No es posible componer una imagen de Ana Enriqueta
sin hacer especial mención de su casa, sin referirse
al arreglo íntimo del espacio de sus magias,
que con distintas adaptaciones según el lugar
donde se encuentre resulta siempre la misma casa.
Eugenio Montejo.
Luego de varias vueltas erráticas hallamos la Casa de hablas. No se trata de su libro representativo, se trata de su hogar: lo notamos por las grandes letras plateadas en la parte alta de la pared. Toda cubierta de piedra y todo follaje por dentro, plantas y arbustos húmedos por las lluvias frecuentes. Geraudí sonríe, un poco más lejos, como niña feliz de cinco años: se detiene a mi lado y me corrobora que, ciertamente, se trata de su casa.
Mundaca, la intimidante perra guardiana, nos recibe con ladridos de cautela. Escuchamos la voz de un hombre, delgado y joven, moreno, que desciende de unas escaleras sin barandas. Era él quien nos había indicado minutos antes la dirección exacta, vía telefónica, dándonos como referencia el material rocoso de la fachada y los tres chaguaramos al otro lado de la acera.
Asumimos un paso calmo, premeditado, para acceder. Ese paso que consiste en mirar dos o más veces los mismos objetos que van apareciendo en el trayecto, como si pisáramos una tierra mojada, con lajas movedizas, o piezas de arcilla fáciles de romper. Primero Geraudí, luego yo y, por último, el joven. En ese mismo orden subimos. Del lado izquierdo vi macetas con brazos flacos, largos y verdes, en un permanente rocío. Del lado derecho unas ventanas y más verde distribuido en toda la pared. Muy pocos metros de la escalera hasta la puerta, es cierto, pero me parece haber invertido más tiempo en el recorrido. Esa puerta se abrió y pensé que Ella estaría esperándonos al primer golpe de vista (es realmente absurdo buscar en nuestros archivos mentales una fotografía fidedigna a la persona que conoceremos: pensar en que esa persona aparecerá con el mismo maquillaje, vestuario, peso o edad).
En la cocina se encuentra una joven con un bebé en brazos, huéspedes amigables y silenciosos. Percibo olores añejados, agolpados, como de casona antigua. Disminuyo el ritmo de mis pasos. Recorto los pasos para ver las pinturas y objetos colgantes, la cocina saturada de utensilios, el altar en una gran mesa con vírgenes, cruces viejas de metal y una tortuga de hierro achatada. Hay poco espacio en sus paredes: abundan dibujos de su autoría y de fraternos artistas venezolanos. Todos, puedo asegurarlo, “duermen en el aire”.
El joven dice que avancemos, hasta llegar al cuarto de la dueña de la Casa de hablas. Entramos y no la vemos. Quizá estaría en el fondo de su gran cama de madera o en la cama clínica o en la silla de ruedas. No está en ninguno de esos sitios. ¿Dónde está? Pensé que nos habían engañado, que Ella existía solo en libros y en hermosísimas fotos de apetitosa adolescencia. Fueron pocos segundos pero parecían minutos. El silencio fue cuarteado por una voz firme y algo apresurada que salía de un cuarto contiguo. Le pide al joven una breve espera antes de acceder a su habitación. Salimos pronto, inmediatamente, para no desobedecerla. Pasó menos de un minuto para que la escucháramos otra vez. Pidió que entráramos. Pensé verla de pie o en la silla de ruedas. Está en la cama de madera, del lado izquierdo, acostada. Vimos a Ana Enriqueta Terán, existente, por primera vez. La vimos con timidez, dubitativos, alternando frases y saludos temblorosos. Lleva un vestido de botones hasta los tobillos, lentes oscuros, de sol, y una pashmina de tonos marrones. Medias negras cubren los pies que contradicen sus 98 años. Piernas delgadas, pero aún aptas para sostener ese cuerpo con dedos cubiertos de anillos de cocodrilos y tortugas orientales. Piernas que sostienen esos brazos con pulseras de metal, marfil y madera. Se justificó, no entendemos por qué, de la simpleza del recibimiento y el vestir. La poetisa, pues así se define firmemente, habla con elegancia.
“Decir poeta es una trampa de los hombres, pues entonces debería decirse poeto”. Jocosamente arroja esa afirmación y explica que ella es la única poetisa venezolana, debido a que muchas creadoras prefieren llamarse poetas.
Desperdigados en la ola de sus sábanas pude ver un par de libros y dos agendas de piel. Un control remoto de un gran Soneview se encuentra en esa ola de tela, el único objeto del siglo XXI que se halla en su cuarto. Veo a la poetisa y su habitación. Es su hábitat. Todo está allí. Me sorprende el gato dormido, enrollado sobre sí, en su cama clínica. Me sorprende su placidez inmóvil.
