En el contexto de la poesía peruana contemporánea, uno de los poetas más reconocidos y leídos es José Watanabe, extraordinario creador que supo transformar la realidad cotidiana en versos impactantes y llenos de vida. Al igual que Vallejo, otro nombre emblemático de la poesía peruana, Watanabe aporta una nueva mirada y una manera particular de trabajar con el lenguaje. Los versos que Watanabe creaba eran el resultado de un trabajo ingenioso, minucioso y depurado. Hay mucho tiempo, esfuerzo y paciencia detrás de cada una de sus estrofas, pero el resultado es siempre una obra que sorprende y conmueva a todo el lector, incluso a aquellos que no tienen mayor experiencia o contacto con la poesía.
Diversos estudiosos a menudo incluyen a Watanabe en la llamada generación del sesenta, pero él era un poeta que siempre mantuvo una cierta independencia, asumiendo una postura serena que no cedía a la tentación de escandalizar a la burguesía limeña; con los años, él llegaría a tener más vigencia que muchos de sus coetáneos. Una de las características más resaltantes de la generación del sesenta fue el deseo apremiante de un nuevo lenguaje, original, una forma de expresión nunca antes vista. Lejos de admirar o imitar la herencia poética de sus predecesores, estos autores se dedicaron a eliminarla. En palabras de José Miguel Oviedo, “Sabían que para usurpar un lugar lo mejor era aniquilar a los que lo ocupaban” (36). De hecho, pareciera que esta es una dialéctica más o menos frecuente en el mundo de la literatura; es, en el fondo, la necesidad de lo nuevo por superar lo viejo, el hijo que desea superar al padre, pero también, como en el taoísmo, la imperiosa necesidad de la destrucción como preámbulo a la construcción. El único problema es que esta generación del sesenta sobrepasó los límites del parricidio, y en su afán por eliminar toda la poesía anterior a ellos, pretendían restar méritos incluso a poetas contemporáneos, por razones bastante subjetivas y hasta caprichosas.
En este contexto, surge el movimiento literario Hora Zero, una de sus virtudes fue el intento de “descentralizar” la cultura; Lima siempre había sido la capital política, financiera y cultural del Perú, y los integrantes de Hora Zero creían que la cultura no debía ser un bien exclusivo de la capital, sino que debía democratizarse y abarcar a todo el país. No se trataba simplemente de una teoría abstracta, porque en la práctica un alto porcentaje de los integrantes de Hora Zero eran peruanos de provincias y zonas alejadas de Lima; y muchas de sus actividades como grupo tuvieron lugar fuera de la ciudad o en zonas marginales limeñas.
Aunque casi la totalidad de los poetas de esta época fueron fervientes participantes de grupos similares a Hora Zero, hubo otros que optaron por ser independientes. Entre ellos, las dos figuras que más destacan son Abelardo Sánchez León y, por supuesto, José Watanabe, quien supo mantener la amistad con los otros poetas, sin que importara a qué movimiento estuvieran asociados, pero más allá de una tibia solidaridad con Hora Zero siempre se mantuvo al margen.
Uno de los pocos elementos en común que tiene Watanabe con poetas de la generación del sesenta es lo que Oviedo considera como una “inmersión en el mundo privado” (36). Asimismo, Oviedo reconoce que en Watanabe hay una sutileza de lenguaje insuperable, en donde se puede percibir un instrumental retórico complejo. Además, en Watanabe la relación con su propia interioridad parece ubicarse en un plano donde tanto el tiempo como el espacio pueden difuminarse y confundirse. El autor tiene la capacidad de sumergirse en su vida personal, en los resquicios más íntimos, y después logra emerger cargado de reflexiones e imágenes llenas de posibilidades poéticas.
José Watanabe nació en Laredo, una pequeña localidad de Trujillo, en el norte del Perú, en 1946. Su padre era un inmigrante japonés y su madre una peruana de ascendencia andina. La infancia del poeta, entonces, transcurrió en un ambiente rural, en el que a menudo la carencia de recursos se confabulaba con ese tipo de tragedias familiares que quedan grabadas para siempre en la memoria. Las duras condiciones de vida en un pueblo como Laredo explican por qué Watanabe tuvo, desde la infancia, una fuerte preocupación por la enfermedad. Dos de los hermanos del poeta se enfermaron a temprana edad y fallecieron; posteriormente, lo mismo ocurre con el padre a causa de un cáncer. Estos eventos, comprensiblemente, dejaron una profunda huella en Watanabe. En su primer poemario Álbum de familia (1970), el poeta rememora su pasado y explora el vínculo emocional que tiene con sus parientes, tanto los vivos como los muertos.
