Valeria, me alejo de tu casa en una mañana de febrero inusualmente caliente y pegajosa y pienso que el cielo y el sol deberían sonar como las danzas antiguas que seguro vas a ensayar en tu guitarra, al estilo de “Diferencias sobre el tema guárdame las vacas”, de Luys de Narváez, esa pieza que tanto te gusta. En el ensayo fumarás de modo sucesivo tus cigarrillos farsantes y mentolados. Qué ganas de arruinar esa voz clarísima que junto con tu guitarra me impulsó a quedarme contigo un tiempo más cuando yo solo quería disfrutar de tu atractivo dorado y terrible de leona por una noche de aromas muy vivos. La atmósfera de los árboles y las casas del camino no me permiten pensar claro y disminuir la sensación lamentable entre el corazón y el vientre, este puñado de alfileres que en otros casos sería despecho y en este caso es pura desazón, simple repetición de mutuos abandonos que ha habido con otras mujeres. Conduzco por las montañas y el aire me duele, enciendo la radio y distraídamente cambio las estaciones; oigo el Lamento de Olympia, de Monteverdi, cantado por Emma Kirkby y entonces el humor me cambia.
El Lamento de Olympia es el primer disco que pongo descalza sobre el piso de tu casa hermosa y rara, medio vacía, todavía inacabada y sin jardín, situada en una montaña parte de un amplio valle, tan amplio que hacia el sur solo se contemplan más montañas y pocas edificaciones. Tu casa es como una mujer doblegada por las penas de amor pero que mira de reojo la cama solitaria, nueva, sin estrenar de verdad. Una estación ferozmente seca acentúa el aspecto yermo del terreno en que está enclavada, sin rejas que la resguarden ni cercas que la separen de la calle y las otras viviendas. Afortunada elección la mía pues canturreas el Lamento… mientras me sirves un tinto Malbec reserva, un regalo de una pariente que se fue al extranjero hace años. Empiezas a hablar de mil cosas que te llenan la mente, como siempre haces en todas partes y en cualquier circunstancia, y yo escucho en silencio y expectante; te observo con una objetividad que rara vez despliego respecto a posibles conquistas, pero contigo es inevitable hacerlo pues eres sin duda una criatura entre feroz, tierna, genial e inquietante, una suerte de licor extrañísimo y único solo para cierto tipo de paladar. Tanto encanto tal vez tiene una zarpa filosa de leona escondida, un toque de bruja y guerrero insomne, una brusquedad que debe doler y arder, pero como yo no pienso en algo más que en las próximas horas esta impresión no me causa mella. Tus defectos no son asunto de una amiga que solo será tu amante bandida, enmascarada y de paso.
Quizás media hora después pongo la flecha en el arco para apuntarte y entonces pienso si realmente es lo que debo hacer. Tiembla apenas la delgada línea roja que une la cabeza, el corazón y el sexo. Hablas de música y de medicina de manera desbordada y alternativa, mezclando términos científicos y formas musicales con expresiones populares o simples vulgaridades, por ejemplo, unas sonoras mentadas de madre que se te escapan de esos dientes blancos y grandes. Cantas y ríes, te brillan tus ojos verde bosque tropical, olvidada momentáneamente de tu veinteañera en flor, la veinteañera de la que yo hui por las mismas razones por las que tú te quedaste a su lado. Ella y tú provienen del mismo sector popular de Caracas, Catia, y mezclan su educación universitaria con un lenguaje envalentonado, urbano y rudo como yo misma lo hago a veces. Me tocas el bajo para acompañar “Nena, me gusta tu manera”, de Peter Frampton, un cantante con cara de mujer y cuerpo de varón en flor, un arcángel roquero de nuestra juventud boba en los liceos de Caracas. No tienes consciencia clara de tus acciones porque ni por la cabeza te pasa que me estás seduciendo sin darte cuenta, como debe ser, como se seduce de verdad-verdad. Ahora sí tenso el arco, la flecha se dispara sin más.
Me invitas a cantar contigo “Endless love”, interpretada por Lionel Richie y Diana Ross, título que no deja de ser una ironía, sin duda. Amor eterno, película con Brooke Shields que no vería hoy ni bajo amenaza de muerte. “Simpatía con el diablo”, con el feísimo Mick Jagger y los Rollings Stone en su época de oro. “Timbalero, qué es lo que pasa…”, con Héctor Lavoe. Después oímos sin complejos el sonido del oro blanco, la “Chacona del Infierno y el Paraíso”, maravilla de autor anónimo del renacimiento cantada por Philippe Jaroussky, un contratenor hermoso de voz tan femenina como masculina su apariencia. Seguimos con “La casa azul” de Aquiles Báez; el “Aleluya”, de Haendel; “Beatus Vir”, de Monteverdi; el “Seis por derecho” de Antonio Lauro…Y con el “Bolero” de Ravel, un fragmento del Réquiem, de Mozart, “Tú me haces falta”, cantada por Claudia de Colombia, “Rentame un cuartico” interpretada por Daniel Santos…Y todas las diosas: Celia Cruz, María Callas, Ella Fitzgerald, Teresa Salgueiro, Dulce Pontes, Edith Piaf, Susana Rinaldi, María Rivas…De vaina no oímos reggaetón.