Ana Enriqueta toma su agenda de anotaciones. Allí, horizontalmente, escribe con letras grandes. Transcribe citas y construye sus sonetos. Nos ha dicho que tiene veinte, inéditos y muy recientes. Ama esta forma métrica y estrófica y nos ofrenda dos espontáneas definiciones: “El soneto es un envase precioso que me sustenta y me ayuda a ser libre” y “vasos extraordinarios de libertad”. Ana Enriqueta le había prometido a Geraudí la lectura de un soneto inédito dedicado a Santa Teresa. Hojea apresuradamente su cuaderno. Pasa y repasa páginas y no logra dar con el texto. Se disculpa. Para reivindicarse, lee un endecasílabo de Juan de Tassis. Habla de su fervor por Luis de Góngora. “Nunca he tenido una biblioteca”, nos dice, pues se ha mudado de domicilio 16 veces. Su voz se eleva hablándonos de Rómulo Gallegos y de Doña Bárbara, de la “mezquindad” de la Academia Sueca al no otorgarle el Premio Nobel de Literatura. Habla con admiración y calidez de su esposo y compañero, José María Beotegui. Elogia a Andrés Eloy Blanco, padrino de su hermano Diego. Lectora de la Biblia, pero como literatura, así como de Fiódor Dostoyevski y William Faulkner.
“¿A quién se le queja un anciano?”, me parece escuchar. ¿Es un verso citado o una frase de la propia poetisa? Esa pregunta me inquieta, gira en mí de manera permanente. Su intervención toma nuevas evocaciones. Dejamos que hablara, que citara anécdotas y autores. Quise acotar, ofrecer comentarios. Inútil: en estos casos no se puede interrumpir la plática. Su presencia en la cama, su voz, para ser más certero, es un río que fluye con potencia. Extraigo de mi bolso verde un ejemplar de Pasajero con una dedicatoria. Lo toma con agradecimiento y paciencia. Me sorprende su saludable visión, excesivamente vigorosa. Le ofrezco mi tomo de Piedra de habla, su amplia antología publicada por la Biblioteca Ayacucho en el 2014. Con timidez le pido que firme mi ejemplar. Pronuncia un no, un “no” generoso y firme que invita a un nuevo encuentro, más familiar y planificado, para la dedicatoria sopesada. Acepté, callado. Hubo un silencio de respeto mutuo. No recuerdo el exacto orden de lo sucedido después.
Todo transcurre ante su discurso, su deseo de contarnos cómo llegó a la poesía y la admiración por su hermano Luis Daniel Terán Madrid, quien nunca publicó un verso pero fue, según Pepe Barroeta, “maestro de poetas”. Ella misma afirma, sin arrogancia, cómo ha logrado edificar su obra, siempre con el apoyo arquitectónico de la tradición. Con fervor conversa sobre un cuadro de Braulio Salazar que está cerca de la entrada al baño del cuarto, uno de los pocos desnudos del artista valenciano. Ella exclama: “Dan ganas de rezarle a ese desnudo por su pureza tan grande”. Así también lo percibimos nosotros; es decir, esa mirada inocente, como de santa, que remite a esos senos de firmeza juvenil. Ella indica: “La oración tiene una función en todas las religiones y sí funciona”. Lo dijo refiriéndose a su devoción por el acto diario de orar, por encima de todo.
Ana Enriqueta sigue contando —orando—, y a veces toma su cuadernito cubierto de piel. Lee —declama— con carácter, y a veces levanta la mano izquierda con el puño cerrado, vehemente, para enfatizar la precisión de la lectura, como en un mitin imaginario. Nos está dando un recital íntimo, para un público reducido, de apenas dos espectadores, Geraudí y yo, y no nos habíamos percatado de ese acto: “Como quien escribe una oración y pide mucha humildad y un extenso aliento para resistir brillo y cercanía de la PALABRA”. Habla de lo sagrado del idioma, de las palabras, sacras palabras.
Ana Enriqueta es un clásico de milagrosa longevidad. Poeta mayor —en edad y en estética— y decana de la poesía venezolana del siglo XX. Ha afianzado una poética vinculada a la mejor herencia de la poesía castellana. Su obra persiste en las posibilidades infinitas de la métrica y los moldes clásicos —especialmente el soneto y la lira—, desmintiendo las peripecias algo agotadas del verso libre actual. Su obra es inseparable al trance de la creación poética, de la composición que posibilita inéditas combinaciones en un trabajo consciente de lo onírico: “Esta vez, hicimos el trecho con máscaras ajustadas/ a la más pura delicia, al más puro, solitario ademán/ de la doncella y su costumbre de planta enlutada”. El oficio de forjar libro tras libro, pocos pero marmóreos libros desde 1946, fecha de publicación de Al norte de la sangre. Quise ofrecerle, desde mi voz, alguno de sus poemas. Leo para ella el poema “Cena”. En su cara veo agrado, aprobación, al escucharse en la voz de otro.
