Estoy ya de regreso y ésta será mi casa, mi guarida: 72 escalones, una puerta de madera pintada de rojo, una llave solitaria, única. Esta tarde la uso por primera vez, dos vueltas a la izquierda, muy despacio, tratando de detectar el sonido del cerrojo cuando cede; mi bienvenida.
La luz es magnífica, amarilla y temblorosa como un cuerpo. Cae a chorros por las ventanas, las traspasa con un poder inusual, lo inunda todo; y sin embargo es serena también, acaso mansa. Parece que esta luminosidad ha estado concentrada aquí desde mucho tiempo atrás, desde siempre. Estoy en un nido, en el centro mismo de un aposento de luz, viendo de cerca el altar de los reflejos vespertinos.
No hay ruido.
El silencio se esparce, como el polvo, justo dentro del vendaval de luz. Es un revoloteo frágil alterando el parsimonioso estar del aire. Antes de mí sólo había esto: la mudez de la luz y el deambular manso de un aire rancio, delgadísimo, ajado por el tiempo.
Mi guarida tiene las paredes desnudas, los mosaicos irregulares, los techos altos. Pero sobre todo tiene ventanas y silencio. Vacía. Pequeña. Apenas suficiente para una persona. Tan distinta a los lugares en que he vivido los últimos años. Aquí no hay jardines, ni pianos, ni candiles colgando como joyas brillantes de los techos. Aquí no hay perros, ni gatos, ni plantas para regar de tarde en tarde. Aquí no habrá cuadros sobre las paredes blancas, ni tapetes en la entrada, ni espejos. Aquí no habrá persona alguna. Sólo yo.
Sólo la luz y yo. Y estas ventanas listas para abrirse.
Las abro. Los sonidos de la calle entran en bandada, categóricamente. Hay voces, gritos difuminados por la distancia, sirenas, pasos marchando hacia todos lados. Murmullos. Tres pisos abajo, las calles serpentinas se enrollan y desenrollan sin patrón alguno, siguiendo una lección propia, un lenguaje que, de tan obvio, se vuelve incomprensible. Estas calles faro, estas calles arcoíris, estas calles ¿te acuerdas, Criollo?, por donde trastabillamos y corrimos, donde crecieron nuestros acertijos, donde nos despedimos. Donceles. Los nombres como dulces dentro de la boca, sobre la lengua. Regina. Los nombres como plumas de faisán detrás de las rodillas. Mesones. Los nombres como abracadabras de membrillo. Tres pisos debajo de mis pies, justo sobre la epidermis del pavimento, hay un mapa de color azul que casi ya no veo.
Creo que he regresado para dibujarlo otra vez. Mi mapa. Para borrarlo.
Al anochecer el edificio se llena de voces, ecos sordos que se trasminan a través de las paredes y los techos, junto con los olores de la cena y el humo de los cigarrillos. El ruido monótono de los televisores. Las carcajadas de los muchachos reunidos en la puerta de la entrada y, después, el tropel de sus pasos por las escaleras oscuras de camino a la azotea. El entrechocar de las cervezas. La botella vacía que se estrella contra el cemento desnudo de los pasillos. El llanto de los niños. El llanto de los perros. Alguien corriendo a toda prisa, perseguido de cerca por las sirenas rojiazules de la policía. Y el sonido seco de alguien más que toca a mi puerta. Tres golpes, silencio. Tres golpes más.
—Buenas noches —la voz detrás de los ojos negros es firme y tímida a la vez—, soy la portera. Vengo a saludarla y a ver qué se le ofrece.
La mujer lleva el suéter arremangado arriba de los codos, como si hubiera dejado algo a medio hacer en la cocina, pero su manera de detenerse a un lado de la puerta roja no indica prisa sino curiosidad. Sus ojos apenas se detienen sobre mi rostro para salir volando hacia el espacio vacío de atrás. Indecisos, como sin brújula, sus ojos se pierden sobre la superficie de las paredes y salen después a toda prisa por las ventanas abiertas.
—Va a escuchar historias sobre el edificio —dice—, pero no haga caso. Hace mucho que no ocurre nada por acá.
—No se preocupe —le respondo, disculpando las historias de antemano, sonriendo como sus ojos antes, sin brújula.
