Nada se pierde con vivir, ensaya. Puede ser que quienes leyeran a Enrique Lihn (Chile, 1929―1988) en su momento, hayan quedado embobados con La pieza oscura (1963), ese prodigio de la poesía confesional, especialmente con sus monólogos: esa voz inimitable, acaso la de un supuesto padre susurrándole a su hijo de meses, un padre que aún no lo era y que ya en ese entonces no dejaba de serlo para algunos de sus lectores. Pese a esto, lo que me conmueve hoy, desde la perspectiva de los años que le han pasado encima a estos versos sin lograr envejecerlos, más que aquella prosodia tan aristocrática como ordinariamente feroz ―en palabras de Álvaro Bisama―, es aquel verbo: “ensaya”, que ya Montaigne en el siglo XVI transmutara no sólo en un género literario nuevo, sino en un sustantivo. Ensayar es como tener la alacena llena de comida cuando llegan los tiempos de guerra, dice precisamente en un ensayo Fabián Casas. Y si quisiera ir más lejos aventuraría una premisa: el ensayo, como texto supuestamente transitivo, de ejercicio “impresentable” si se quiere, es precisamente por este motivo una obra ya finiquitada; lo que se escribiera antes o se escriba después de ella viene por añadidura.
El presente texto es de cierta manera una parcelada panorámica a los actuales novelistas latinoamericanos que se dedican precisamente a esto: a ensayar, o a lo que también denominaré indistintamente artículo, crónica ínfima, o sencillamente texto. Pero es también, secretamente, un ensayo; un ensayo tanto sobre el tratamiento del pop en la literatura como de un examen de disección del estilo ajeno, pero por sobre todo, un ensayo acerca de las formas inhóspitas que ha ido tomando el mismo aquí en Latinoamérica. Hablaré de la generación de los que están actualmente publicando. Nada de muertos esta vez. Voy a hacer como que el Boom nunca existió, por lo que me veré en la obligación de analizar a estos cinco autores que seleccioné bajo la luz de la intemperie, sin sombras de gigantes dinosaurios. Me aplicaré a divagar acerca de cierto escritor contemporáneo y latinoamericano cuya obra se delinea especialmente en la narrativa, pero que como actividad anexa o hobbie se dedica a la labor de articulista o ensayista, menester que, a mi gusto de lector, le sale mucho más fresco y estilísticamente más convincente.
Mi relación con el artículo y la crónica —género bastardo— en su momento fue la del lector azorado, salteado a voluntad, como quien leyere el diario de hace cuatro días, o lo que haya en el baño, cuando ya no se tiene nada que leer. Pero fue hace no mucho, siendo yo ya un lector omnívoro y compulsivo, que leí con verdadera dedicación, por primera y circunstancial vez, un artículo. Fue uno de Fabio Morábito. El mexicano nacido en Alejandría, por oficio poeta y que se hiciera tímidamente conocido en el cono sur por alguno que otro volumen de cuentos publicado en su momento por Tusquets, desembarcó de una buena vez en estos paisajes, curiosamente, con un volumen que recogía sus mejores artículos (o ensayos, como se quiera). En su idioma materno escuché, más que una voz, un tiempo. El timing justo, por ejemplo, que existe entre estación y estación en el metro de cualquier metrópolis. Hice el ejercicio y leí cada dos estaciones del metro de Santiago los ensayos de Idioma Materno (Hueders/Sexto piso, 2014), y entendí todo perfectamente. Página y media es el límite, el tamaño de una crónica, ensayo o artículo (a esta altura estos tres químicamente fundidos), suficiente para dejar la fotografía quieta en la mente.
Había uno en especial que me dejó loco, uno sobre el escritor E.L. Doctorow, titulado “El justificante perfecto”: el norteamericano sufre por redactar “bien” un justificativo para su hijo, de la escuela; su esposa, al verlo complicado, coge el lápiz y el papel y en unos cuantos trazos insurrectos deja todo finiquitado. Esto para Morábito es la ética del escritor: el arte llevado a cabo a partir de una práctica social común, de una costumbre, y el compromiso de utilizarlo de la manera más efectiva posible, pero no por ello menos bella. Se dirá que cualquiera puede escribir, al menos quien haya aprendido algo de gramática y tenga cierta pericia para juntar frases. Pero escribir (o específicamente, el estilo con que se lo hace), nos recuerda Morábito, también puede convertirse en una costumbre elemental sujeta a devoción. Como no lo es, por ejemplo, el pestañear o el caminar (¿sería concebible «el pestañeo más bello»?) Una costumbre, es decir, susceptible de convertirse en arte. Así mismo, lo realmente admirable en los cuentos del mexicano es su estilo, ya que la trama por momentos inexistente da de lleno la sensación de haber desaparecido.
