Sentada en una pequeña habitación de Bizzell Memorial Library, y rodeada de libros, la escritora mexicana Ana Clavel se detiene ante una discusión sobre su obra El amor es hambre (Alfaguara, 2015). Autora de las novelas Las violetas son flores del deseo (Alfaguara, 2007) y Las ninfas a veces sonríen (Alfaguara, 2013), Clavel define a su escritura como “una voluntad asertiva por afianzarse en la vida con todos sus laberintos, recovecos y, en ese sentido, asumir el papel de deidad de la propia existencia”.
Claudia Cavallín: El nombre de la protagonista de la novela, Artemisa, hace referencia a la hermana de Apolo y diosa de los animales. Así que la pregunta sería, ¿cómo puede esa niña detonar los sentidos de los animales y saciar el hambre de un lobo llamado Rodolfo? ¿Se trata, acaso, de una historia entre lo humano y lo animal?
Ana Clavel: Cuando a mí se me ocurre unir en torno al personaje de Caperucita Roja una historia de seducción con un lobo sui generis, que en este caso es el tutor de Artemisa, me imagino a esta niña quien, caminando por el bosque casi de manera natural, se transforma en Artemisa, la diosa griega de la cacería y de los animales. Así, un personaje que, de acuerdo con la tradición, al menos en la historia de Charles Perrault, se pierde en el bosque y es devorado por el lobo o, según la versión de los hermanos Grimm, lo rescata un cazador, y en este caso pega un brinco…
CC: ¿Un brinco hacia dónde?
AC: Vulnerable ante los apetitos que desencadena, la pequeña virgen se transforma en una suerte de diosa quien, lejos de mostrarse desvalida, se convierte en una señora dueña de sus bosques interiores. Me parece que así la historia gana, al menos en una vuelta de tuerca irónica; pero cuando uno revisa más a fondo el núcleo de las historias de Caperucita descubre aquella que dio origen a la versión censurada de Perrault, la cual nace de una semilla salvaje, de mucho poder y por eso, a la hora de nombrarla diosa de los bosques, le damos seguimiento a la intuición que el propio personaje sugiere.
Ya Bruno Bettelheim mencionaba en El Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas lo difícil que resulta asumir a Caperucita como una tonta carente de los elementos necesarios para comprender que está jugando con fuego y que el peligro se le acerca irremediablemente. En ese punto uno recuerda la verdadera función de los cuentos de hadas, la cual contribuye a integrar las zonas amenazantes del exterior, pero también las propias. Allí es cuando uno percibe al personaje original, quien tenía todos los dones que la convierten en una diosa.
Pero, mientras que en El amor es hambre Caperucita se revela como un personaje fantástico, en mi novela previa, Las ninfas a veces sonríen, Ada, el personaje central, tiene la cualidad de ser una especie de ninfa, de deidad que se vuelve dueña de su propio deseo, de su propia corporalidad, de su propia rebeldía hasta convertirse en diosa de sí misma. A mí nunca se me había ocurrido que, de entrada, tuviera que manifestarse de una forma tan deliberada la afirmación de su personalidad y de su voluntad. Pero a fin de cuentas estos dos personajes, Ada y Artemisa, al volverse dueñas de su propia sensualidad, se constituyen en seres autónomos. Un poco entonces como uno pensaría que verdaderamente sucedió con Caperucita, en la versión original, donde ella, con su propio ingenio, es capaz de engañar al lobo y salir adelante sin ayuda del exterior, solamente reconociendo sus propias zonas de penumbra, su propio bosque interior y poniéndolo en función de una afirmación de su conciencia y atributos.
Es esto lo que permite, ahora sí, equilibrar las fuerzas del exterior y salir adelante. Eso es algo que no fue tan deliberado. Hubo la intuición del personaje porque cuando uno trabaja con sesiones previas de Caperucita se da cuenta de que el personaje late más allá de la censura y de la normatividad a que se ha sometido.
CC: Cuando nos referimos a los sinónimos del verbo tentar: tocar, palpar, acariciar, sobar, manosear; yo recuerdo los dedos de la tentación en el caso de la madrasta de Artemisa. En esta novela ¿existe una representación de cómo nos dejamos llevar por las tentaciones que están en el afuera, en el lugar donde las mujeres pueden existir, pero que también pueden cuestionar su propia existencia?
AC: El tema de la tentación resulta un pretexto para hablar de la función de las metáforas. En la vida cotidiana apelamos constantemente a su uso porque tal pareciera que a pesar de siglos de menosprecio del cuerpo, esta constituye nuestra primera puerta de conocimiento y de contacto con el universo. En ese sentido todo lo que intentamos incorporar, incluso a un nivel muy conceptual, se facilita a la hora de hacerlo pasar por el tamiz del cuerpo. En El amor es hambre, se narra cómo el acto de comer, devorar, nos vincula desde muy pequeños, bien sea a la boca, a los labios, a los poros, que siempre nos indican una manera de abrevar en el mundo. Como seres que somos, nos bebemos la constelación del pecho materno siguiendo la manera de Antonio Machado, quien escribió que el hambre es el primero de nuestros conocimientos.
Todo esto para darle una dimensión al cuerpo, porque justo hay un momento en que todos los deseos que se pueden manifestar por debajo de la piel o fuera de ella, se encuentran en la aproximación a lo que nos tienta, a lo que nos hace desear, casi como si se tratara de un tacto, de unas manos que nos hurgan. Allí está toda esta capacidad que, a menudo –debido a la religión, la sociedad o las ideologías– dejamos de lado y en realidad se convierten en el verdadero paraíso al que tenemos acceso de una manera mucho más real. Esta dimensión terrenal, es el goce de nuestro propio cuerpo. Es el bagaje conceptual que maneja la novela porque va haciendo exploraciones de lo que es abrevar en el mundo y devorar a los otros, bien sea a través de las texturas, de actos simbólicos como la eucaristía o, en un sentido mucho más físico: en la cuestión amorosa.