—De la gente —empieza la oración y vuelve a detenerse mientras observa el piso con insistencia—. De la gente como rara que a veces se aparece por aquí, de ésa yo me encargo.
Lo dice con orgullo y desazón en la voz, sin saber cómo continuar. Finalmente lo hace, en un arranque, aguantando la respiración y encontrando mis ojos a un mismo tiempo.
—¿Y sus muebles? ¿Sus cosas? —pregunta.
Un viejo de hombros vencidos se atraviesa entre nosotras, murmura apenas un buenas noches seco, casi inaudible, y abre la puerta contigua con ademanes automáticos. Sus botas con suelas de hule rechinan sobre el piso.
—Después, con el tiempo —le contesto, pensando en mis cosas, mis muebles: una silla, una bolsa de dormir, una maleta con algo de ropa, una caja llena de papeles.
La portera suspira, decepcionada. En la mirada que me recorre de arriba abajo hay incredulidad. La mujer no puede creer que yo también ande contando centavo tras centavo al final de cada mes; que también tenga que comprar aceite barato para refreír las sobras de la comida a la hora de la cena o entretenerme de tarde sólo con la radio y los cigarros. Por eso observa mis manos, va de una a la otra sin prisa, tasando el tamaño de la mentira, las dimensiones de la duda. Y mis manos, finas y suaves como las tuyas, Criollo, con dedos largos y huesudos, me delatan. La portera sonríe para sí misma y, a pesar de saber, continúa tratándome con deferencia.
—De cualquier manera, no tenga miedo —dice en voz baja mientras mueve la cabeza de izquierda a derecha en signo de callado reproche, escondiendo los ojos en los bolsillos de su delantal—, hace mucho que no pasa nada en este edificio. Las historias que oirá son viejas.
—Gracias.
Mi respuesta va detrás de sus pasos cansados, sin saber a ciencia cierta lo que ha acontecido. Pero justo cuando vuelvo a cerrar mi puerta me doy cuenta de que en realidad no tengo miedo, de que ahora ni siquiera puedo recordar cómo era, qué se sentía o en qué momento despareció. Ahora sólo queda este vacío suave, liso, abierto de par en par, ilimitado. Todo puede ocurrir ahora, ¿verdad, Criollo? El peligro, la locura, las ganas de tomar al mundo entre las manos y exprimirlo sin pausa, sin pausa alguna. Alguien puede detenerse a media calle para decir de repente, con la velocidad de un arma mortal, soy tuyo, seré tuyo siempre. Detenme, por favor, detenme.
El aire. La falta de aire.
Sin miedo abro la puerta roja una vez más y, sin pensarlo, me dirijo a la azotea. Es ya de noche, una noche cerrada, irrespirable, viva como una hiena. Los muchachos están reunidos cerca de la desembocadura de la escalera. Toman cerveza, fuman, cuentan chistes, se carcajean. Y por un momento, justo como la portera, no pueden creer lo que observan: una mujer pasa entre ellos a toda prisa, buenas noches, y, dándoles la espalda, recarga los codos sobre la barda de bloques grises, viendo hacia más allá, hacia. Ellos guardan silencio, la observan sin mirarse entre sí. Después, poco a poco, recuperan el habla. Las palabras al principio se escuchan quedas, incómodas, asustadas. Pronto, sin embargo, el alcohol y la compañía les regresan el grosor natural, la fuerza y los ecos en sordina. Lo que ensayan son palabras de hombre, historias de albures y mentadas, de peligros insospechados y victorias inadvertidas.
“Sí, mucha lana, muchas viejas, muchas drogas,” enumera el que acaba de llegar de Chicago.
Los otros ríen sin ton ni son, incrédulos.
Sobre el barandal de la noche, sin miedo. Nadie puede asustarme esta noche, nada. Ni sus voces, ni el viento, ni la lluvia de luces eléctricas y faros veloces que agujeran la oscuridad. Ni la voz del Chicago Boy, como lo llaman, cuando se aproxima con una cerveza en cada mano.
—¿Quiere tomarse una? —pregunta mientras extiende el brazo con el mismo arrojo contenido de su voz—. Es bueno, a veces, beber de noche.