No así sus ensayos que además de ello parecieran descubrir en su totalidad una parábola elemental, unos relatos vívidos, cercanos a la sensación de epifanía joyceana. En el caso Doctorow, en el que prima la obstinación y la obsesión, el mexicano se guarda de nombrarlo a lo largo de todo el texto, por ejemplo, una actitud zen caracterizada por desprenderse del nombre propio para concentrarse en la situación misma, en la sensación, en el puro ocurrir ¡Ni en un millar de páginas me lo habrían resumido mejor! Que fuera Doctorow lo deduje luego de leer el cuento en cuestión en sus Cuentos Completos (2015) reunidos por Malpaso; de otra forma, ni modo. Es en este paralelismo en el que encuentro lo valioso de su obra anexa, la del articulista/ensayista. Y a mi gusto su actividad fundamental.
Me pasó también con el escritor argentino Pedro Mairal, una especie de doble opuesto de Morábito: la estrechez de sus textos, disimulados también en página y media, de su libro de artículos El Subrayador (Laurel, 2014; publicado en 2013 en Argentina por Garrincha Club como El Equilibrio), se solventan por sí mismos; quiero decir, la eficacia del mensaje, muy cercana a la de la gramática oriental, si bien lo acercan al mexicano, mantiene la clara diferencia de que Mairal despotrica, llegando a imprecar al lector, alejándose rotundamente del tono zen del nacido en Alejandría. En los artículos de Mairal los elementos decorativos y melifluos de la clase media son utilizados como material narrativo, parecen anécdotas contadas al hilo de reflexiones no siempre literarias, pero que dejan ese hálito de conocimiento postrero, del conocimiento que supuestamente sólo se encuentra en los libros sesudos. De tema mucho más prosaico, pero con un estilo sencillo y de profundidad, convierte el artículo periodístico en una especie de propedéutica del box.
Y sin embargo veo que no es algo que ocurra precisamente en sus novelas, que procuran ser el arte escogido por el autor para desempeñarse como artista del lenguaje. Para no ser ingrato, puedo citar el caso de Salvatierra (Emecé, 2008) que es una buenísima novela, con un argumento entrañable, especialmente por el objeto tan peculiar que es esta suerte de rollo de pintura autobiográfica, cinética, de años y kilómetros de extensión en el que el protagonista, mudo provinciano y famoso pintor, padre del narrador, oculta una pintura secreta que resulta ser, fuera de toda sospecha y sin querer spoilear la trama, una incógnita tan prosaica, tan pedestre, que la novela acaba por ser una típica en su género, es decir, una simple historia, por momentos inofensiva.
Muy distinto es el tratamiento que hace el narrador —si se le puede llamar así— de sus artículos quien, en cambio, relata con el mismo énfasis ya no una escena de ficción como la del hijo del artista mudo e infiel, sino el relato de una banal visita a un McDonald’s, y de cómo el muchacho de los pedidos demora su McNífica que ya se enfría en la bandeja de los preparados. Lo interesante es percatarse, una vez acabado el texto, de lo anafórico de esta situación: el restaurante moderno como máquina de producir furia, un eslabón que se repite y repite, industrial, tayloriano y por ende neurótico. Urbanismo, sociología y psicoanálisis en una ida al McDonald’s. Breves destellos de lucidez, como si cesara el diálogo interno y no hubiera oídos sino sólo para escuchar su prosa ampulosa, de una brutalidad propia de un indignado ciudadano cualquiera que cumple su oficio de denunciar las agravantes más nimias del Capitalismo; una prosa civil, una prosa de “clase media.”
Paso de un argentino a otro, a uno que definitivamente se largó del país y se puso a trabajar con otras lenguas, como lo hiciera en su momento J. Rodolfo Wilcock, quien decidió escribir en italiano, lengua en la que publicó quizás su mejor obra, La sinagoga de los iconoclastas (1972). El caso de Patricio Pron es por estos derroteros una peculiaridad. Radicó en Alemania hace ya hartos años ―actualmente vive en España― donde impartió clases en la Universidad de Gotinga, de la ciudad del mismo nombre, que, a propósito, es el mismo sitio donde alguna vez diera lecciones de física y matemáticas nada menos que C. G. Lichtenberg, quien es hoy más recordado por sus aforismos que por sus cálculos. Si en Morábito y en Mairal la forma está cuidadísima, quizás Pron sea el que dé más reparos. De querer hacer teoría, o de olvidarla, es como si estuviésemos en presencia de un Rimbaud ensayista. Un salvaje en estado urbano, o un místico domiciliado en un set de televisión.
