Recordar. Recordar a los muertos. Honrar una muerte. La expresión latina memento mori entrelaza dos actos: el del recordar post mortem junto con el de la selección del objeto que va a conjurar esa experiencia: un signo. Para algunos un mechón de pelo, para otros los propios huesos. Las reliquias de los santos. Los restos de los desaparecidos. Objetos despojados de cuerpo, o cuerpos ausentes recuperados en el fetiche de su imago: calaveras, un reloj de arena, un esqueleto contorsionado, cadáveres posando frente a la cámara sostenidos en vilo por sus deudos.
Desde los tiempos de la Peste Negra hasta las postrimerías del XIX victoriano, donde los vivos se resisten a los muertos haciéndolos imitar los gestos amados frente al obturador de la cámara, el memento mori materializa el afán de razonar la desaparición. Signos para los vivos que relevan la posibilidad de un duelo reparatorio pero también la violencia del deshabitar de aquellos a los que la vida deshecha. No queda fuera, sin embargo, el efecto pedagógico de esta representación. Enseñar sobre la muerte es advertirnos de su inevitabilidad, a la vez que alojarla en el despojo mortuorio figurado como recordatorio permanente de su presencia. Altar, retablo, naturaleza muerta, calendario, fotografía, escenario o crónica, los géneros testimoniales albergan la desaparición como las calaveras. Mudos testigos de una vida que se documenta, se registra multiplicándose amalgamada en la letra barroca y desclosetada del Lemebel que Carlos Monsiváis tanto apreciaba.
Unos días antes de morir, Pedro nos sorprendió con un último perfomance travestido en Frida desde su silla de ruedas en la Fundación López Pérez. Era enero y el escritor cedía el paso a los signos del cuerpo homosexual. Con ellos, como muchas veces antes, Lemebel destajaba la cotidianeidad burguesa desoyendo el ritual médico que lo declaraba moribundo para en su lugar producir su mejor versión de sí. La versión que el arte transfigura. Frida como máscara mortuoria. Epitafio vívido de su ideal susurrado a mi oído: “Fer, la Frida no murió, yo soy la Frida envejecida”.
La literatura de Lemebel, su obra visual y performática, está excavada en esos sedimentos de la muerte. Un proyecto estético y político animado por el deseo de rescatar la memoria personal y colectiva como testimonio de la precarización de cuerpos y espacios en los que el capitalismo global ha sumido a grandes sectores de la población en nuestro país. En Chile, la aniquilación acumulada por el capital trasnacional y denunciada por la crónica lemebeliana carga con los despojos imaginarios de cuerpos diezmados por la violencia del estado terrorista durante la dictadura militar. Los del macho que “pega en lo suyo”, los de las desigualdades del mercado —la demos-gracia de Pedro—, los desplazados migrantes y las víctimas de la epidemia de SIDA en los ochenta y noventa Cada uno de sus libros revisa un imaginario distinto que le proporciona un lenguaje, una estética y una política de memoria distintiva. Ya son dos años desde su partida custodiados por los siete libros de crónica que publicó en vida y la novela Tengo miedo Torero. Panteón neobarroco de la memoria maldita de Chile que seprecipita desde cada uno de sus ellos.
Lemebel recogió en su crónica los desechos. Los de un habla, el argot homosexual, el coa del lumpen, los dichos y refranes de abuelas y tías. Sistemas de conocimiento circulados popularmente en el entramado lingüístico de la ciudad proletaria —Santiago de la Nueva Extremadura— cuyos imaginarios iban a constituir los modos de preservación de ciertas culturas urbanas, prácticas emancipadoras de sus habitantes. La Esquina es mi Corazón (1995) se construye enteramente de esos registros. Historias hilvanadas con la baba de la rabia. Palabras atropelladas que van configurando las múltiples ciudades del deseo “marica” en los primeros años de la vuelta a la democracia. Es con este libro que reúne crónicas publicadas en el periódico Página Abierta (1991-1993) con el que Lemebel desempolva el género de la crónica, junto con otros tres escritores: Roberto Merino y más contemporáneamente Alvaro Bisama y Oscar Contardo. Un género apropiado para los tiempos que corremos en los que la aceleración del consumo y la circulación de la realidad nos abruma. En él es posible apacentar las historias, calmarlas, preservarlas. Veinte textos reunidos en su primer volumen recogen lo mejor de la tradición de la crónica latinoamericana. Esta se decanta en Lemebel con nuevos lenguajes e imaginarios pero con idénticas intenciones: denuncia en la conquista colonial de la invisibilización de los soldados españoles frente al rey en el texto de Díaz del Castillo, testimoniando Cabeza de Vaca los fracasos e infortunios de la expedición de Narváez o denunciando las atrocidades cometidas con los indígenas en las historias de Las Casas. Arropada con los intereses de la historia subjetiva, la etnografía y la antropología cultural, la crónica se trasviste en periodismo entrado el XIX. Del Casal, Darío, Martí, Novo, embisten los siglos de la modernidad, dando cuenta de los nuevos paisajes globales que la modernización trae consigo. La existencia es vertiginosa, los modos de habitar las urbes han cambiado. La Habana, la Ciudad de México, Buenos Aires, París y Nueva York son los escenarios en los que las nuevas burguesías y la naciente clase media encontrará su lugar, su palabra, sus costumbres y en la crónica su verdugo. Reservorio moral han dicho de ella. Mientras en Chile, Lemebel urde el envés social del cronista de las renovadas burguesías, Joaquín Edwards Bello. Si había un cronista que faltara en este Chile tan perversamente moderno y conservador era el de los descastados, los marginales, los freaks. La posdictadura circulada como moneda democrática tiene en Lemebel a su Aristófanes y al “mejor poeta de su generación” como dictaminara Bolaño.
