Lo he contado antes, lo he escrito por ahí: hasta hace poco —bueno, ya no tan poco— no conocía a Andrés Caciedo. No sabía de su existencia. Claro: no soy colombiano, no soy caleño, no estudié ni fui joven en Colombia. Y aquí es donde me quiero detener antes de seguir: no leí a Andrés Caicedo en el momento en el momento justo, en ese instante en que “todo estalla”, en que uno está vulnerable y a la deriva, pero al mismo tiempo curioso y buscando aliados y hermanos y padres que no se desean matar.
Leí tarde a Caicedo.
Ya no era un pelado, ya era un escritor.
A veces me pregunto: si hubiera leído a Andrés (Caicedo es de esos autores que cuesta llamado por su apellido; uno tiende, como fan, a designarlo como Andrés), ¿me hubiera convertido en escritor? ¿Hubiera valido la pena hacer el esfuerzo? ¿No pudo ocurrir lo que a veces le sucede a tantos? Es tal la impresión que te causa un texto (la suma de ¡Qué viva la música! + Ojo al cine + el mito Andrés en un combo tenaz) que puede remecer a un escritor en ciernes y dejarlo más en la vereda de los fans que en la avenida de los creadores. Porque el huracán Caicedo, si te golpea desprevenido, te puede cambiar la vida: para bien (quieres leerlo todo; te impulsa a escribir siguiendo su ejemplo; te vuelves un adicto y acaso un groupie) o definitivamente para mal (decides ser un groupie y un adicto; sólo te dedicas a leer y a subrayar a Caicedo; te refirma tus inseguridades y miedos y más que pensar en escribir, comienzas a pensar en cómo matarte o, al menos, cómo vivir una vida caicediana.
Pero la vida es misteriosa. O lo era antes de Internet. No dependía de uno lo que leías porque era clave aquello que estaba disponible en las librerías y eso dependía en parte del canon. Los autores que ya habían sido bendecidos eran los que formaban el canon y, por lo tanto, esos llegaban a las librerías y esos eran a los que accedías. No podías leer lo que no estaba ni siquiera en las librerías de libros usados.
Andrés no era parte de la mafia y quizás ni siquiera sabía donde quedaba Barcelona en el mapa. El soñaba con revistas de cine, con Hollywood, creía que los jóvenes podían ser sus lectores y sentía que el rock era tan o igual de potente que las novelas o el cine. Además estaba muerto. Joven y muerto.
¿Qué futuro literario podía tener?
El día que llegó el primer ejemplar de ¡Qué viva la música! a su departamento en Cali, Andrés se suicidió a los 25 años. Una tragedia, sin dudas, pero también el mayor de los actos mediáticos. Andrés tenía claro qué había sucedido con Jim Morrison, con Janis Joplin. Sabía que James Dean ya estaba muerto para el estreno de Rebelde sin causa. Es imposible analizar o tratar de entender un suicidio. En parte he tratado de hacerlo al ingresar a sus papeles personales y cartas y armar su autobiografía: Mi cuerpo es una celda. No tengo una repsuesta. Lo que, claro, aumenta el misterio, enciende el morbo. Pero una cosa está clara: más allá del tremendo dolor, la inmensa sensación de soledad y de estar a la deriva, Caicedo siempre tuvo claro que su fama y su conexión con los lectores sería después. Querrá dejar obra. Intentó matarse varias veces. No era un autor que quería hacer una carrera; era un autor díscolo, nuevo, en ciernes, que no deseaba madurar o crecer o envejecer, pero que sí quería dejar obra.
Y la dejó.
Dejó una obra llena de vida, imperfecta quizás, pero impresionante, real, honesta, desgarrada y desnuda. Y, con el tiempo, esta obra se fue escindiendo de manera natural en su obra de ficción (libros para jovencitos) y su no-ficción teñida por las drogas, el cine, la ambigüedad, el terror, la disfunción familiar y las temporadas en los siquiátricos. ¡Qué viva la música! es la obra cumbre de un autor que está empezando; Mi cuerpo es una celda, su obra póstuma, es el testimonio de alguien que quiere claudicar.
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Lo más fascinante de ¡Qué viva la música! es la suerte de manifiesto que María del Carmen Huerta, una jovencita bien que desciende a la Cali profunda de la salsa y la rumba. La novela está narrada en primera persona y termina con una suerte bonus track donde anota la banda sonora de la novela que acabamos de leer. Pero justo hacia el final, cuando el viaje y el libro están llegando a su fin, algo raro sucede: la narradora va cambiando de voz y se va volviendo más masculina, como si el verdadero autor se aburriera o no fuera capaz de mantener la impostación para escribir con una seguridad absoluta una suerte de manifiesto que parte juvenil y setentero y ultra contemporáneo (“Vivimos el momento de más significado en la historia de la humanidad”) para, poco a poco, ir transformándose en el credo del propio Caicedo. Es en este libro donde sale la famosa frase “Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”. Mucha de estas sentencias/órdenes/recomendaciones a sus lectores son del todo sobregiradas y más tienen que ver con el autor que la narradora y que, si se leen línea a línea, son incluso contradictorias pues quiere tanto el anonimato como la fama y transforma sus impulsos suicidas en mandatos para no crecer: “Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño… Para la timidez, la autodestrucción”.