CC: ¿Es, entonces, la literatura un espacio para visualizar el deseo?
AC: Yo creo que sí. En estas sociedades de barbarie sofisticada nos hacen falta espacios para visualizarlo. De pronto, nuestra era hipercapitalista nos vende el cuerpo, el sexo, nuestros conceptos religiosos y en general todo, en un mercado constante. El problema es que el ser humano se puede definir por su capacidad de desear antes que por el lenguaje.
CC: ¿Podría explicar en qué consiste ese predominio del deseo sobre el lenguaje?
AC: El lenguaje nos lo confiere nuestra condición de homo sapiens –sin menoscabar su papel–, la capacidad de desear constituye un elemento fundacional primordial porque, gracias a ella, dejamos de ser lo que somos para convertirnos en algo más. Siempre estamos sedientos de incorporar algo que nos permita alcanzar la plenitud y eso es lo que nos mantiene en movimiento a nivel existencial. De hecho la rueda de las encarnaciones y reencarnaciones, y todo el asunto del karma en las disciplinas orientales, opera gracias al deseo. Todo esto es lo que nos está moviendo por dentro, sin embargo cuando esa capacidad no encuentra una salida adecuada puede degenerar en motivo de aberraciones. Entonces tendríamos que encontrar los modos para sacralizar, ritualizar y simbolizar el deseo.
CC: ¿De qué manera?
AC: A través de la literatura, de las artes plásticas y de todo recurso capaz de explorar nuestros bosques interiores, tal y como lo hace el personaje de El amor es hambre. Así nos podemos procurar un muestrario más completo de nuestras áreas de penumbras y no nos dejamos espantar por las sombras que proyectan. Pero no se trata solo del acto de devorar y todas estas funciones que nos llevan a someter a los otros. Cuando a veces decimos que nos queremos comer un bebé a mordidas, nos estamos remitiendo a una manera tierna de asumir una función que tiene que ver con una necesidad mucho más primaria. Esos estados intermedios, más tolerados, nos hablan de la necesidad de simbolizar y así no terminar como caníbales.
CC: ¿Es ese el caso de Artemisa?
AC: Con Artemisa aprendí que no se trata únicamente de los deseos psicópatas que de pronto podemos tener todos, sino también de la pulsión que te lleva a juzgar el ser devorado. Todas esas contradicciones, que en un momento dado te podrían hacer pensar que no conducen a un modo sano de vida, nos hablan de la riqueza, en penumbras, que reina en los seres humanos. Por eso existen, en el inconsciente, estados vinculados con la territorialidad que permanecen allí, inmersos, desde los tiempos en que andábamos en cuatro patas y éramos más cercanos a los reptiles. Por eso, cuando comencé a escribir El amor es hambre, en un principio pensé que Artemisa, marcada por el deseo de someter a los otros, era la verdadera loba de la historia.
Y sin embargo, cuando me fui compenetrando con el personaje, al punto de señalarme el camino a seguir, descubrí en que en su niñez no era ni predadora ni víctima. Al contrario, todo arrojaba más penumbra hacia el interior del personaje y ahí descubrí que en Artemisa, como en todo ser humano, hay un corazón que en realidad es un bosque. De allí la frase cardinal de la novela que me acompañó en todo el proceso de la escritura: en todo corazón habita un bosque. Pensarla con todas las enramadas, claroscuros, penumbras, predadores, cazadores, animales que van a servir para el sacrificio, todo esto, antes que encontrar un solo registro, constituye esa suerte de bosque interior que nos lleva a realizaciones sublimes como pueden ser el arte y la literatura, aunque también registros más oscuros.
Pero no podremos, nunca, hablar de un desarrollo de lo humano si nos quedamos en la mera represión. En la medida en que apelemos a fuerzas de toda índole y las utilicemos a través del lenguaje y del arte, habremos encontrado el camino para integrar los sueños en los cuales se manifiesta nuestro inconsciente y evitaremos que deriven a formas tan oscuras como las que de pronto se presentan en las pesadillas y en las películas de terror.
CC: Su respuesta me recuerda a Wittgenstein cuando dice que un hecho es solo un hecho a partir de ser dicho. Vivimos todos estos fenómenos, pero los callamos hasta que viene la literatura y nos habla de ellos. ¿No es ese tu caso?
AC: A mí la literatura me parece una suerte de espejo negro en el que se revelan cosas inusitadas y que suponíamos no estaban allí. Paul Valéry dijo algo que arroja luces sobre el tema: “lo que llevo de desconocido en mí es lo que me hace ser yo”. Justamente la literatura nos ilumina esas zonas desconocidas que de pronto nos permiten descubrir que hemos vivido una vida falsa y que esos espacios ignorados son los que realmente nos definen. Entonces nos damos cuenta no solo de que podíamos haber tenido otra experiencia vital sino que podríamos haber escrito sobre ella. Creo que a la literatura le corresponde un papel valiosísimo en la conformación de seres humanos más íntegros, más completos y ¿por qué no?, más gozosos en un sentido nietzscheano, es decir, en esta suerte de plenitud de lo humano que se vincula con apropiarse de la dimensión terrenal y sagrada. Y tal vez de una manera no tan consciente, lo he venido indagando de una novela a otra.