En palabras de Jean Franco el valor de la crónica radica en su capacidad para “capturar el ánimo de los tiempos”; en Lemebel la crónica es material lingüístico y cultural con el que reconstruir la memoria de grupos urbanos marginalizados: homosexuales, travestis, mujeres, jóvenes proletarios.
Este primer libro de crónicas enraizado en la ciudad proletaria nos presenta una serie de estampas en las que sus protagonistas sufren la violencia excluyente del sistema implementado en Chile una vez recuperada la democracia en 1990. El libro es una reflexión inserta en el primer gobierno transicional (Aylwin, 1990-1994) marcado por el mandato presidencial de “justicia en la medida de lo posible.” Lemebel reflexiona sobre los modos en los que la persistencia de las prácticas represivas del estado militar se siguen ejerciendo sobre los ciudadanos en una democracia normativa que sigue los ideales del autoritarismo neoliberal. Procesos subjetivos influidos por un acendrado individualismo que irían a redefinir completamente los modos de vinculación social. Un giro radical desde el modelo del bien común, al modelo del buen consumidor. Junto con ellas, la democracia arrastra los resabios de la vigilancia y la represión, justificadas esta vez por el derecho sacro a la propiedad privada y a la autodefensa del patrimonio. Los fantasmas de las violencias urbanas recorren también sus páginas. Un tercer eje reflexivo de estos mini ensayos de la vida cotidiana es el del rol que la sexualidad en tanto sistema central de regulación social es desafiada por las prácticas emancipatorias de los cuerpos disidentes de travestis, homosexuales, trabajadores sexuales y cómo éstos son controlados violentamente por la hegemonía del patriarcado militar y católico. Paralelamente el volumen realiza una etnografía de las prácticas, rituales y conductas de la subcultura homosexual urbana por medio del ojo de un narrador travesti. Esta figura retórica, La Loca, introduce por medio de la autoficción la verdad del autor dentro de los parámetros de la crónica. Si el narrador de la crónica tradicional debía ser el testigo presencial o el depositario del testimonio fidedigno de otro, en Lemebel su ficción narradora parodiza al propio autor, cuyas experiencias en espejo trascienden al texto literario. De este modo Loca y Lemebel son significantes intercambiables cuya palabra denuncia tanto al homófobo o al homosexual de clóset como documenta las estrategias y ritos eróticos de homosexuales adolescentes, de mediana edad y mayores.
Su segundo libro es magistral. Dedicado por entero a las historias de seropositivos, enfermos de SIDA, y otros héroes el panteón homosexual (incluyendo a sus ídolos cantantes) Loco Afán. Crónicas de Sidario (1996) es un testimonial de la desaparición. Constituye este texto uno de los libros más importantes de la transición chilena en medio de lo que se llamó la “nueva narrativa”. En él se esbozan las políticas de la memoria presentes en la discusión sobre impunidad durante el segundo gobierno demócratacristiano de Eduardo Frei (1994-2000). El libro nos habla del arrasamiento de una época, de un modo de hacer política dentro y fuera de la cama. Las crónicas se nuclean alrededor de los recuerdos de La Loca en los últimos tiempos del gobierno de la Unidad Popular. El fantasma de la utopía socialista se trasviste en la pluma de Lemebel en “última cena en drag” –la de ese Año Nuevo del 72– en una crónica notable. Homosexuales de la clase alta y sus pares proletarios se reúnen en un festín que acaba en una pila de huesos anunciando la debacle que la dictadura militar y la pandemia del SIDA traerán. El libro recuerda a una arpillera en la que los hilos de la memoria seropositiva se entrelazan con los de la desaparición forzada, tortura y muerte de miles de compatriotas. Las veintinueve narraciones van levantando el altar debido a los santos y santas del mundo marica. En él desfilan hermanadas por la estética y la sensibilidad camp/kitsch de Lemebel las últimas tres décadas del siglo XX. En cada una de ellas sonido, palabra y voz se materializan en diferentes registros lingüísticos, temáticos e ideológicos para dar cuenta de una cotidianeidad abyecta marcada por el humor macabro: el antídoto de la risa. Por lo menos dos de las crónicas de este volumen, “La Noche de los Visones” y “El Último Beso de Loba Lamar” –incluyendo su famoso manifiesto Hablo por mi Diferencia– forman parte de esa la historia de la literatura latinoamericana de la que bebieron Lezama Lima, Severo Sarduy, Néstor Perlongher, Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco y Edgardo Rodríguez Juliá. Y por fuera del canon continental, Jean Genet.
