Tenía la cara de alguien que acaba de renunciar al matrimonio: un poco marchita, un poco revivida, nunca las dos facciones demasiado transparentes. Descorrió la cortina. Estaba en el segundo piso del motel. No era una gran altura pero desde ahí tenía un fragmento de horizonte. Otra vez cerca. Cada vez más cerca.
Sólo en una ocasión llegó hasta Nogales. De no haber tenido tantos prejuicios, bien la habría librado. Claro, era apenas una mocosa. Iba intentándolo por la limpia, para eso le había pagado su cuota al coyote. Pero no, bastó que dijera no para que la deportaran. Sólo una vez ha llegado tan lejos. Ya casi podía verse en alguna calle gringa, en algún mols todo muy frío e iluminado, ya casi admiraba los pastos verdes mojados por las regaderas en las maquilas. Nada le hubiera costado irse al baño aquella noche, bajarse las pantaletas, dejar que el gringo ese le arrimara la reata. Pero no. La muy bruta pensó que ya estaba a unas horas, que esperaría la señal del coyote pa’ cruzar. Tuvo miedo. ¿Ah sí?, dijo el mugre y de inmediato fue al teléfono para denunciarla. Al regreso, su casa le pareció demasiado sucia. Cuando vas y ves otras cosas, es muy difícil que vuelvas a ver esto igual, le dijo a su hermana mientras barría el polvo y la mierda de perros en el quicio de la puerta.
Observó el ajetreo, el río donde cámaras y llantas servían para atravesar gente y mercancías. Por cualquier parte el verde profundo del paisaje invadía el lugar con cierta pasividad, como si dentro no pasara nada. Vio niños corriendo por las aceras, uno de ellos podía ser su hijo, pensó. Se tocó el vientre. Un estremecimiento la sacudió de pronto. Se detuvo por un momento en el trozo de concreto del puente. Le llegó la risa acumulada de una chaviza corriendo tras un bus pintarrajeado. Viéndolo bien, se siente como en su terruño. El mismo calor, la bulla permanente del mercado, los buses viejos, el colorido ambiente de fiesta que nunca termina porque la fiesta es la única forma para sobrevivir en esos pueblos. Vio pasar a distancia un trailer y se acordó. Silvia fue hacia su bolsa, metió la mano, el bulto seguía ahí y era para ella sola. Hizo cara de alivio. Compraría un boleto hacia la capital. Esta vez sí tenía que correr con suerte. De su bolso también sacó el papel donde anotó algunas cosas que debía saber por si en una de malas la pescaban para interrogarla. En el costado del papel oloroso aún al perfume barato del trailero, encontró la dirección. Ah, es de la bruja que lee las cartas y hace trabajitos. No estaría mal ir, pensó.
Ayer venía hacia la línea. Tomaba la tercera cerveza cuando lo vio entrar. Silvia le hizo una seña. Emilio, pa’ nombrecito, se burló y pidió más cervezas. Iba a anochecer. De pocas pulgas, intuyó ella porque por más que le hacía plática Emilio nada más se limitó a sobarle los muslos. Después de picar botana, un poco borrachos, se pararon a bailar.
El lugar estaba lleno. Era sábado.
Aceleró el asunto. Cachondeó a Emilio hasta que éste la condujo afuera. Nunca se había subido a un trailer. La cabina fue como cuarto de motel. Desde ahí se sentía como en un segundo piso. Era evidente que estaba cansado. Venía de El Carmen, mañana arribaría a la central de Tapachula para dejar mercancía y volver. Parece que a Silvia se le hubiera impregnado ese olor para siempre: un perfume violento, perfume de fiebre, perfume de dermis sudorosa. No todas las cosas se tenían siempre bajo control: Silvia se había excedido con los tragos.
No. Ella no llevaba condones. Él tampoco. Pero lo intuyó sano y decente, no quiso pensar en eso de las enfermedades que tanto le ponían los nervios de punta. No, no te voy a cobrar, sólo quiero que me lleves, voy para Hidalgo.
De la guantera sacó papel higiénico y Silvia se limpió la boca. Dos rounds más y Emilio roncaba, acostado boca arriba. Silvia bajó el cristal. El ajetreo le había revuelto el estómago. Vomitó. Volvió a limpiarse la boca amarga. Pero no cerró. Necesitaba aire. Era una noche oscura, opresiva, como una tormenta que no se decide a estallar.
Sacó la cabeza y la reposó en la ventana mientras extendía su cuerpo hasta tocar las piernas de Emilio. ¿Cuánto tiempo estuvo así, viendo los contornos intensos de la luna, escuchando el ruido de la cantina?
Se quedó dormida por un momento hasta que la duda le explotó como una ráfaga.
¿Quién era el tipo?, además de llamarse Emilio, ser trailero y venir de quién sabe qué lugar. Por sus ojos llovieron duramente las palabras de la conductora de tv anunciando las alarmantes frases de gente infectada. No, no traía condón, ¿cómo iba a saber que esa noche pescaría un chance para seguir? Miró a Emilio, parecía muerto. Quiso despertarlo pero se contuvo. Que amaneciera. Sólo el día podría hacerla sentir mejor. Un fuerte dolor de cabeza y después, apenas, el ligero sueño.
Abrió los ojos. Emilio todavía dormía. Al incorporarse lo despertó.
Oye, ¿me vas a llevar hasta Hidalgo? preguntó ella, intimidada.
El suyo era un rostro vacío, sin fondo.
—¿No estarás enfermo?
—¿Cómo voy a estar enfermo? No chingues, encima de arrimada, loca. Yo te debería preguntar eso, ahora sí. Y si quieres, aquí te dejo.
