Cada noche Rafa mira con odio el vestíbulo hasta que la fila protesta. Entonces lo atraviesa y se convierte.
Pero a veces no importa lo mucho que lo presionemos, sigue mirando el vestíbulo como si eso pudiera destruirlo. Anoche se volvió hacia mí antes de entrar y dijo:
—No lo soporto.
Ya lo sé, todos lo saben. Pero él no se acostumbra.
Le señalé una de mis orejas y dije:
—Espérame al otro lado.
Entró al vestíbulo. Cerré aquellos ojos mientras los tuviera y lo seguí: una gelatinosidad efímera, un relámpago de descomposición; luego salí del edificio convertida en rata. En cuanto sentí a Rafa piojo brincar a mi oreja empecé a correr antes de que alguien de las oficinas superiores apareciera convertido en perro o en gato. Y porque es la manera en la que lo soporto. Correr, correr, correr, atravesar tuberías, escalar paredes, hacerme del nuevo cuerpo corriendo. Luego comer. Para eso salimos. Dejo que Rafa se alimente de mí, pero yo busco restos de comida abandonados quién sabe por quién o cuándo. Basura. Delicia. Cuando eres un ser infecto el mundo deja de ser infecto.
Después me pongo a saludar a los otros. Es un decir. Me digo por dentro al toparme con otra plaga: “¿Eres tú, fulano? Qué bien te ves hoy, fulano”. Y me río. Por dentro. Al cruzar el vestíbulo una rata es una rata, aunque por momentos le quede juicio de persona.
Luego vuelvo a ratear. Las ratas no tienen capacidad de concentración.
Después me duermo (para eso salimos) en un sótano entibiado por un resabio de máquina. Esta vez soñé sonidos, pasos por los pisos superiores, ojos cerrándose con un ruido seco. No hay palabras en los sueños de las ratas, sólo residuos de existencias que más o menos recuerdas.
—¿En qué se convertirán los de las oficinas más altas? —me ha preguntado Rafa—. ¿En qué otra cosa pueden convertirse?
Yo no le respondo. Rafa dice que un día va a subir y a averiguarlo. Sabemos que los que están apenas arriba de nosotros se convierten en perros o en gatos. Imagino que los que están hasta arriba se convertirán en leones o en elefantes. O tiburones. Quizás a la salida de su vestíbulo hay albercas limpísimas en las que nadan toda la noche y al amanecer vuelven a cruzarlo. Desde abajo sólo vemos unos enormes balcones.
El amanecer. Antes de volver al edificio me trepo a un árbol seco o a algún montón de escombros a ver amanecer. Me echo de trompa al sol y lo veo alzarse mientras me calienta las uñas. Hoy recordé por un instante por qué le llamaban al día todo el santo día. Después volví al edificio a pasar todo el oscuro día en la faena hasta que toque cruzar el vestíbulo otra vez.
No vi a Rafa a la vuelta. No es la primera vez que sucede. Suele estar tan ansioso por dejar de ser piojo que en cuanto cruza se pone de inmediato el overol de faena para ser persona el mayor tiempo posible. De cualquier modo tendrá que desnudarse y entrar de nuevo al vestíbulo tarde o temprano (hasta los que consiguen hacer doble turno tienen que dormir y comer cada tanto).
En el receso de la faena fui a buscarlo. En el piso inmediatamente superior me miraron con desprecio, quizá porque hace mucho que me deben un ascenso, a ardilla mínimamente. Igual pregunté si alguien lo había visto. Nadie me respondió. Hasta que dije en voz muy alta:
—Se les pide que hablen y no hablan, como si pudieran hacerlo siempre.
Entonces uno de ellos me encaró y dijo:
—Quizá no lo escuchaste, pero por más que intentemos evitarlo el edificio se está cayendo, cada vez hay menos espacio así que quién sabe, a lo mejor ya no dejaron regresar a tu amiguito.
Sonreía. Sonreía una sonrisa sin afecto. Quizá como el animal que era afuera.
No encontré a Rafa.
Al final del día, cuando todos empezaron a dirigirse a los vestíbulos, volví a subir, ya no al piso inmediato, sino más arriba y más arriba; más y más escaleras cada vez más vacías. Los últimos tramos ya no vi a nadie, y el piso más alto también estaba desierto. No había guardias, sólo una soledad helada que era como un cartel gigantesco diciendo que yo no debía estar ahí. Caminé por galpones altísimos cada vez peor iluminados. Y de pronto comencé a escuchar algo, un clac, un cloc, un sonido hueco y luego otro. Entonces dije:
—Rafa.
No sé por qué. O sí. Porque era la última posibilidad, si es que no se había quedado afuera. Que estuviera ahí, entre los carnívoros.
Los sonidos eran prístinos ahora, venían de un galpón en el que finalmente podía verse luz detrás de una puerta que lo clausuraba.
Abrí, y no vi a nadie. Y no vi a nadie. Sólo un mar de objetos en silencio. De pronto escuché el clac que había oído antes y por el rabillo de un ojo alcancé a ver caer a uno de ellos, impulsado desde el otro lado del vestíbulo: un sillón o un vidrio o un hacha, qué más da: un otro objeto venido desde afuera; y luego, a un costado del vestíbulo, a Rafa en cuclillas y con la cabeza entre los muslos, esperando la hora de cumplir con su nueva faena y empujar a los jefes fuera del edificio.