El 23 de enero del 2015, Pedro Lemebel (Pedro Segundo Mardones Lemebel) perdió finalmente la batalla contra el cáncer a la laringe que lo había enmudecido durante los últimos dos años de su vida. Este gran artista de performance y escritor de crónicas, chileno y gay, nacido en 1955 en un barrio pobre de Santiago llamado el Zanjón de la Aguada, se había referido a su propia suerte generada por el cáncer con el humor que lo caracterizaba: “Cómo es la vida, yo arrancando del sida y me agarra el cáncer” y luego: “Siempre fue una enfermedad más, y de la que conocía algunos antecedentes. No era para morirse tampoco, y no lo asumo como un estigma macabro. Quizás llegue a escribir sobre esto, algún día”. Y finalmente en su página de Facebook en el último día del 2014, y ya anticipando su propia muerte, Lemebel agregó: “No alcancé a escribir todo lo que quisiera haber escrito, pero se imaginarán, lectores míos, qué cosas faltaron, qué escupos, qué besos, qué canciones no pude cantar. El maldito cáncer me robó la voz (aunque tampoco era tan afinado que digamos). Los beso a todos, a quienes compartieron conmigo en alguna turbia noche. Nos vemos, donde sea. Pedro Lemebel.”
Perder la voz hacia el final de su vida no fue, por supuesto, una paradoja menor en la trayectoria de un escritor que había lanzado un triple desafío al establishment cultural y político chileno: Lemebel era gay en uno de los países valóricamente más tradicionales de América Latina; era desafiantemente proletario y simpatizante comunista en un contexto cultural pequeño y abrumadoramente dominado por una élite profundamente conservadora; y era centralmente un escritor de crónicas y un artista performático en un país conocido por sus poetas y novelistas. Ese desafío había siempre implicado pelear, primero, por el derecho a tener voz y, luego, por el de ser escuchado. Lo mejor de la obra de Lemebel, definida por la lucha por producir una nueva forma de práctica cultural —que expresara y fuera fiel a las muchas formas de violencia que según el autor habían definido Chile en el pasado reciente; pero que fuera capaz, también, de alcanzar vastas audiencias a través de los medios masivos de comunicación— tuvo lugar en un contexto desafiante y estimulante para su proyecto creativo.
En un artículo publicado en el año 2012 dividí la producción literaria de Lemebel en tres etapas: en la primera había dos grandes libros de crónica: La Esquina es mi corazón: Crónica urbana (1995) y El Loco Afán: Crónicas de Sidario (1996); la etapa de transición estaba definida por la publicación de De Perlas y cicatrices (1998) y El Zanjón de la Aguada (2003); la última etapa incluía Adiós Mariquita linda (2004) y Serenata cafiola (2008). En mi propuesta, el principio que organizaba estas tres etapas era el movimiento desde una forma de voz autorial basada en la figura de la loca a otra basada en la figura del autor literario de gran éxito comercial y alto reconocimiento nacional e internacional. En cada caso lo que definía la respectiva etapa era, también, la mediación entre lo local, lo nacional y lo global.
El primer Lemebel de la loca se fundaba en aquel personaje y su densa red de aventuras locales y recorridos fuertemente teritorializados. Ese Lemebel proyectaba su atención sobre temas que ya tenían fuerte circulación y reconocimiento internacional (como el derecho a la diferencia en las minorías, la denuncia de la violencia sobre las minorías sexuales y los derechos humanos, la creciente marginalización de los pobres y los jóvenes) pero eran fundamentalmente ignorados en el ámbito nacional. El último Lemebel había, por otro lado, devenido una figura nacional, un autor conocido en todo el país y reconocido en la calle por todos. Para este Lemebel la salida anónima que caracterizaba y potenciaba antes a la loca se había vuelto un escape imposible, mientras que el autor se veía obligado permanentemente a autoperformarse como figura nacional y estaba siempre dispuesto a escribir sobre ella.
Si la forma de legitimidad de la loca era su externalidad, su condición foránea respecto a las coordenadas que dominaban el espacio nacional; el Lemebel autor de la segunda época asienta su legitimidad, o la legitimidad de su voz cronística, precisamente en la dimensión de alcance nacional de su reconocimiento en cuanto autor. Desde un punto de vista bourdieano podría señalarse que el primer Lemebel, quien carece entonces de cualquier capital en el campo literario chileno, sólo puede reclamarlo desde la ruptura, con frecuencia radical, con los lenguajes y convenciones dominantes en la escritura nacional. Ese Lemebel escribe en fuga tanto de los cánones políticos de la transición como de los literarios y comunicacionales dominantes, des-cubriendo una forma de marginalidad social que —en tanto había sido invisibilizada en la forma complaciente de democracia que regía a la sazón en el país— podía tener un alto potencial crítico. Es un Lemebel que con frecuencia explora simultáneamente la aventura del cuerpo y el deseo, en donde la voz y el ojo del autor, tornados recursos de la loca, recorren ansiosos las calles de Santiago.