Caicedo va escribiendo un par de páginas que luego podrán transformarse en frases de afiches o mensajes de twitter: “El sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión de los tormentos”. Pregona olvidarse de “alcanzar alguna vez lo que llama normalidad sexual” y recomienda no esperar “que el amor te traiga paz”.
La novela celebra la música y la salsa pero al final es el cine el mejor refugio: “Adónde mejor se practica el ritmo de la soledad es en los cines, aprende a sabotear los cines”. Llama a pagarle con “mala moneda” a los padres pues deben pagar y alimentar a sus hijos siempre por haberlos tenido. “Jamás ahorres”.
No es raro que Andrés Caicedo se haya suicidado después de haber escrito todo esto: “muérete antes que tus padres para librarlos de la espantosa visión de tu vejez”. Lo que impresiona y acaso nunca se sabrá es cuántos lectores intentaron hacerle caso.
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La vida tiene sus vueltas, sí. Es misteriosa. La justicia, lo tengo claro, no existe pero sí creo que en la justicia artística. A la larga, con el tiempo, las cosas se ordenan. El gran bestseller de su momento desaparece y un autor que nadie supo de su existencia termina influyendo a los demás. ¡Qué viva la música!, novela condenada por su autor quizás a la muerte, no sólo lo sobrevive, lo hace renacer cada vez que se reedita (como ahora, en Alfaguara, al igual de Vargas Llosa, su ídolo literario) y, cómo no, cada vez que se lee por primera vez.
Eso tiene Andrés Caicedo que pocos tienen: se sigue leyendo, lo siguen leyendo. Como me comentó un amigo suyo en Cali: mientras nazcan jovencitos en Colombia habrá lectores de Andrés. Yo acoto: mientras nazcan jovencitos y jovencitas quue vayan pasando la adolescencia en cualquier parte del mundo (porque ahora Andrés es latinoamericano y mundial) habrá nuevos lectores de Andrés.
El chico de moda de los setenta sigue están de moda, lo que prueba que no es una moda, que lo que escribe trasciende idiomas, ciudades, grupos, tendencias. Lo que parecía “tan caleño” termina siendo más bien urbano y del mundo. En esa era de Twitter y iPhones, chat y Skype, WhatsApp y YouTube, Caicedo parece el autor natural para narrar esta nueva generación: gente conectada y desconectada; con una sobredosis de información pero con emociones que no entienden del todo o pueden controlar. Caicedo es disasociado y border, liminial y bisexual, pop y mediático, retro y adelantado. No es raro que se lo entienda a la perfección en el siglo 21. No es de extrañar que se vuelva fetiche de aquellos que sólo pueden expresarse usando medios que los protegen. Andrés era tartamudo y usaba los libros, las cartas y los artículos para conectarse con el mundo. Andrés blogueaba antes de los blogs; Andrés enviaba mails —cartas, en rigor— a gente que ni siquiera conocía contándole de sus dolores y penas que lo confundían.
Caicedo es de nicho, sí, y quizás ese nicho sean sus fans. Este planeta Caicedo fusiona lo que podría denominarse la sensiblidad emo con la furia del fanboy (los cinéfilos acérrimos y fetichistas) con la de un autor literario, una suerte de Cesare Pavese tropical. Triunfa tanto en la ficción como en la no-ficción. Sabe de drogas, de cine, de música, se viste vintage, entiende el valor del personaje detrás del autor, posa como rockero, se desnuda frente a cámaras de 16 mm, deja todo por escrito para que alguien haga la crónica, para que los lectores de la moral Instagram puedan conectar con él como si fuera un tipo que viviera en Finlandia o Seul.
Caicedo es una suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo que es capaz de unir a los fans de André Bazin con los de Bob Dylan. Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con las mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Travis Bickle y Taxi Driver.
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Aún me cuesta creer que supe de la existencia de Andrés Caicedo hace tan poco. Mucho después que Andrés Caicedo se había convertido en Andrés Caicedo, el rockstar literario colombiano, el Kurt Cobain de Cali, el cineasta que no filmó pero terminó transformándose en la estrella de cine más grande que ha producido Colombia.
