Para A. Arrufat y el perímetro estrecho desde el que sueña
Miedo a la palabra manida
la que innombra la pureza, el cotidiano caos,
los vejámenes de un tiempo que supuse mejor
y que se pudre, se vuelve jirones.
Miedo a la huida del miedo,
a quedar solo en medio de colinas, túmulos de
infancia huérfana y sin memoria.
Miedo a la escarcha en mis ojos cuando anuncia el ocaso
a la madre y su breve estancia sobre la tierra
a la ausencia de luz y madre.
Miedo a la improbable dicha, fantasma regodeado de silencios
al desamparo de Dios por todo lo que debió ser mío.
Miedo a las manos callosas de la muerte
a su rostro asomado en los espejos
al burlesco antifaz de los años, sus fugas y desencuentros.
Miedo a volver de mí misma, de ese poema en el que me nombro y
abandono,
a la inocencia vestida de harapos
al polvo de una ciudad que se derrumba entre mis manos
sin aullidos
ni lamentos
ni cordura.
Miedo a la niebla en las madrugadas
mientras caen las hojas de otoño
y otros jugamos a ser pequeños dioses en evasión,
desde el espacio en el que recostamos nuestras cabezas,
único sitio de absoluta libertad
donde en las noches exorcizamos (como si nos pertenecieran)
cada uno de nuestros sueños.