Es en cierto modo un modelo de proyecto neoculteranista, si se me permite la expresión. En él Lemebel emprende la elaboración de los mundos literarios por medio de una intrincada red de diferentes registros orales, figuras de discurso intervenidas por los sociolectos populares, reestructuraciones de la sintaxis tradicional que quiebran el tono y la lógica gramatical del español para componer un lenguaje –lengua marucha le llama él– en la que se privilegia el efecto e influencia de la voz por encima del vaciado textual. Es esta una crónica sobre el buen morir, no aquel guiado por el ejercicio espiritual que persigue reconciliar al pecador con su conciencia liberándolo del juicio moral sobre su vida, sino el del ejercicio profano del descastado de honrar al moribundo en su justa medida. Aunque el rito implique la risa desvergonzada de sus deudos frente a la mandíbula que no cierra.
Al igual que con la peste bubónica, los pintores de la tardía Edad Media y del primer Renacimiento produjeron un nuevo género: el de La Danza Macabra. Lemebel le da una vuelta de tuerca a la crónica, dejándonos con la suya el registro de la intimidad mortuoria. No sólo como hace la crónica contemporánea dar cuenta de las vidas mínimas, la de Lemebel se mueve sobre la condición inevitable de la muerte forzada sobre los cuerpos de los desaparecidos por la dictadura y el SIDA. En este sentido cada estampa es registro de la experiencia del morir en condiciones extremas de pobreza, explotación, desamparo, todos ellos crímenes del estado soberano que condena y extermina. Como un modo de compensar la pulsión de muerte que recorre a la mayoría de los textos de este volumen, Lemebel nos deja también algunas postales de cantantes (Rafael, Cecilia. Lucho Gatica, Joan Manuel Serrat, Madonna) remedando el estilo del trabajo sociológico de la crónica de Monsiváis.
Su tercer volumen es uno de crónicas radiales: De Perlas y Cicatrices originado en el programa que condujera en Radio Tierra. Este es un texto de resistencia directa a lo que se ha dado en llamar justicias transicionales. La amnesia producida por la industria cultural alrededor de la memoria histórica y la insuficiencia moral del informe Rettig sobre violaciones a los derechos humanos sirven de material a este libro en el que la literatura funciona como escrache o funa en el ejercicio cronístico de denunciar públicamente a figuras o instituciones comprometidas con la continuidad “de facto” del régimen militar. En este sentido, la primera etapa de la obra escrita de Pedro Lemebel se puede definir como de emergencia, contingencia y denuncia, recuperando el gesto político de la canción protesta de los sesenta y setenta en un trasvasije de géneros de mutua influencia. Son estos textos los que van a formar el sedimento estético para el advenimiento de una nueva variación en el camaleónico género de la crónica: la crónica marucha.
Recupero ahora la imagen con la que comencé este texto. La del memeto mori. Y es que toda su producción cultural podría entrar en esta dimensión imaginaria del pensamiento sobre la muerte. Una muerte impuesta por el azar histórico desde la coyuntura dictadura-sida; aunque también una muerte-destino para el devenir del homosexual proletario. Incluso de una muerte social para el burgués enclosetado. Sea cual sea la forma que esta pulsión fatal tome en Lemebel se transforma en cuerpo matérico. Con él, el cuerpo condenado, Lemebel irá levantando su proyecto. Quisiera brevemente recordar aquí nuestro último momento juntos.