El Chicago Boy tiene los ojos de alguien que sueña, abiertos, sin huellas. Sin miedo de caer, se sienta sobre la barda, cerca. Y calla. No sabe qué decir, ni lo intenta. Los otros muchachos también guardan silencio, aburridos tal vez, tal vez a la expectativa de algo nuevo.
—Es un hotel muy viejo —murmura—. Dicen que Villa durmió una noche ahí, hace muchos años.
Él está de espaldas al hotel pero yo sí observo el edificio descolorido, de seis pisos tristes, que se yergue en contra esquina del nuestro. Hace muchos años yo dormí ahí también, ¿verdad, Criollo? Contigo. Y me asomé a la noche por una de esas ventanas, después, cuando el sueño te dejó suave, abierto, olvidado de ti mismo, temblando apenas, frágil y dulce como un malvavisco. Y te vi durmiendo con las manos bajo la almohada y las rodillas entremezcladas con las sábanas como un niño. Blanco tú y blancas ellas, una luminosidad de alcatraces y luciérnagas.
—Yo me sé todas sus historias porque mi mamá trabajó de recamarera ahí por muchos años —dice el Chicago Boy como al descuido.
—¿Te acuerdas de alguna?
Supongo que se trata de las historias que mencionó la portera.
—Hubo, una vez, una muchachita francesa —inicia el muchacho con una sonrisa sarcástica entre dientes—, que se pasaba los días encerrada en su cuarto mientras su amante celoso andaba en la ciudad arreglando negocios. Nosotros la veíamos de tarde en tarde, desde la banqueta; la aventábamos besos, o dulces, o piedras. Y la francesita nos mandaba avioncitos de papel con mensajes secretos.
—¿Y qué decían?
—Como ninguno de nosotros hablaba francés, nunca supimos. Lo que sí quedó claro es que era francesa.
—¿Nada más? —le pregunto.
—Sí, sólo eso —dice mirándose la punta de los tenis—. ¿No es chistoso?
Y el Chicago Boy se ríe y regresa a platicar con sus amigos.
Estas son tus notas, Criollo, todos tus recados. Servilletas, pedazos de papel, hojas arrancadas de cuadernos escolares. Ahora que las leo parecen tan amargas como entonces, cuando las dejabas pegados sobre la puerta sin que yo me diera cuenta. Sorprendida de verdad al encontrarlas. Pero, también como entonces, suenan divertidas, palabras apresuradas describiendo el tráfico, los sueños de algunas noches, noches muy largas, noches sin ti; el cielo amarillo de ciertas tardes, tardes de otoño, sucias como huevo; y mi cuerpo, tan cerca, y sí, al final, como siempre, tuyo, el Criollo, de ti. Cuando levanto el rostro la ciudad desaparece, tus palabras y el sol me dejan deslumbrada, ciega. No sé cuándo empezaste a usar el nombre que te di. Pero pasó de alguna manera, sin que yo lo notara. Así como pasan todas las cosas algunas veces, de repente y naturales a la vez; sin alternativa y azarosas, el destino y la suerte dopándose de frente, sin memoria.
Bajo la luz de la mañana observo mis rodillas morenas, la piel oscura de mis brazos, y sé, de repente, cómo surgió. Cómo nació tu nombre, una noche, en el último vagón del tren, en la cola de todos los deseos. Esta es la historia, así ocurrió:
Descubrimos la estación perdida a orillas del pueblo y nos quedamos ahí, husmeando los cuartos de adobe, haciendo malabares sobre los rieles en desuso, viéndonos de lejos. Estábamos hechizados por el olor a madera carcomida, por los reflejos de los rostros a través de los cristales rotos de la taquilla.
—Este viaje cambiará mi vida —dijiste—. Voy a recordar esta luz oblicua siempre, siempre, —añadiste como al descuido, con la voz tersa de las profecías.