Oporto, otro regalo de un sobrino que está lejos, después de una segunda botella de Malbec.
Dile a tu nuevo querer
Que no hay nada que temer
¿Nada que temer?
Todo termina en un beso que te lleva a una inconsciencia de la que no te disculpas al día siguiente, cuando yo te digo que ya rompí ese sortilegio que pendía sobre la cama sin verdadero estreno de tu casa.
—Así que sigues de largo —contestas con una sonrisa que yo interpreto como soledad pero que también es ironía.
Soy más amable y repetimos entre apasionadas y torpes los gestos húmedos y curiosos de la primera sesión. Cuando me voy de tu lado estoy tan convencida de que no se repetirá, tan convencida de que ni yo soy tu tipo ni tú el mío, que cuando me llevas a casa de unas amigas tuyas mi ánimo flota entre el agrado y las ganas de huir.
Luigi Sciamanna lee fragmentos de Romeo y Julieta, La Tempestad y Hamlet, de Shakespeare. Gustavo Dudamel dirige las piezas de Tchaikovsky inspiradas en esas obras. Te veo por segunda vez y me asalta el miedo de hacerte daño porque eres un bucare florido y rojo con una plaga de remembranza y fuego. Termino contigo entre sábanas revueltas e inquietudes añejas. Te veo por tercera vez y tú sientes lo mismo que yo la segunda: entre el deseo y la pena no quieres que te quiera porque estás lejos del olvido. Tranquila, sé que se trata de un breve romance de emergencia pues tú estás en terapia intensiva por un amor fallido, un amor de mujer joven de esos que dañan el cerebro, el corazón y la matriz pues la mujer, la hembra, la amiga y la hija anidan en esos cuerpos en flor y su ausencia es un cuádruple abandono. Yo ando rasguñada por la vida, y tú sabes que no hay como un golpe de piel para volver a tierra y alejarse del dolor, las preocupaciones y la mala suerte.
En pocas semanas empezamos a jugar a las novias, pero terminamos en una suave y acordada separación que me monta en mi carro y me aleja de tu casa en una mañana de febrero inusualmente caliente y pegajosa. En tu mesa de noche quedaba la antología de poemas de Kavafis que te regalé. Al día siguiente tenemos una conversación por teléfono agotadora, un intercambio de reticencias, orgullo y sinceridades brutales entre fragilidades disfrazadas de acero. Qué intensas, dirían otras mujeres más cómodamente asentadas en el mundo.
Las cinco letras del deseo, esa cicatriz luminosa, me llevan otra vez en tu casa a medio construir; las cinco letras del deseo retan tu despecho. Escribo esta fuga en tu presencia y te la leo mientras nos tomamos una simple cerveza y tú ensayas “Diferencias sobre el tema guárdame las vacas”, de Luys de Narváez, esa pieza que tocas mientras se consumen solos los cigarrillos farsantes y mentolados que tanto te agradan. Y pienso mientras tecleo la computadora que la palabra amor no te va sino la palabra amante, aunque ya no seamos solamente un par de bandidas enmascaradas y de paso sino un levísimo tatuaje entre la cabeza, el corazón y el vientre.
Nunca he escrito la historia de una mujer teniéndola enfrente, pero ni siquiera tan fantástica complicidad puede convertirse en amor del divertido cuando manda el amor tirano. Te ves tan feliz mientras escribo esta historia frente a ti. Me pregunto cómo puede convivir tan prestamente tu romance de música y cama conmigo con tu despecho, esa suerte de muerte sin fin que te ata a una rival a la que conozco lo suficiente como para que no me sea antipática ni sea en realidad rival.
Te sonrío mientras sigues ensayando con tu guitarra. Acabo de estar en la Universidad de Pittsburgh; di una conferencia en un salón de grandes ventanas, el William Pitt, rodeado de árboles cargados de magnolias. Sabes, la atmósfera era tan bella y tan irreal que creo que por esta razón la molestia que me produjo una conversación triste contigo se convirtió en un fuego impaciente que alimentó una polémica política en la sala. En medio de las preguntas de la concurrencia llegó un correo electrónico tuyo. Tenía abierta la página de Gmail en la computadora colocada en la mesa delante de mí y como la situación me obligaba a responder preguntas y comentarios nada fáciles estaba alerta como animal en acecho. Te disculpaste por las necedades dichas según leí velozmente antes de seguir en el debate; sonreí y me relajé un poco. Cuando pude revisar con calma el correo vi que confesabas que te había mostrado una belleza en el vivir que no conocías. Sentí alivio en mi ego ultrajado. Bailé esa noche en un club de medio pelo y me entregué al flirteo en aquella especie de sesión festiva de la Organización de Estados Americanos académica, con gente de todas partes del continente, tan distinta y tan semejante a mí. Estaba una mujer muy joven que se te parecía y acariciaba a una muchacha blanca de cabello castaño.