Vuelvo a la imagen que no me deja desde aquella tarde de verano en Santiago en la Fundación López Pérez. Era enero a comienzos del mes en medio del “verano leopardo” como querría Pedro. Estamos reunidos en la sala de visitas de la clínica y Pedro se acerca a nosotros en silla de ruedas. Está visiblemente marcado por las secuelas del cáncer de laringe ramificado, su semblante sigue siendo el mismo. Altivo, desdeñoso, agudo carnicero de las apariencias que sostienen al buen vivir medioclasero del burgués. Después de unos minutos de conversación Pedro nos propone por asalto que foto-documentemos una última acción. El resultado es una serie –en mi caso– de quince fotografías en las que aparece trasvestido como Frida sentado en su silla. Lo que más impresiona es el boquerón en la garganta como punto central en un cuerpo dolorido, arrasado por las huellas de la memoria que porta, el cuerpo archivo de las metástasis orgánicas, pero también de las que lo constituyen imaginariamente en el otro cuerpo violentado por las dolencias físicas y políticas sufridas durante su vida. Este otro cuerpo, el imaginario, se trata con el cuidado que la vista de los otros requiere. La inminencia de la mortalidad se traviste del juego temporal del envejecimiento que permite tolerar la muerte como un momento más en los encadenamientos vitales. Pedro me ha dicho al oído al llegar: “Fer, la Frida no envejeció. Yo soy la Frida envejecida.” Frida muere a los 47 años, la edad no es un dato menor. Lemebel se empinaba sobre los 60. Las coincidencias son múltiples. Ambos se adentraron en la experiencia del desamor, de la enfermedad, del rencor, y fueron observantes y oficiantes de su agonía con sus obras.
Esta es la última obra de Pedro y ella nos deja entrever las coordenadas poéticas presentes en cada uno de sus trabajos. Los visuales y los literarios, si una línea pudiera claramente separarlos aunque fuera la de la semántica. La primera de ellas es la mirada, el ojo escrutador que identifica los significantes visuales portadores de los imaginarios con los que va a trabajar. La segunda el oído, atento al reverberar de los latidos circulados por la palabra montada en la voz cuyos tonos, cadencias, acentos, van a constituir un habla musical. Estos dos sistemas de signos se superpondrán al tercero de sus registros simbólicos, aquel proveniente del propio cuerpo homosexual, el que acontece toda vez que es en la escena incómoda de su diferencia genérico-cultural. Las imágenes de Frida son las primeras en arroparlo. La cabellera turbante entrelazada con la pashmina prestada por la amiga confidente, la misma que facilita el collar con el que se disimula la cicatriz abierta de la traqueotomía. La cabeza soberbia se alza por sobre los hombros, manipulando nuestras pupilas con el entrecejo maquillado continuo y profundo. La Loca se desdobla en performera y narradora de la escena. Una bandera del partido comunista oficia de faldón, disimulando la silla. Sus defectos, los que le ha provocado la enfermedad, los rasgos de la muerte que se van asentando poco a poco, se van naturalizando en la imagen que surge de sus afanes. Al igual que Frida utilizaba la ropa para disminuir los efectos de la polio en su cuerpo (una pierna más corta y debilitada que la otra), Lemebel recurre a ellos para disfrazar los efectos médicos de su condición, a la vez que para resaltar los síntomas culturales de su manifiesta diferencia ideológica y sexual. La mexicana y el chileno también han sufrido ya varias cirugías y frente a ellas el arte les defiende, les consuela, les protege. La necesidad en Lemebel se torna estética, al igual que el dolor en Frida. Las fotografías van registrando la visita del aura de Frida, la idea de Frida que Pedro conjura para nosotros. ¿Cuál es la crónica-performance que nos está contando?
La crónica es la de una muerte. Su muerte. Elegida por sobre el cercenamiento definitivo de la voz, terapéutica a la que se niega desde un comienzo. La suerte está echada. Serán cuatro años de sobrevida a lo visto en este medio siglo chileno para continuar con su obra. Editar la compilación de crónicas que aparecerá póstumamente en el libro Mi amiga Gladys (2016). Publicar Háblame de Amores (2013) e instalar Abecedario (2014) como prefacio de sí frente a las puertas del cementerio metropolitano. Incluso tendrá tiempo para proyectar su retrospectiva performática con la muestra Arder (2014).
Lemebel-Frida nos contempla. Es la memoria, la ancestral y la de las guerras luchadas en el sangriento mapa de las dictaduras latinoamericanas. Es el testimonio de las mujeres temporeras, el de las madres de desaparecidos, de las campesinas indígenas desplazadas, explotadas, violentadas. Es todas y cada una de las travestis asesinadas, de las travas seropositivas, de las maricas golpeadas por la fidelidad a su afán. También los inmigrantes, los delincuentes, el hampa homo de los circuitos del cruising y la prostitución. La oficiante de una Santiago desmemoriada, satinizada por los brillos del desarrollo crediticio y el “futuro esplendor” de la inversión y la privatización neoliberales. Desde lo alto de su silla, nos vigila como un coloso, La Faraona.
Al final, solo él envejeció lo suficiente. Lemebel es un memento mori deliberado. Una advertencia y un deber. El deber de memoria para con un país en el que la amnesia es moneda de cambio.
Fernando Blanco
Bucknell University