cierto que la piel, si le mirábamos a ciertas horas del día, tenía un leve tono verduzco, pero no quisimos preocuparnos por una nimiedad de ese tipo. Fue el primero de nuestros errores. Tampoco quisimos obligarle a quitarse ese gorro que llevaba encajado en la cabeza, del que no se separaba ni para dormir y ya apestaba un poco a humedad. Interpretamos todo aquello como las rarezas habituales de un niño corriente.
Descubrimos el árbol el día que Óscar abrió la boca para gritarnos y, en lugar de un grito, le salió una flor. Era una flor dorada y húmeda, aún pequeña y cerrada, como si tuviera miedo a abrirse. En cuanto Óscar se dio cuenta de que queríamos cortarla cerró la boca y se negó a decir nada más. Hasta que no escondimos las tijeras de podar y nos alejamos a una distancia prudente, no volvió a abrir la boca. Cuando lo hizo la flor volvió a salir, algo más atrevida esta vez, y se abrió solo un poco, comprobando que nadie quería arrancarla del niño. Ese mismo día Óscar se quitó el gorro que llevaba semanas calzado a la cabeza para mostrarnos las ramas que ya le salían de las orejas, flexibles y jóvenes, con brotes de hojas nuevas.
—Necesitan luz.
Es todo lo que nos dijo, toda la explicación que nos dio. Sacudió la cabeza feliz de poder agitar sus ramas sin pudor. Nosotros estábamos tan sorprendidos que debimos incluso dejar de respirar. Algunos de nosotros vomitamos. Los demás nos echamos a llorar. Óscar fue consolándonos a todos, como si de repente los papeles se hubieran invertido y nosotros fuéramos los niños a los que había que cuidar. Sobre todo nos hizo prometer que nunca, pasara lo que pasara, le llevaríamos a ver a ningún médico. Que nunca ningún doctor le examinaría.
***
Desde el descubrimiento del árbol algunas de nuestras costumbres cambiaron. Los horarios, por ejemplo, las horas de luz eran tan necesarias para Óscar que aprendimos a repartirnos los paseos al exterior entre todos para que el niño siempre estuviera acompañado de un adulto. A veces uno de nosotros sorprendía a Óscar acariciándose suavemente el estómago. Nunca se quejó de ningún dolor, y hasta hoy nos preguntamos si por miedo a una posible visita al médico, o porque era un dolor de esos tan intrínsecos a la vida que llegan a fascinar y sufrirse por partes iguales. En los siguientes meses el árbol creció muchísimo, más de un metro por encima de su cabeza. El gorro, perdido ya en la parte más alta del árbol, debió llegar a albergar un nido de pájaros. El niño incluso tenía que doblarse para entrar en su habitación. A pesar de las ramas y las hojas y todo lo que no podíamos a ver a causa de la altura, aquello no parecía pesarle a Óscar. Nunca llegamos a entender esa simbiosis. Era solo como si el mundo se le hubiera hecho, de repente, más pequeño.
Por las noches entrábamos a su habitación sin que nos viera para observarlo mientras dormía. Nos llegó a gustar asistir a ese momento previo al sueño profundo, cuando las flores cerradas salían de su boca y se acomodaban a ambos lados de la cabeza de Óscar, abrazando y protegiendo. Si el niño era víctima de un mal sueño y se movía agitado, en seguida una de las flores se despertaba para acariciarle la mejilla, calmándolo. También éramos testigos de cómo, todas las noches, cuando el niño ya estaba total y profundamente dormido, empezaba a llorar. Óscar lloraba sin aspavientos durante horas, sin ruidos, sin mocos. De sus ojos caían ríos de agua salada que empapaban las sábanas y las ramas del cuello y las hojas bajas. Y, aunque Óscar parecía dormir tranquilo, teníamos la permanente sensación de que en cada una de esas lágrimas se le escapaba un poco de vida. Eso sí, cada mañana nada malo parecía haber ocurrido, el niño solicitaba varios vasos de agua fresca, echaba un bostezo largo y después se frotaba los ojos y las hojas y todo el cuerpo, sin el más leve rastro de lágrimas.
Nunca supo que le observábamos dormir. Regresábamos a nuestras habitaciones al amanecer, estábamos seguros de que no le hubiera gustado saber que hacíamos aquello.
La enfermedad llegó de repente. No sabemos si fue el frío, o la ventana abierta, o la falta de gorro, o el cambio de estación. O era el árbol monstruo que, llegados a ese punto, sin poder crecer mucho más, sin hueco dentro para alargar sus raíces, empezó a enfermar. Las hojas se fueron cayendo a pares, el riego habitual que las alimentaba dejó de ser suficiente y se desprendían, amarronadas, como hojas de otoño. Las ramas parecían encoger. Y a cada paso de Óscar iban perdiéndose más hojas, caían solas, por su propio peso. Nosotros a veces las barríamos sin que se diera cuenta el niño. Pero lo sabía, claro que se daba cuenta. Por mucho que le explicábamos que en determinadas épocas del año hay árboles que pierden las hojas, él intuía que su árbol no era de esos, y que perder las hojas no era bueno.
No podía hacer más que sentarse al sol, quedarse tan quieto como le fuera posible, y extender las ramas y los brazos firmes para atrapar los rayos de un sol que, allá arriba, posaba cada vez más apagado o cubierto de nubes. Las flores, y esa era nuestra esperanza, no se cayeron. Permanecían tibias y grandes, eran un total de cuatro las que le salían, hermosas, por la boca, y se acomodaban detrás de la cabeza, como una corona dorada. Cuando Óscar tomaba el sol inmóvil y le iluminaban la cara y las flores los rayos en oblicuo, parecía el rey de los árboles, un rey con una corona de flores doradas. Era algo único de ver.