Al día siguiente era domingo de pascua. El museo de Andy Warhol y el de Ciencias Naturales estaban cerrados. Supe con absoluta certeza aquel domingo que casi no recuerdo de lo aburrido que fue que mi amistad con mi querida y admirada pana gringa Martina Osorio se había acabado y que iríamos juntas a Nueva York a hacerle el debido funeral. No obstante fuimos felices en esta ciudad que miré por primera vez un lunes en la tarde: una eclosión de monolitos colosales que reconocí porque de Nueva York sabía mucho antes de visitarla por primera vez. Sentí un temor vago ante una urbe de atractivo radical, despótico y fascinante como el de algunos hombres y mujeres excepcionales. Me invadió al verla ese deseo sexual acuciante que me entra en el cuerpo cuando viajo sola y pienso en la piel que se queda en Caracas.
El hotel escogido por Martina vía Internet tenía un bello exterior de casa antigua neoyorquina y un interior digno de un crimen entre prostitutas empobrecidas y traficantes en la ruina. Incluso la policía había acordonado una habitación. La limpieza era razonable pero la habitación no tenía baño. Horror. Te extrañé. Martina llegaría más tarde porque su vuelo salía unas horas después del mío. Me fui a deambular por la ciudad y llegué a Times Square casi sin darme cuenta; en aquella plaza rodeada de fulgurantes pantallas había la luz suficiente para alumbrar un pueblo entero: me dolió Caracas. Busqué un teléfono para llamarte porque aunque todo parecía familiar era una simple extranjera ajena a Nueva York; me costó encontrar uno que funcionara pero igual no pude hablar contigo. Mientras iba montada en un autobús para turistas los recuerdos se superponen y una nostalgia entrañable acompañaba mi reconocimiento de la Quinta Avenida, el Lincoln Center, el puente de Brooklyn, Queens, el Empire State, el Village o la muy lejana Estatua de la Libertad. Eran visiones veloces y trashumantes en las que retazos de recuerdos amorosos con distintas mujeres pintaban de intimidad mi primera visita solitaria.
Por recomendación tuya vi El Fantasma de la Ópera en pleno Broadway. Pensaba en tantas cosas mientras correteaba por el museo Metropolitano deslumbrada por breves golpes visuales de Van Gogh, Picasso y Georgia O´keeffe. Pensaba en la existencia a la que regresaría, signada por la sorpresa y la precariedad de vivir en Venezuela y solo poder salir de ella por un viaje de trabajo que me cayó en suerte con financiamiento completo. En el MOMA me entretuve largo rato con una exposición sobre el cineasta Tim Burton y sonreí ante la helada expresión de la artista Marina Abramovic en pleno performance. Miraba fijamente a los ojos a visitantes del museo que se prestaban para ello. Era un ejercicio agotador; esa mujer en otra época hubiera sido una santa, una experta en la mortificación del cuerpo para apostar por la conexión con estadios superiores del alma. Me reí ante la escena pensando en cómo te solías burlar de todo y me fui.
Ser amante es entregarse al presente perpetuo, es mirar fijamente sin moverse hasta el instante en que alguna de las dos personas parpadea. Ni pensar en ti ni no pensar. Amante es aquí y ahora.
El momento en que más te recordé fue en la muy turística visita al Empire State. Martina y yo entramos a la medianoche y caminamos a toda velocidad por aquellos pasillos maravillosamente vacíos y relucientes, atravesamos casi flotando la atmósfera de mármol y luz que me impresionó a pesar mío. Miré un relieve del edificio en una pared. La antena irradia energía y ésta se representaba con placas de metal. Me vino a la memoria esa panfletaria única que fue la ultraliberal Ayn Rand con sus novelas monumentales y perversamente buenas de lo raras -malas- que son, con sus personajes movidos por una pasión creativa y constructora por la que eran capaces de matar y dejar caer el mundo. ¿Sería el aire de la primavera o los tragos?