Algunos críticos han señalado que la poesía de Watanabe es tan original gracias a la transculturación de elementos japoneses y andinos, herencia mixta de sus progenitores; otros, no obstante, han señalado insistentemente que el haiku es una influencia primordial en la poesía de Watanabe. Es necesario señalar que el padre de Watanabe le abre la puerta al mundo de la poesía, gracias a las lecturas de haikus. Watanabe ha admitido que de niño no alcanzaba a comprender el significado de estos haikus, pero siempre intuyó la belleza de este tipo de poesía. Mientras que con el padre la relación parece haber estado libre de conflictos, la relación con la madre fue un tanto más complicada. La madre es vista a veces como una figura fuerte, de carácter autoritario, a veces cariñosa pero siempre preocupada sobre todo por lo práctico, a tal punto que su mundo se ve reducido a la cocina y las labores domésticas. Es una madre que puede ser bondadosa pero, en ocasiones, también encierra elementos negativos. Estos detalles pueden observarse en Historia Natural (1994). En este libro se encuentra, por ejemplo, el poema “Mamá cumple 75 años”, en el que hay dos frases que son singularmente reveladores, en una de ellas se define a la figura materna como “un animal de ternura demasiado severa”. La otra frase es más desaprobadora: “tú eres nuestra más antigua dolencia”.
En la obra de Watanabe constantemente se manifiesta la necesidad de volver a la tierra de origen. Ese retorno incansable a las raíces y al pueblo natal adquiere un rol protagónico en muchos de los poemas en donde se describe a la gente, las costumbres y el ritmo de vida de Laredo. El propio Watanabe explica así su relación con su entorno: “…la poesía a la cual más aspiro implica una forma de revelación que se da en el espacio físico, a partir de un evento de la naturaleza” (Ortega y Ribes, 6). Laredo, entonces, no es solamente un espacio geográfico sino, también, la representación de un espacio primigenio en donde habita la verdad, y en donde siempre hay un refugio seguro; es, al fin y al cabo, el hogar del padre y la madre y el mundo idealizado de la infancia.
Entre los temas relevantes en la poesía de Watanabe está el cuerpo como receptáculo único de la vida humana y por tanto intermediario entre el yo y el mundo. En el poemario Cosas del cuerpo (1999) se examina la relación del cuerpo con la naturaleza. En varios poemas, Watanabe imagina al cuerpo humano como un aparato de torpes movimientos, y que a veces no se encuentra en armonía con la naturaleza; en cambio, los animales son el ejemplo perfecto de la integración con lo natural, estos cuerpos animales son livianos, de gran destreza y hermosura cada uno a su manera, tal como se puede apreciar en poemas como “El lenguado” o “Animal de invierno”. El cuerpo en sí mismo es también el escenario de la lucha entre Eros y Tánatos, a la mejor usanza psicoanalítica, el individuo debe aprender en ese cuerpo a dominar y a equilibrar sus impulsos eróticos y tanáticos. El cuerpo, no obstante, seguirá siendo el espacio del dolor pero también del placer.
El cuerpo sirve también para íntimas reflexiones sobre la vida y la muerte. Ciertamente, hay abundantes elementos autobiográficos en el poemario El huso de la palabra (1989) libro en el que el autor describe su batalla personal con el cáncer y su hospitalización en Alemania. Frente a la posibilidad de morir, el poeta se apoya en la concepción de la muerte entendida desde dos culturas diferentes: la oriental y la cultura andina.
Watanabe disfrutaba de la contemplación, no como un acto inmóvil sino como fuente de inspiración. En una entrevista, el autor señaló lo siguiente: “Más de una vez he dicho que mi poética es la del ojo, consiste en ver, en mirar. Y trato de describir como se describe en cine, con cierta objetividad, aunque el texto sea eminentemente subjetivo” (Rabí do Carmo, 151). Esta idea, a su vez, se complementa con la capacidad de encontrar un objeto o un hecho cotidiano y transformarlo en un poema: “Para mí el poema es el objeto encontrado. … Basta que lo describa y es un poema. Eso es para mí la poesía. Lo que encuentro” (Planas, 2).
Además de dedicarse a la poesía, Watanabe también fue guionista de cine. Concretamente trabajó en películas peruanas como Maruja en el infierno (1983), Ojos de perro (1983) y La ciudad y los perros (1985), adaptación fílmica de la primera novela de Mario Vargas Llosa. Watanabe también mantuvo una estrecha cercanía con el teatro. Antígona (2000), es una versión de la clásica tragedia griega de Sófocles que el poeta escribió para el emblemático grupo teatral Yuyachkani; esta obra escenifica la agonía de la protagonista, atrapada entre dos muertes; y que, por tanto, como sugeriría Jacques Lacan, el tema central sería la oposición entre la muerte real y la muerte simbólica. El poemario Habitó entre nosotros (2002) aborda la espiritualidad no desde una óptica etérea y celestial sino desde lo terrenal; de hecho, algunos de los episodios bíblicos más conocidos son trasladados al humilde Laredo en poemas como “La última cena” y “Resurrección de Lázaro”.