Después guardaste silencio y, dentro del silencio, como obligado por algo automático, abriste la boca varias veces. Estabas listo para decir algo y listo, también, para callar por siempre. Entonces llegó el tren y lo abordamos. El tren del sueño. Un grupo de campesinos viejos e indias de mirada adusta subió con nosotros al vagón. Los miramos con timidez, con súbita incomprensión. Era difícil saber qué transcurría detrás de esos ojos, qué ceremonias o qué masacres se ocultaban detrás de sus velos pardos. Pero cuando ellas te rehuyeron la mirada, cuando bajaron la vista y aprisionaron con temor el cuerpo de los corderos bajo sus brazos, entonces supe que tú no eras como nosotras. El nombre apareció de inmediato, entero. Criollo. Entonces tomé tu rostro entre mis manos y lo atraje hacia el marasmo del rostro mío. Te obligué a mirarme de frente.
—Este viaje cambiará tu vida —auguré en un murmullo—. Y la luz anaranjada de este atardecer en la ladera de la montaña te acariciará después con el filo de una espada.
Íbamos de regreso a la ciudad, a la ciudad de las ruinas intactas, a la ciudad del centro. Esta ciudad que ahora me rodea mientras leo todas tus notas, todos tus recados bajo la luz torrencial del mediodía. Aquí está el tráfico, la desesperación de algunos sueños a solas, la vastedad ilimitada, la tibieza de mi cuerpo. Tu criollo, doblado en avioncitos de papel que vuelan sobre las sombras de los mendigos cabizbajos, tuyo, sobre el recorrer inseguro de los perros cojos, criollo de ti, sobre el jugar algarabioso de los niños que se persiguen descalzos en las orillas de las banquetas.
Apenas se escuchan las campanadas vespertinas de la iglesia y ya hay alguien aquí, tocando despacio ante mi puerta. Es el Chicago Boy, con una sonrisa y una cerveza.
—Las seis de la tarde y todo sereno —dice bajo el dintel de la puerta, haciéndose el chistoso.
No le pregunto qué hace aquí o qué es lo que está buscando. Sólo lo observo, sus piernas cubiertas de mezclilla agujerada, su cintura estrecha, sus ojos traviesos, sus rodillas a medio flexionar. Como su madre, él también espía la desnudez brillante de mi casa y guarda un silencio incómodo antes de preguntarme por mis muebles.
—Nosotros le podemos ayudar a cargar sus cosas —ofrece con una sonrisa que parece sincera.
Entonces lo invito a pasar, a beber su cerveza conmigo. Mientras el muchacho recorre el departamento vacío con la mirada, yo me sirvo un poco de agua en una taza. Después nos sentamos sobre el piso, en extremos contrarios. El sol de la tarde deja un débil brillo azuloso sobre su cabello despeinado. De repente no es más que un cuervo callado y tímido, un ave oscura acostumbrada al silencio.
—¿Y esos papeles? —me pregunta señalando el tropel de avioncitos de papel con el pico de su botella.
—Notas en francés —le respondo.
Sonríe en silencio, mueve la cabeza como su madre lo hiciera antes: de derecha a izquierda, como un péndulo, reprobando el detalle.
—La historia que le conté anoche no es cierta. La inventé toda —dice—. Pasó, pero de otra manera —añade.
Fue en Chicago. Él escribió las notas. Muchas notas en español para la muchacha del segundo piso. En lugar de dejarlas bajo su puerta, usaba el papel para envolver piedras muy pequeñas que después arrojaba hacia su ventana. Luego corría entre la ventisca de hielo, arrepentido de su arrojo y a la vez feliz por haberle dado rienda suelta al miedo. Pero siempre las encontraba entre los montículos de nieve sucia al día siguiente, la tinta despintándose bajo la humedad y las hojas navegando sobre riachuelos de agua fría hasta que se hundían en las alcantarillas. Ella no entendía español de cualquier manera.
Lo deja hablar por largo rato y después callar, también por mucho tiempo. Los ruidos del edificio crecen poco a poco, alguien camina apresurado por el pasillo y mi vecino canta bajo la poca agua que cae de la regadera. Es un día feliz, parece. El Chicago Boy también sonríe. Lo hace en silencio mientras desdobla mis avioncitos de papel.
—Son bonitos —murmura—, los recados.
Después de leerlos despacio, los ha ido apilando uno sobre otro, formando una torre de papel maltrecha y frágil. Cuando finalmente termina me mira con la boca abierta y los ojos interrogantes.
El Chicago Boy debe pensar que estoy sufriendo.