Subimos en un ascensor que tardó un minuto y luego de pasar por una de las tiendas para turistas salimos al exterior de una azotea en la que soplaba un viento tan fuerte que los tragos volaron de mi cabeza y yo casi me voy tras ellos. La delicia del vértigo me arrojaba a Manhattan, un tornado de luces, y comprendí ese sentimiento de irritación y envidia que suele causar la vocación titánica norteamericana en tantos extranjeros. Aquel golpe de belleza monstruosa, aquel despliegue de poderío vital odiado y envidiado por razones me temo que igual de contundentes, despertó mi segunda ola de deseo acuciante en Nueva York y te recordé en aquel momento en escenas no aptas para menores. Entiendo ahora sentada en tu sala que yo merecía aquella sensación tanto como tú te merecías que te llamara antes de entrar en la función de La flauta mágica, de Mozart, en el Metropolitan, que brindara por ti en el viejo bar gay “Stonewall” o que te mandara mensajes con el Blackberry de Martina mientras tomaba cerveza en un juego de entre los Mets y los Marlins de Florida. Entre tanta belleza, Caracas dolía más y más.
Nos comunicamos con dificultad por impericia tuya y fastidio mío.
Martina y yo nos habíamos cambiado a un hotel mejor. La despedí sabiendo que nuestra amistad estaba acabada y que los desayunos irlandeses y el almuerzo haitiano, la accidental visita a Little Italy, un restorán con mesoneros rumanos, y las vueltas sin sentido por las entrañas del metro de Nueva York con su hermana daban cuenta de un gran afecto que se acababa por motivos tan tristes como la política y algunos rencores viejos de examante. En la ida al aeropuerto la camioneta dio muchas vueltas buscando pasajeros y disfruté del repertorio de música de los años ochenta que el chofer dominicano parecía gozar como nadie. Desde Michael Jackson hasta Culture Club, pasando por Stevie Wonder, Gloria Estefan y Queen. Detesto los aeropuertos así que padecí lo que me tocaba y con alivio monté en el avión que me traería de vuelta al desastre de un país triste.
Siempre cortés, me fuiste a buscar a Maiquetía, me recibiste con afecto y nos fuimos para tu casa a hacerle honor a mis recuerdos de piel en el Empire State. Seguías despechada por cuenta de tu ingrata exnovia.
Y nos convertimos en amigas y dejamos de ser amantes.
Supongo que es muy difícil molestarse contigo, aunque con frecuencia te lo mereces. ¿Quién puede disgustarse seriamente con una mujer que es capaz de tener casa en medio de una urbanización solitaria en el fin del mundo? ¿Es posible no reírse de tus regocijantes aventuras con la extrema izquierda universitaria en tu época de estudiante? ¿Cómo enfurecerse frente a tus distracciones continuas si tienes ocurrencias tan geniales como darle unas maracas sin relleno a una amiga con el oído como una tapia para que no fuese a desentonar al “tocarlas” en tu grupo musical? ¿Quién tiene la voluntad suficiente para cuestionar a la dueña de dos criaturas damnificadas, minúsculas y muy feas a las que por pura bondad (o delirio) llamas “mis perras”? Ni hablar de tus lecturas desordenadas, tu inteligencia de diablo, las pasiones por la ciencia y la música y tu estilo de habla hiperbólico y ampuloso.
Réntame un cuartico en el hotel de tu alma, diría Daniel Santos dividiendo las sílabas prestamente.
Valeria, ¿te acuerdas de la razón por la que me fui por primera vez contigo a tu casa? Sí, la misma casa de la que me alejaría semanas después pensando que el cielo y el sol deberían sonar, no solo verse, y a la que regresaría a ti. Empezó un sábado a las cinco de la tarde, en ese edificio que tiene nombre de institución de caridad: Centro de Acción Social por la Música. Es una edificación bella, una muestra de la plenitud que puede lograr el concreto armado, con una acústica tremenda y grandes móviles de Carlos Cruz Diez. Conseguiste entradas para un concierto que se graba en vivo; dirige Gustavo Dudamel la Simón Bolívar. Comienza La Consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky. Te agradezco el concierto con sincera amistad pero en la medida en que transcurren los movimientos de La noche de los mayas, de Silvestre Revueltas, medito en las formas múltiples que puede asumir la gratitud. Es una música mucho más parecida a mí que a ti; quizás tienes un temperamento semejante a este despliegue de metales y percusión, pero cierta curiosa inconsciencia acerca de tu poder de seducción oculta la semejanza. Mientras aplaudo al final de la pieza te miro de reojo con objetividad absoluta y me digo: esta noche voy a sonar y solo tu piel me oirá así que prepara los dedos para el arpegio que vas a interpretar y para olfatear mi alma.
—Ponme la “Fuga” de la Bachiana Brasileira n. 1, de Villalobos —te digo cuando termino de leer lo que he escrito en tu presencia y me abrazas muy contenta.
—Ese es el título —me dices —“Fuga”.