La amistad partió el año 2000. Andrés ya llevaba más de veinte años muerto y sus libros estaban en las estanterías colombianas hacía rato.
¿Dónde estaba yo?
¿Dónde estaban sus libros?
En rigor: ¿dónde estaba él cuando más lo necesitaba? Lo encontré en una de mis librerías favoritas: la desaparecida La Casa Verde, en Lima, frente al parque El Olivar, en pleno San Isidro. Ahí estaba, haciendo hora, esperando un avión. Había entregado mi cuarto en el hotel El Olivar y esperaba un taxi para partir rumbo al aeropuerto Jorge Chávez. Así que me puse a mirar libros, no una mala manera de matar el tiempo. De pronto la palabra cine se fijó en mi radar. De entre los miles de libros que tapizaban las estanterías de esa casa pintada de verde, me fijé en un grueso volumen azul oscuro titulado Ojo al cine.
Dejé los otros textos que tenía en la mano para tomar este volumen desconocido. Exagero si escribo que mis manos tiritaban, pero casi. Al menos deseaba que lo hicieran (close-up a manos que toman libro). Intuí que más que enfrentarme a un libro, me estaba enfrentando a una persona.
La persona que años después se transformaría en parte de mi y yo, para bien o para mal, no lo sé, en parte de su familia.
¿Por qué un autor suicida atrae tanto?
¿Por qué un cinéfilo suicida me impactó así?
¿Era Caicedo, entonces, el Pavese de los fanáticos del cine? O sea que de hecho el cine podía matar. ¿Era la cinefilia una adicción peligrosa? ¿Y no solo un refugio para cobardes?
Compré el libro de inmediato y no paré de leerlo: en el taxi, en la sala de espera, en el avión. No era una novela, sino el guión de su vida, una muestra de las miles de películas que vio.
De nuevo: ¿cómo no había sabido de él antes? Caicedo, capté pronto, fue el cinépata más cinépata de todos, aunque nunca usó esa palabra. Yo pensé que sí y, por error, pero pensando en él, a los pocos meses fundé mi empresa de producciones audiovisuales y le coloqué, en homenaje, Cinépata. Andrés Caicedo se consideraba más bien un cinéfago y una víctima de lo que él denominaba la cinesífilis. Su meta era clara: tragarlo todo y, luego, escribir sobre todo lo que veía, para así, en el acto de escribir, volver a ver lo que ya había visto. Su pasión y la desmesura lo llevaron a acumular toda la información posible hasta convertirlo, con el tiempo, en un cinéfago incondicional.
A veces pienso que quizás la tecnología hubiera salvado a Caicedo. Internet Movie Database hubiera sido un lugar ideal donde volcar su trivia, los chats lo hubieran conectado con otros freaks, las cámaras digitales lo hubieran ayudado a filmar sus cintas de terror y una colección de DVDs piratas lo hubieran dejado dormir tranquilo: ahí, en un estante, en orden alfabético, hubiera podido guardar todas esas imágenes que ya no le cabían en su cabeza.
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Caicedo fue siempre un creador más que un crítico. Sus escritos bordeaban los límites de la ficción y cuando se puso a inventar cuentos y novelas y teatro, todo le salía con olor a pantalla. Nunca sabremos cómo hubieran resultado los filmes de Caicedo. Lo principal en Caicedo es Caicedo mismo. Siempre. Era narciso, inseguro y joven, mezcla algo fatal. El cuento de mi vida, mi vida como novela, una vida en tres actos. Yo, yo, yo.
Me gusta imaginarlo encarnando la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos solidarizaban con la causa, el hermano mayor de McOndo, el link perdido al siglo XXI, el fan que escribía guiones de westerns y de películas de terror y devoraba las cintas de Rosen y Truffaut en los cines del centro de Cali.
Andrés fue un adelantado, sí, pero también un tipo fuera de foco, desincronizado, limítrofe. Caicedo no bailaba salsa; quería, pero no podía. Caicedo no hablaba, escribía. Todo el día: y tal como hoy hay gente que no concibe su día sin postear, Caicedo se escribía a sí mismo.
¡Qué viva la música! es la rumba que quiso bailar; la novela juvenil con título que celebra la vida pero que termina con un llamado a matarse, a no creer y no crecer, que evangeliza no confiar en nadie mayor y bendice la idea de autodestruirse.
Es, sin duda, una novela intensamente caleña, rumbera pero, por sobre todo, joven. Y terminal.
Por algo es la novela final de Andrés.
La novela final, la novela inicial, la novela que de alguna manera lo inició todo.
El mito, la obra, el planeta.
Aquí va, aquí está. Escrita contra el tiempo, antes que cumpliera los 25 ese marzo de 1977.