Cierro las ventanas, recojo los papeles del piso y, como no sé dónde colocarlos, doy vueltas en círculo casi sin notarlo. Él me ve hacer pero no pregunta nada y tampoco se inmuta. Al final, cuando no encuentro mejor alternativa, los pongo debajo de una pata de la silla como si temiera que se escaparan en la cola del aire.
—Tienes manos de hombre —me dice de repente, seguramente sin pensarlo, cambiando de tema.
Yo las observo: mis manos, tus manos, como si nunca lo hubiera hecho antes, y asiento en silencio. El eco de su tuteo inesperado me hace cosquillas detrás de las orejas.
—La cantina de abajo está abierta ya —menciona al incorporarse, invitando a su manera.
La luz del alumbrado público ilumina las ventanas con su brillo mortecino y nostálgico. Una llovizna delicada cae a oleadas lentas sobre la ciudad. Sin contestarle, me incorporo con una agilidad inusitada y lo sigo.
—En realidad la historia no iba así —susurra en el cajón oscuro de las escaleras—, los papeles los encontraba yo en la calle, revueltos entre la nieve. Y no los entendía porque estaban en inglés. Eso fue todo.
Entonces nos abrochamos las chamarras y nuestras sombras dan vuelta a la esquina, con el balanceo de los vagos y de los cinturitas.
Es la misma cantina, Criollo. La misma música norteña llenando el aire de pasiones malsanas y ridículas. Los mismos espejos sucios sobre la barra, justo atrás de las botellas.
Y es tan distinta.
—Hay lugares que nunca cambian y hay otros que sólo lo hacen dentro de la cabeza. Uno nunca reconoce a los que en realidad cambian —menciona el Chicago Boy, con los ojos de alguien que ha estado en muchos lados.
La música de los acordeones, tan fuerte, tan lasciva, no me deja escuchar su siguiente comentario.
El mesero lo saluda.
Una pareja se besa en el sillón de la esquina.
De espaldas al barullo del lugar, una mujer envuelta en un vestido color bermellón empieza a llorar muy lento, observándose a sí misma en el reflejo del espejo de la barra. Una estatua. Algo detenido en un trozo de tiempo. Sus cabellos negros contrastan con el encendido carmín de los labios y la transparencia súbita de las lágrimas que caen una a una por las mejillas, como joyas pequeñísimas.
—Deberías llorar así —me dice el Chicago Boy con un reto fugaz en cada ojo, lleno de reprobación.
Los dos la miramos sin querer, con la ambivalencia de quien quiere ver más y a la vez se muere de pena propia y ajena.
—¿Por qué no? —lo reto a mi vez—. Las mujeres, a falta de alternativa, se rehacen sufriendo.
Pero no lloro. El Chicago Boy se entretiene observando el líquido de su vaso. No quiere mirar a la mujer bermellón y no quiere mirarme.
—Todo vuelve al lugar de antes, como la marea —dice, señalando el ir y venir del licor sobre las paredes del vidrio empañado.
Tal vez tiene razón, ¿cómo saberlo? Luego, sin poder evitarlo, vuelve a mirar a la mujer de la barra.
—Mi mamá se duerme así algunas veces —me dice sin quitarle la mirada de encima a la mujer bermellón—, por el cansancio. Yo también lo hacía, allá en Chicago. No tenía donde dormir y en las cocinas no se molesta a nadie de noche.
Miro sus manos, las imagino recorriendo a tientas la piel dorada de la muchacha del segundo piso que no hablaba español. Imagino sus labios húmedos sobre sus hombros, sus senos. Y los ojos abiertos, brillando como luciérnagas solitarias detenidas en la noche. Las luces de una ciudad extraña colándose por entre las rendijas de las cortinas. Y el silencio. Y los gemidos quedos, muy quedos.
Pero todos sabemos ya que eso no es cierto.
—De seguro la abandonaron —sentencia el muchacho, hastiado de tanto espectáculo.
Espantando ante la visión de las mujeres dormidas sobre las barras, el Chicago Boy enrolla los ojos con exasperación. Parece que la fuerza, la imposición gratuita de la desdicha, le da asco. Náuseas. Ganas de salir corriendo y respirar aire fresco. O ganas de caer bajo su encanto.
—Sí, quizá la abandonaron —le respondo, dudándolo.