Silvia sacó un espejo roto de la bolsa y se levantó el cabello. Se miró muy demacrada. Se dio asco. Entraron a la carretera. Quiso olvidarse de la noche fijando la vista en las líneas que dividían el concreto.
—¿A qué más te dedicas?
—Puta, ¡a esto!, como si no fuera trabajo.
—Bueno, dijo, estás casado, tienes hijos.
—Pues sí, todo eso y lo demás. Ya sabes.
—Ah.
Calló. Veía los alrededores del trayecto, campos y más campos llenos de interminables árboles. Quería voltear para observarlo mejor, ni siquiera lo reconocería si un día se lo volviera a topar. De reojo veía su perfil y luego volvía la vista hacia el frente.
—¿Tú nunca lo has intentado?
—¿Qué?
—Esto. Irse.
—Ya estuve.
—¿De veras? ¿Y cómo es? ¿Por qué regresaste? —Silvia quería hacerle todas las preguntas. Siempre que se topaba con quien ya lo había hecho, eso de trabajar en Estados Unidos, recobraba el ánimo.
Emilio alzó los hombros. Puso un caset.
—Es Reynaldo y la Tormenta. ¿Lo has escuchado?
—Ah. No. No sé. A lo mejor.
Era una guaracha medio cumbia con charangos de por medio.
—¿Y por qué regresaste?
—¿De dónde?
—De allá, hombre, de dónde más.
No obtuvo respuesta sino una orden.
—Disimuladamente, vete agachando, no veo muy bien, pero parece que traen torreta.
Silvia bajó la mitad de su cuerpo. Olía a calcetines.
—No. No son. Pero por si las moscas —dijo él, y Silvia se incorporó de nuevo.
Después, Emilio paró. Tenía ganas de orinar.
Entonces sucedió. Silvia vio el bulto en el asiento. No lo pensó dos veces. Se jugaba todo porque el hombre podía darse cuenta, a lo mejor lo hacía a propósito, a lo mejor venía con suerte, si llegaba a Hidalgo lo sabría.
Traía la cara roja. El calor era desde el inicio del día una amenaza.
—Ya casi llegamos a Hidalgo.
Se detuvieron para que Silvia se fuera atrás, acomodada bajo los costales de azúcar.
Faltaba poco pero en medio de los bultos el tiempo parecía alargarse sin saber si al trailero le tocaría pararse para alguna revisión o entrarían sin ningún problema.
El trailer paró, pero en breve reanudó el camino.
Minutos más tarde, Emilio era quien abría la puerta para sacarla.
La dejó a unos pasos del centro. Silvia le agradeció el favor, con cierta timidez. Otro le habría cobrado. Caminó de prisa, casi huyendo, sintiéndolo detrás, siguiéndola si se daba cuenta.
Fue metiéndose en calles malolientes hasta percatarse que había caminado lo suficiente como para poderse esconder. Motel El Palmito. Metió la mano en la bolsa para cerciorarse de que la cartera seguía ahí. Pagó el cuarto. Esta vez no iba a fallar. Faltaba mucho pero venía con suerte. O al menos, quiso aferrarse a esa idea aunque le asaltaran las dudas. Bajó a comer. Después subió a darse un baño, a ver tv por la noche. Una cama fresca aunque sucia. Las paredes del cuarto parecían pizarrones: “aquí estuvo Mila que chupó muy bien la verga de Simón”. Un denso olor a drenaje se expandía por el retrete. No pudo dormir. Otra vez el miedo a las enfermedades. El hombre se veía sano. Lo primero que haría en unas horas: comprar en la farmacia condones, para lo que se ofreciera de ahí en adelante.
Abrió la cortina. Por las vías se instalaba una fila de trailers. Qué deprimente. De chucha me meto con un chofer. Dice la Lula que las enfermedades no son sólo de maricas. La cartera. Robarle encima de que me ayudó a cruzar. Debería bañarme otra vez. Qué deprimente, repitió antes de seguir humedecidos sus ojos, antes de apretarse los dientes y sentir un duro retortijón en el estómago.
Todo por quererse ir. Las calles amplias. El desierto. Más anuncios luminosos. La música norteña anunciándote que ya estás cerca. No, no está enfermo. Es padre de familia. Escucha guarachas. Debe ser romántico y todo eso. Ni duda, traigo suerte. Mira que bajarse a orinar y dejar su cartera en el asiento. Tendría que venir muy cansado para no darse cuenta. O ser muy distraído. ¿Se vino dentro? Que pelotudez y yo borracha. Ya no me acuerdo de nada. A la mitad. Todavía a la mitad del jodido camino y ya me está entrando una horrible flojera.
Volvió a revisar la cartera. Emilio Flores. Cuarenta y un años. Chofer. Demás datos en la tarjeta de manejo. Si algo le pasaba, tendría como encontrarlo. Juro que esta vez sí llego, pensó.
El cuarto vencía a las doce. Volvió a bañarse, como si ello fuese a quitarle cualquier duda. Vio su rostro pálido, sus ojeras profundas, una mezcla de cansancio y vitalidad que la empujaban a seguir, aunque sea a la vuelta de la esquina.
Una cartera gratis, pensó con prisa. Iba a comprar boleto de autobús ese mismo día, también condones. Cuando llegara no iba a sentir miedos. ¿Desde cuándo se había vuelto paranoica? Esa actitud no le dejaría nada, mucho menos si pensaba llegar al otro lado. En cuanto saliera no debía ver manchones ni medias tintas y mucho menos vuelta. De algo tenían que servirle la boca, las tetas y las nalgas. Esta vez sí. Tomó sus cosas, se amarró el cabello y antes de salir alcanzó la inútil huida de una cucaracha.