La conversación va en ascenso. Asciende temporalmente a Morrocoy, unos cincuenta años atrás, en la vieja casa rural de Ana Enriqueta, sin agua, sin luz, con pescado, calamares y whisky traído de islas caribeñas. Doce años en esas tierras en las cuales logró la gestación de Libro de los oficios. Doce años en que dejó de ser Ana Enriqueta para ser “la señora doña misia”, así llamada por los lugareños. En ese pueblo de Morrocoy recibió al artista plástico valenciano Wladimir Zabaleta y al poeta Eugenio Montejo, muy jóvenes todavía, con un equipaje de inexperiencias. Y hubo otro ascenso en la conversación: una carta de Juana de Ibarbourou, a “Mi deslumbradora Ana Enriqueta”. La carta existe inédita, nos aseguró, en algún archivo. Y una de Pedro Emilio Coll. Imaginamos un lujoso cofre, con misivas de poetas hispanoamericanos desde los años cuarenta. Reliquias, se diría. Viendo nuestro asombro, llama al muchacho para que nos acompañe a la parte inferior de la casa.
Una puerta corrediza, de madera, oculta el descenso. Bajamos. Ana Enriqueta permanece en su cuarto. El descenso es oscuro, con poquísima luz. Mientras caminamos, muchos diplomas enmarcados van apareciendo. Dos doctorados honoris causa, uno otorgado por la Universidad de Carabobo y otro por la Universidad Latinoamericana y del Caribe. El más sobresaliente: el del Premio Nacional de Literatura —galardón que Mariano Picón Salas elogió en su momento—. Hija ilustre de Trujillo. No sé por qué olvidé que se trataba de la sala principal de su casa. Hay un orden en todo lo observado. Sus amigos artistas aparecen: Oswaldo Vigas, Braulio Salazar, Juan Calzadilla, Wladimir Zabaleta, Gabriel Bracho. Sus colores y sus formas están allí: un perro egipcio de Alexis Mujica y una pintura de Armando Reverón.
Esto no es una casa, es una galería. Geraudí va más atrás, más paciente que yo. Ella gesticula y no logro atenderle. Es difícil ser paciente ante el deslumbramiento. Avanzo solo, un paso más adelantado. En la parte más interna, una mesita con tres grandes libros de artista hacía las veces de bisagra: Gómez de la Serna, Wladimir Zabaleta y algún otro. A su alrededor hay muebles, uno de ellos color vino, que vigila un vitrina de madera con vidrio en sus dos puertas. Me acerco más: quince tomos, grandes y numerados, de Lope de Vega. ¿Fue tan prolífico el poeta madrileño? En ese momento lo confirmo. Arriba de Lope, en el peldaño superior, muchos ejemplares amontonados de De bosque a bosque. Con mayor esmero se halla un único ejemplar de Al norte de la sangre, su primer libro, con la portada carcomida. Seguidamente cuatro ejemplares de Verdor secreto y unos diez de Albatros. Todo parece un retablo y no una biblioteca. Me siento en el sofá color vino. Tomo los libros. Realizo una vista rápida, con el deseo de ver lo más posible, de apoderarme de aquel paisaje de la poetisa mayor. No estamos solos: el muchacho, a pocos metros, nos mira, vigila nuestra presencia.
Abruptamente subimos. Ya son las 5:00 p.m. Nuevamente en la habitación de Ana Enriqueta, en su misma postura, sostiene Pasajero. A su lado, una taza blanca ya sin café, las galletas y la mitad del pan de coco que le llevamos. Al poco tiempo entra la joven delgada, en bata casera, con nuestras tazas. La poetisa nos comenta que le gustó el pequeño texto que escribí sobre ella, publicado hace más de un año en un suplemento cultural. Me sentí diminuto de alegría cuando leyó las últimas estrofas del primer poema del libro, titulado precisamente “Pasajero”. Su aprobación sincera, su manera de leerme, es un cumplido. Resalta con énfasis la imagen del semáforo, sus luces, en especial el color amarillo tan recurrente en su poesía. Llegaron versos recordados, muchos, de flores y aves y follajes. Aunque es andina de nacimiento (Valera, 1918), reside en Valencia desde hace muchos años: ha asimilado sus árboles y avenidas; ha hecho de la toponimia valenciana su morada permanente.
La tertulia sigue por una hora más y observo los collares colgantes, dentro de bolsitas. Collares alineados, sostenidos por clavos, al lado del televisor. Allí reposa la coquetería de piedras y colores, habituales en muchas apariciones de la poetisa. Nos confiesa que ella misma confecciona accesorios, pulseras y collares. “¡Me aterra el plástico!”, nos dice, atendiendo a una pregunta de Geraudí. Por eso prefiere las piedras, los materiales artesanales, indígenas, del África. Nada sintético o artificial. Desconocíamos esa faceta suya, exhibida en exposiciones artísticas. La poetisa artesana, creadora de prendas para la vistosidad femenina.
El itinerario que Geraudí y yo traíamos fue sustituido por luminosidades. Estorbó lo planificado: Ana Enriqueta Terán Madrid fue única en su esplendor, sorprendiéndonos con su afable Ser. Nos despedimos con un roce en la mejilla y unas manos que deseaban seguir estrechándose. Lentamente salimos del cuarto, bajamos las escaleras y salimos. El regreso a San Diego fue despejado. En la carretera no hubo escombros ni distracciones. Algo sereno, tranquilizador, residía en nosotros.
Néstor Mendoza
San Diego, Venezuela, 14 de agosto de 2016