Porque tal vez hoy ella se levantó tranquila, sabiendo que algo se acababa. Y se puso a beber con calma pequeños sorbos de tequila hasta ver la tarde toda en llamas, sin reconocer un placer que no conocía pero que la hizo sentir contenta, casi sexy, envuelta en su mejor vestido entallado. Y tal vez se ha puesto a llorar más tarde porque dolía, o porque no dolía, verse sola y hermosa, perenne como una dádiva.
—Pero nunca te fíes de una mujer que sufre —añado.
La mujer bermellón ha dejado de llorar y, trastabillando de mesa en mesa, ha brindado con hombres y mujeres por igual. Por un momento me imagino que esa mujer tan esbelta, tan maltratada, es sólo una muda que se dedica a vender imágenes religiosas, o llaveros o dulces, todo a cambio de algunos tragos y algunos pesos.
Pero me equivoco.
Cuando se acerca a nuestra mesa, la mujer habla.
—Sólo les voy a quitar unos minutos —dice mientras nos guiña un ojo—, les prometo que se van a divertir.
Entonces, extrae un montón de fotografías manoseadas de su bolso de plástico rojo. Son instantáneas coloridas de un cuerpo de hombre. Close-ups. Una rodilla, la boca, las manos sobre el sexo, los pies desnudos, los cabellos. Una a una, a intervalos regulares, las va pasando frente a nuestros ojos.
—Esta es su boca, ¿bonita, verdad? Estas son sus manos, ay para qué les cuento, sus piernas tan claras. Esta es la mata de sus cabellos, la acaricié tanto, tantas veces, sus anteojos, las cinco uñas de sus pies, todas parejitas. Y esta cosita ahí, colgándole en el centro, es la que me volvió loca —se ríe, pone un dedo índice sobre la sien derecha—, bien loquita ¿no? de remate. Increíble ¿verdad? Qué chiquita ¿no? con tantos plieguitos, tan fragilita, como que no sirve para nada, ¿no?
Y la vemos bien, su cosita.
—Esta es su lengua estriada, ay su lengua —continúa la mujer—, y estos son sus ojos cerrados cuando los hombres cierran los ojos, en ese momento, ustedes me entienden, ¿no? Este es su ombligo, justo en el centro del universo. Y estas son sus dos nalgas, lisitas, blancas, suavecitas como almohadas.
El Chicago Boy no tiene otro remedio. Con el rictus muy serio, mira a la mujer bermellón y me mira a mí. Nuestras risas lo amedrentan; parece que no entiende pero de todas maneras tiene miedo. Sus manos están en la entrepierna, no con el gesto de hombre que se acomoda el sexo, sino trémulas casi, protegiéndose a escondidas la bragueta.
—Bola de viejas vulgares —dice finalmente, pero el resto de sus palabras se pierden entre el sonido de los acordeones y la música estridente de nuestras carcajadas.
—Bueno, él quería pertenecerle a todo el mundo y ahora lo está haciendo, finaliza la mujer.
Le da un último trago a su vaso de agua, nos vuelve a guiñar el ojo, y sale de la cantina balanceando la cadera.
Seguramente la mujer va a tener una cruda bárbara mañana, pero ahora, mientras camina sin sandalias sobre las banquetas, brincando en todos los charcos de la media noche, ella se siente extrañamente bien. Libre y encendida a la vez. Si alguien le preguntara su edad en este instante, ella contestaría sin dudar: «tengo 17 años.» Una sonrisa traviesa dentro de cada ojo gigantesco. Luego, continuaría con su camino a toda prisa, sin volver la vista atrás, como si se le estuviera acabando el tiempo. Al llegar frente a las escaleras, subiría los 72 escalones con movimientos de gacela. Sus manos de piel suave e inútil encontrarían con facilidad la única llave dentro del bolso repleto. Si alguien le preguntara del otro lado de la puerta ¿de dónde vienes?, ella miraría hacia lo alto, diciendo: «lo importante es saber a dónde voy. ¿No te parece?» Las briznas de una coquetería vieja empañando el ambiente. Entonces, desmaquillándose frente al espejo, la mujer se encontraría los ojos.
—No eres el Chicago Boy —se diría a sí misma.
—No eres la mujer bermellón —le contestaría el reflejo.