Esta crónica loca-lizada emergía como una alternativa radical a la novela y se inspiraba tanto en una sospecha de lo literario, lo que Lemebel alguna vez llamó “todos esos montajes estéticos de la burguesía” como en el deseo de comunicar en un nuevo lenguaje literario capaz de circular más allá de la ciudad letrada. En vez del orden de la novela clásica, en vez de la coincidencia de cultura y estado en el territorio nacional, la crónica en Lemebel hablaba del desorden de lo social y de una ciudadanía disminuida y debilitada en tiempos neoliberales. La crónica era aquí una alternativa radical de escritura respecto a las formas literarias dominantes y a los estilos hegemónicos de la comunicación masiva. Lemebel hacía sí de lo marginal doblemente local-izado, algo central para su producción cultural en al menos tres sentidos. Primero, lo tematizaba, en un contexto que tendía más bien a su represión o negación. En segundo lugar, lo hacía por la vía de mejorar una forma y un vehículo, la crónica misma, capaz de ser literaria en los medios masivos y masmediática y de amplio público dentro de lo literario. Finalmente, creaba un lenguaje para darle vida a esas ambiciones anfibias: lo que he llamado en otro lugar el barroco popular de Lemebel. Este barroco combinaba una versión fuertemente localizada del español chileno vernáculo de clase trabajadora con un alto grado de estilizada formalización neobarroca.
El segundo Lemebel en cambio, hablaba desde el centro mismo de su consagrado lugar nacional e internacional. Aquí no se trataba sólo de que biográficamente las salidas anónimas resultaran imposibles para una figura de renombre sino también de que la forma de autorización escritural de su voz estuviera directamente basada en esa nueva posición en el mercado de la literatura. Mientras el primer Lemebel de la loca, aunque definido por sus escapadas y líneas de fuga, colocaba de lleno en el centro de su intervención y de la discusión a los marginales sociales y sexuales que eran considerados exceso o surplus social por el régimen neoliberal, el último Lemebel, definido por lo autobiográfico y la memoria, se había vuelto el depositario de una misión de memoria y repetición más amplia, había devenido el mismo una suerte de memorial cuya función principal parecía ser, por un lado, el recuerdo, el testimonio; y, por otro, la afirmación de su propia centralidad tanto para la legitimación de su voz como para la prolongación de su proyecto literario.
Lemebel sabía bien, por supuesto, cuán difícil era encontrar el punto justo de equilibrio en un mercado social y literario definido por las reglas de los otros y caracterizado por su capacidad para mercantilizarlo todo, incluyendo el disenso. Uno de los logros de Lemebel, y no el menor de ellos, fue la sostenida exploración de esta encrucijada. Me gustaría entonces terminar con unas palabras de Pedro del año 2000 sobre su propia obra, justo en el momento en que empezaba a alcanzar la fama internacional. Estas palabras son un agudo comentario sobre los desafíos y las paradojas de hablar exitosamente desde los márgenes, de lograr una carrera basada en iluminar lo que es marginal y reprimido, de hacer trabajo cultural en Chile en la época de su globalización neoliberal.
“Yo creo que eso tiene que ver, en parte, con la puesta en escena que yo he hecho de mi vida y mi obra, porque me encanta como para escenificarla en el medio chileno. A nadie se le olvidan las Yeguas del Apocalipsis. A nadie se le olvidan algunas irrupciones escandaleras que yo he hecho. Pero también, por sobre eso, algunas minorías tienen que pasar por esa irrupción para inscribirse en la historia cultural del país, en el medio pacato, moralista, cagón, por no decir hipócrita, que hace pasar este tipo de tema por esa fanfarria de espectáculo, de frivolidad. Y es una forma de cooptación. Así yo lo entiendo. Quizás yo sea el signo de la cooptación, sobre todo ahora que mis libros se van a publicar afuera, que ya puedo manejar un nombre, en forma tembleque, pero manejo un nombre. Yo creo que estoy al filo de la cooptación. Ese es el riesgo del equilibrista que lleva en sí contenidos, entre comillas, marginales, entre comillas, periféricos, e intenta dignificarlos, más que legalizarlos o adscribirlos a una cultura urbana”.
Juan Poblete
University of California, Santa Cruz
Texto publicado originalmente en el Journal of Latin American Studies, 2015. Autorizado para publicación en LALT.