Con la publicación de La piedra alada (2005), Watanabe se convirtió en un poeta consagrado. Este título ocupó el primer puesto de venta en España por cinco meses consecutivos. Cuando la prensa peruana entrevistó a Watanabe, el autor confesó que él mismo era el primero en sorprenderse ante semejante éxito. El autor explicó que probablemente su éxito en España se debía a que él había caído justo en medio de dos tendencias: una que valoraba la experiencia, en donde sus poetas se consideraban “sociales” y otra que valoraba sobre todo el lenguaje, en donde sus poetas se consideraban “puros”. Afortunadamente, la obra de Watanabe fue bien recibida por ambas corrientes, pese a que entre ellas mismas existía una notable rivalidad.
Para Watanabe la poesía se escondía en la realidad, y el trabajo del poeta era acercarse a esa realidad y tratar de encontrarla. Para descubrir la poesía era necesario trabajar adecuadamente con el lenguaje, elegir la estructura del poema y tener cuidado a la hora de acumular percepciones e imágenes. “Mis poemas parten de la experiencia, tienen una base narrativa, por así decirlo; pero también reflexión, y un lenguaje más o menos cuidado” (Cárdenas, 3). Según Watanabe, la clave era la relación entre el arte y el autocontrol. Eran necesarias las reglas, pero debían ser reglas que el creador se imponía a sí mismo, reglas que fuese elaborando con el transcurso del tiempo. Resultan especialmente reveladoras algunas palabras del autor: “La poesía se puede perder en las palabras, y hay que desconfiar permanentemente de ellas. No es retórica lo que digo: después de tantos años, un poeta comienza a sentir una especie de desazón o de cinismo frente a la vida en general y la poesía en particular. A mí, la poesía me salvó realmente, vitalmente. He estado enfermo, he pasado mil cosas, y creo que si no hubiera sido por la poesía hasta me hubiera suicidado” (Planas, 2).
Estos conceptos básicos de la poesía de Watanabe como la naturaleza, el cuerpo, la muerte real y la muerte simbólica anticipan el planteamiento del último poemario de Watanabe: Banderas detrás de la niebla (2006). El tema de la muerte se elabora desde una perspectiva que sintetiza las reflexiones poéticas de poemarios anteriores. En esta ocasión, no obstante, la forma de abordar la muerte va más allá del entorno de la familia y de la primera experiencia del autor con el cáncer, elementos fundamentales en las obras anteriores, en las que la muerte del propio autor todavía no era un hecho impostergable; en este libro, por lo tanto, la muerte se convierte en una realidad innegablemente inminente.
En efecto, luego de haber vencido temporalmente al cáncer en la década de los ochenta, Watanabe sería nuevamente diagnosticado con la misma enfermedad. Consciente de la gravedad de su situación, el poeta exorciza buena parte de sus miedos y frustraciones escribiendo una serie de poemas magistrales y conmovedores, en los que el núcleo central es la muerte. En relación a estos textos, Watanabe afirmó lo siguiente: “El título de mi último poemario Banderas detrás de la niebla, intenta expresar la concepción de poesía que he venido practicando cada vez con mayor conciencia: un descubrimiento fugaz, una perplejidad, un extrañamiento que se abre en medio de la realidad rutinaria…” (Ortega y Ribes, 6).
Por ende, este poemario en particular es imprescindible para entender la propuesta poética de Watanabe. A los 60 años de edad, Watanabe volverá a padecer la misma enfermedad. La reaparición del cáncer pronostica el desenlace final pero Watanabe no se rinde. Acuciado por las circunstancias, y quizá como una forma de lidiar con sus preocupaciones y temores, el poeta se dedica incluso con mayor ahínco a la poesía y, más concretamente aún, a la escritura de Banderas detrás de la niebla, poemario en el que abundan las reflexiones sobre la enfermedad y sobre la relación que se establece ante el inminente final. Banderas detrás de la niebla, por lo tanto, es el libro que sintetiza la propuesta poética de Watanabe; en las páginas de este poemario confluyen los temas principales, abordados en poemarios anteriores y, esta vez, desarrollados con mayor madurez y profundidad.
Yo tuve la oportunidad de conocer a Watanabe en Lima, en el año 2005, poco después de la publicación de La piedra alada (libro que, por cierto, me autografió muy gentilmente) y aunque solamente conversamos durante breves minutos, quizás haciendo gala de esa fugacidad que le era tan preciada al poeta, ese momento ha quedado grabado en mi memoria.
Es evidente que el cáncer formaba parte de la historia familiar de Watanabe, y aquel lector que tenga acceso a toda su obra, comprenderá que existía una conexión indiscutible entre sus diversos poemarios. La poesía de Watanabe nos ofrece una mirada lúcida de la condición humana, cada poema combina reflexiones filosóficas y un lenguaje en el que la preocupación por lo estético no se ve eclipsada por la contundencia del menaje honesto. Watanabe nos recuerda, constantemente, que estar vivo significa luchar incansablemente contra la muerte, y que a menudo nuestra única y más valiosa arma en tan difícil batalla no es otra que la palabra escrita.