Pero el sol iba perdiendo fuelle a medida que avanzaba el otoño, cada vez se repetían más a menudo los días nublados. Óscar tenía, por tanto, que pasar cada vez más horas en el exterior, quieto, con las ramas estiradas, para aprovechar cada brizna de luz. También cada noche dormía más y lloraba ríos abundantes de agua salada. Teníamos, en aquella época del año, cada día menos horas de luz.
***
Cuando terminó de llegar el invierno decidimos avisar al doctor. Lo camuflamos lo bastante para que el niño nunca supiera quién era. Se lo presentamos como alguien que había tenido también un árbol dentro y el niño se creyó a pie juntillas la historia. Lo cierto es que el doctor lo hizo muy bien, se inventó un personaje muy coherente, aprovechando esa cara de helecho que tenía, esa barba que parecía musgo, y con ayuda de unas hierbas que utilizó para teñirse la lengua de verde. Calculamos que Óscar ya estaba cansado, llevaba muchos días así, con las ramas y los brazos estirados para captar el poco sol que quedaba en el exterior. Estábamos seguros de que deseaba volver a ser como los demás niños, que no podía con la carga de un árbol ya tan grande, y tan enfermo. O tal vez fue un error quererle convertir en uno de los nuestros. Cómo saberlo.
Aun así lo hicimos. Éramos los adultos. El doctor falso árbol le contó cómo extraer la planta sin que ninguno de los dos sufriera. Se basó en su experiencia, con lujo de detalles nos contó cómo lo había conseguido él, incluso le enseñó al niño fotos de su supuesto árbol, creciendo ahora feliz en las orillas de un río, tan alto y frondoso como cualquier otro. El doctor le contó a Óscar que su árbol, con los años, llegó a dar frutos y que ahora alimentaba a una familia entera. El niño escuchaba con todo el ahínco del que era capaz, no le quedaban ya fuerzas ni para hablar, pero le brillaban inmensamente los ojos mientras se acariciaba las ramas y los brazos y las flores doradas.
Así que, esa misma noche, antes de dormir, Óscar nos dejó podarle. Con toda la delicadeza de la que fuimos capaces cortamos sus ramas, con sumo cuidado de no quebrar los brotes de las ramas altas, unos brotes hermosos que podían conservarse en agua para, tal vez, generar nuevas hojas. Le podamos despacio, entre todos. Óscar no dejaba de temblar. Dos de nosotros le sujetábamos las manos y otros dos le secábamos las lágrimas que le caían al suelo a goterones desde la nariz. El niño se quedó blanco cuando, para terminar, le cortamos las flores de la boca y se las pusimos en las manos. Las tomó con respeto y las depositó en agua junto a las ramas. Las flores permanecían, aún, erectas y bellas, igual de doradas que siempre.
Le abrazamos entre todos, por fin sin clavarnos las ramas, qué alegría, le subimos un palmo del suelo, después a dos, conseguimos incluso levantarle entre todos. Óscar intentaba reír como nosotros, pero de la boca le salía algo más parecido a un sonido gutural, una especie de eructo de madera. Era tan agradable poder abrazar a Óscar sin pincharse con una rama que no pensábamos en otra cosa. Cómo lo habíamos echado de menos. Se tomó sin rechistar el brebaje que le había preparado el doctor falso árbol para expulsar, cuanto antes y lo más enteras que fuera posible, las raíces de sus intestinos.
Nos fuimos todos a dormir. Al día siguiente iríamos a plantar con cuidado los restos del árbol, tal y como nos había explicado el doctor que debíamos hacer. Esa noche el niño cerró la puerta de su habitación y, por primera vez, no pudimos espiarle en sueños. Pasamos la noche, en cambio, vigilando las ramas del árbol en agua hasta quedarnos dormidos. Estábamos tranquilos. Cansados.
Dormimos tanto que nos sorprendió el mediodía. Pero casi nos hundimos de amargura al abrir los ojos y comprobar cómo las flores del árbol en agua, horas atrás doradas, hermosas y húmedas, estaban ahora caídas, deprimidas, mustias. Las ramas habían perdido toda la flexibilidad que tenían el día anterior, y ahora, separadas de Óscar, no eran más que madera dura y llena de astillas. Corrimos hacia la habitación del niño, tuvimos cuidado de no derribar entre todos la puerta. Óscar estaba tumbado en su cama, en posición fetal, parecía dormir tranquilo. No le habían crecido más ramas ni flores. Nos cogimos de las manos con emoción contenida y nos acercamos despacio. Le acariciamos suavemente las mejillas, los brazos, las piernas, el pecho. Incluso su piel había recuperado el color pálido de antaño, antes de la semilla. Óscar respiraba tranquilo, ajeno a nuestra alegría. Se fue despertando poco a poco, no lo incitamos a ello, le esperamos, disfrutando de cada uno de sus movimientos de niño.
Pero se nos debió de helar la sonrisa en la cara cuando Óscar abrió los ojos. Eso lo cambió todo. Sus ojos, aparentemente los de siempre, con el mismo color y la misma forma, eran irreconocibles. Estaban apagados, sin brillo alguno, opacos. Tan vacíos que daba una aprensión desgastada mirarle directamente. Al tomar contacto con esos ojos nos invadió una tristeza profunda, una tristeza tan grande, tan contagiosa, que solo quisimos morirnos. Como si la tristeza de Óscar estuviera en el aire y nos impregnara la piel y las vísceras. De repente solo teníamos ganas de enterrarnos los unos a los otros, escondernos, taparnos y cubrirnos con mucha tierra por encima, aplastarnos bien abajo del todo, en la oscuridad. Echar raíces y dejarnos comer por los gusanos. De eso tuvimos ganas a partir de entonces.