La brava cantidad de referencias que manipula en su Libro Tachado (Turner, Noema, 2014) dan cosquillas de la manera en que son manipulados, tan a la ligera, como lanzándonos la información a caudales, ahogándonos en aquellos pie de páginas interminables que se van comiendo paulatinamente la propia página. Por supuesto que la extensión aquí es un despropósito, pues más que los rasgos de un estilo apretujado al máximo o a la eficacia del texto, lo característico son siempre estas mareas de información que entran por los ojos del lector de manera soterrada. Iniciándose con una escena del relojero francés del siglo XVIII, Absalón Amet, y la descripción minuciosa del dispositivo que inventara, su “filósofo universal”, una suerte de máquina productora de poemas y sentencias, el libro se presenta como una reflexión acerca de las condiciones de producción —y, de paso, de consumo o desecho— de la literatura clandestina. Amet en realidad nunca existió, Amet es uno de los iconoclastas de Wilcock; pero cometida esta impostura en forma de prólogo, Pron nos introduce de lleno y como no dándonos cuenta en esta investigación, desmesurada en su forma, que intenta dilucidar los mecanismos específicos con que la propia ficción interviene en la realidad, partiendo por el ánimo histórico de silenciar o destruir los libros, por ejemplo, o por los raros incidentes de autores desaparecidos, o por los libros que se olvidan, o aquellos cuya gloria y posicionamiento combaten, incluso, solitarios y huérfanos, mucho después de muertos sus creadores.
Quiero volver a Chile y de verdad que quise guardarle un espacio a Roberto Merino, quien a mi modo de ver es de los cronistas con el estilo más exquisito de los que escriben hoy en el medio chileno. Otra mención podría ser Francisco Mouat. Pero eso a esta altura ya nada significa. Hay otro autor, algo más joven, Álvaro Bisama, que escribe de esta manera: “Los mejores textos de crítica literaria que he leído se parecen a singles punk de tres minutos. O a canciones pop. O escapan hacia cualquier parte, se enroscan sobre sí mismos, devorándose, revelándose como fragmentos de una autobiografía, acaso”.
Los signos de puntuación son los tiempos de respiración. Las frases enclaustradas entre dos puntos seguidos remarcan, lanzan a los ojos de la mente la imagen bruta para luego, algunas líneas más tarde, alargar el fraseo, esta vez con comas espaciadas, dejando al texto respirar. Me interesa el funcionamiento de estas estrategias en Bisama, en especial en la redacción de sus artículos y ensayos. Leí Ruido (Alfaguara, 2012), su cuarta novela, cuando recién había salido, de eso ya cinco años. Nunca supe muy bien lo que ocurría en ese libro. Me pareció presenciar un cuadro impresionista armado en el texto, con el constante ir y venir de un fraseo que se expandía de pronto para luego volver a replegarse en frases pragmáticas encerradas entre puntos. Una prosa a dos marchas.
Este método que luego releo en un conjunto de ensayos y artículos que acaban de aparecer en una colección de la Diego Portales, de tapas rojas y con una fotografía de un Bisama abotargado enclaustrado en esa ventanilla perdida en el centro de la tapa. Lleva por título Deslizamientos (UDP, 2017), a mi parecer no sólo es un libro entretenido, sino también muy inteligente y luminoso. Hay momentos de academicismo encubierto, sin lugar a dudas, pero el resto de los artículos, en especial los dedicados a la figura de Enrique Lihn (es notable su devoción por el poeta), y los textos de cultura televisiva, son de los más incisivos y directos que he leído. Análisis que germinan en episodios de programas, muy a nuestro pesar, emblemáticos de la televisión criolla, como lo fue Sábado Gigante y que derivan al negro núcleo cotidiano de la sociedad chilena, sobre todo de la emergente clase media, que no goza del beneplácito de la caridad estatal como tampoco del amiguismo de los pudientes.
Bisama demuestra lo filosófico que puede hoy ser el televidente avezado, arqueólogo activo de la democracia posmoderna, captando lo que tuvo ese circo de macabro, y la cantidad de basura que giró en torno a la figura de Don Francisco, el ciudadano Kane del reino de Chile. En Ruido era la figura de Karol Romanov, el vidente de Villa Alemana, ex Miguel Ángel Poblete, usufructuada para el ejercicio de la acuarela de un recuerdo borroso. Ya son cinco años de aquella lectura, y lo único que evoco es una atmósfera musgosa, discurriendo en alguna provincia que bien podría tratarse de Villa Alemana, pero que se recuerda más pequeña, quizás del tamaño sólo de la población o del barrio donde uno vivió. En sus artículos, mucho más concretos, y a momentos más líricos que sus propias ficciones, se puede leer al mejor Bisama, el que hace zapping al comentar líricamente en su libretita de periodista de crónica roja lo siniestro de nuestra historia ciudadana, pero con un sentido de lo trágico tan agradable como hilarante.
Me gustaría terminar (y que no se vea como una lesa debilidad por lo argentino) con Fabián Casas, quizás porque no deja de ser, a mi modo de ver, el que lleva el “género” a sus límites. Lo que destaca, ya sin ninguna duda, es su estilo voraz. Todo lo consume, todo lo comenta. Es también un rasgo común en su escritura que comience con un tema y termine con otro sin concluir del todo ninguno de los dos: podría decirse dos hipótesis y finalmente una síntesis. En Casas, las hipótesis no siempre tienen que ver entre ellas, pero de todas maneras al final se sintetizan, de una manera u otra. Que no se confunda con un defecto, más bien un despunte de libertad, de querer hablar por hablar y encandilar. El estilo es lo importante. Está de más decir que la cultura pop, las referencias culturales, son material inevitable de esta nueva narrativa. La televisión, el cine, los cómics. Sin embargo, ahí no está el gesto transgresor. Está más bien en la forma en que es utilizado el pop, el modo en que entra a operar en la prosa y su urdimbre.
Por ejemplo, Casas logra escribir sobre Walter Benjamin y Pink Floyd indistintamente, saltando de una referencia a otra, sin ningún fingimiento, pues claro, de lo que está hablando no es forzado, es obra de un impulso iconoclasta de hacer encajar ―contrastar, si se quiere― de alguna u otra manera distintas expresiones de arte como sería una de “alta cultura” y otra de “baja cultura”; dos conceptos que detesto utilizar. Así es que, como de paso, Casas nos hace ver una analogía no sólo entre géneros sino entre cosmovisiones distintas que nunca se habría presentado ni siquiera en una conversación de artistas conceptuales drogados con peyote. Demuestra su espíritu renovador, de explorador de territorios nuevos. La manera envidiable con que manifiesta en su prosa una liviandad para el tratamiento de temáticas en apariencia tan huidizas entre sí, muy difíciles de alinear, lo confirman, a mi modo de ver, como uno de los articulistas más lúcidos como también el más vanguardista. Al menos en la forma.
Trayendo todo a casa (Emecé, 2016), su obra ensayística más completa hasta el momento, consta de cuatro libros que recopilan lo que definitivamente denomina ensayos y no “artículos”: Ensayos Bonsai (2007), Breves apuntes de autoayuda (2011), La supremacía de Tolstoi y otros ensayos al tuntún (2013), y el inédito Taller nómade. En ellos se puede leer una aleación que, dados sus elementos incompatibles, no se ha encontrado ni por asomo en ninguna otra cocina de escritor, vivo o muerto, por la sencilla razón de que nadie como Casas sabe hablar literariamente de lo real sin que por ello se le vea como a un especialista, ni tampoco, por su momentánea vulgaridad, como un barriobajero. Sería insuficiente aseverar que Casas escribe como habla.
Diría que Casas escribe como quien leyera en voz alta algo escrito al alero de la ingrata inspiración esa misma tarde, pero para luego improvisar encima de este texto anécdotas domésticas, o probar otras sustancias gramaticales, de acuerdo con el vértigo y al ánimo de sus escuchas, en algún asado, por ejemplo, o en una banal borrachera semanal, atrapado en un antro de la capital, declamando o casi balbuceando sus textos. Esto escribe Casas: una lectura en voz alta y semi improvisada. Quizás nadie lo haya escuchado, quizás haya compuesto sus textos más solo que una tuna, pero es de notar que estos incluyen en sí mismos a un auditorio que ríe y simpatiza con el conferenciante, lo que los hace divertidísimos.
A estas alturas, creo que ya ha sospechado el lector —testigo circunstancial— que en este personalísimo vistazo a la nueva ensayística latinoamericana aún no se presente una distinción clara entre el artículo, la crónica y el ensayo, manoseados tan a la ligera y como por capricho. Puedo decir, ya con escalpelo, sincerándome o disculpándome, que más que géneros independientes que no se tocan ni cruzan, me gusta pensarlos como atributos de un espécimen de texto nuevo, del texto de una nueva era. En palabras sencillas, sin ánimos de teorizar demasiado, de aquel texto que sujeto a tiempo y espacio, articula una idea, y de paso la cronometra de acuerdo con un hecho específico —lo que sucede y donde está—, sea histórico, sea doméstico, erigiéndose como el escenario más fértil para que el autor se dedique a lo fundamental: ensayar, del modo que sea, a su manera, con su estilo acaso, sobre este lienzo de tiempo y espacio. Me quedo con esta distinción, hecha bastante al voleo (o al tuntún, como le gusta a Casas), para redescubrir la literatura por venir. A fin de cuentas, no me queda más que recomendar la lectura de estos cinco narradores, los remarco: Fabio Morábito o el zen; Pedro Mairal o el furioso; Patricio Pron o el falso enciclopedista; Álvaro Bisama o el pop; y Fabián Casas, el ensayista.
Santiago, marzo 2017