Publicado con el permiso del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG).
Discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos al ganar la XVII edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con la novela, Blanco nocturno.
Opinó el jurado: “su gran talento para situar la trama en un mundo preciso”, por su “rigurosa observación de hechos y personajes”, por “la nitidez de su lenguaje” y por “la sabiduría literaria que le permite cautivar al lector y mantener la tensión del relato con subterránea fuerza poética”.
“No hace falta que les diga que estoy muy honrado y emocionado de estar aquí. Agradezco a los colegas del jurado, a los amigos de la Celarg. Y agradezco la presencia del Ministro de Cultura de Venezuela y también la de todos ustedes esta noche.
Me parece muy importante que un premio que se otorga en América Latina tenga la tradición y el prestigio que tiene el premio Rómulo Gallegos. Recibir un premio siempre es una situación incómoda, uno se siente reconocido en su trabajo y al mismo tiempo fuera de lugar, porque los premios son a los libros y no a las personas.
Podríamos considerar esa incomodidad, esa distancia entre los libros y el autor como un tema clásico de la literatura. El que escribe no es el que es y el que narra no es el que escribe, como se ha dicho. Hay algo de la fantasía del doble en esa situación: los libros tienen siempre algo de Mister Hyde, son siempre la sombra de su autor. Pero, sin embargo, —ya que este es un premio de novela— la narración es lo que liga a los narradores, a las novelas y a los lectores. Y sobre la narración quisiera decir algunas palabras esta noche.
Muchas veces he imaginado que si por un procedimiento mágico, pudiéramos tener a disposición todos los relatos que circulan en una ciudad en un día, sabríamos más sobre ese lugar que analizando informes políticos, noticias, encuestas, estadísticas o recibiendo el discurso de los medios. Esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura. En más de un sentido la novela trabaja sobre la realidad ya narrada. Esa trama múltiple de voces anónimas, versiones, pequeñas historias, percepciones personales, es el espacio en el que vive la novela.
Contar historias es una de las prácticas más estables de la vida social, un día en la vida de cualquiera de nosotros está hecho también de las historias que contamos y nos cuentan, de la circulación de historias que intercambiamos y desciframos constantemente en la red de la vida social; estamos siempre convocados a narrar. ¡Contame!, es una de las grandes exigencias sociales. Todos ejercemos la narración y sabemos qué es un buen relato. Pero, ¿qué sería un buen relato?, una historia que le interesa no solo a quien la cuenta, sino también a quien la recibe. Un ejemplo es el relato de los sueños. El que cuenta un sueño afronta el problema que tienen los narradores que creen que las historias que les interesan a ellos, les van a interesar a todos. Cuando uno cuenta un sueño, cuando uno dice: “Soñé con la casa de la infancia”. Esa imagen tiene para el narrador una significación extraordinaria, porque uno recuerda bien lo que era esa casa de la infancia, pero hay que saber transmitir ese recuerdo y ese sentimiento.
Entonces un buen narrador no es solamente el que ha vivido la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino aquel que es capaz de transmitir al otro esa emoción. Por eso cuando me cuentan un sueño, trato de ver si estoy yo en el sueño, si aparezco ahí, porque eso haría el sueño un poco más interesante, o más peligroso quizá, pero, en todo caso, yo estaría implicado en esa historia. El relato depende de esa implicación y está siempre ligada al que recibe el relato, en esa estructura se ha fundado la poética del cuento desde Poe hasta Borges.
La narración por otro lado, es una de las formas originales de uso del lenguaje, algunos incluso piensan que la narración está en el origen de la cultura. Karl Popper ha señalado: “Yo propongo la tesis de que lo más característico del lenguaje humano es la posibilidad de contar historias, bien puede ser que esa habilidad haya existido en el mundo animal, pero sugiero”, dice Popper “que en el momento en que el lenguaje se vuelve humano se encuentra en la más estrecha relación con el momento en que el hombre inventa un cuento”. Narrar sería la condición de posibilidad y acontecimiento enigmático, un poco milagroso en el que surge el lenguaje. Se usan las palabras para nombrar algo que no está ahí, para reconstruir una realidad ausente, para encadenar los acontecimientos, establecer una orden, reconstruir ciertas relaciones de sentido. Podemos recordar el ejemplo que daba el novelista E.M. Foster en su libro, Aspectos de la novela: “El rey murió y luego murió la reina, es un hecho. El rey murió y luego murió la reina de tristeza, es un relato”.
Se preserva la sucesión en el tiempo, pero el sentimiento de la causalidad, de tristeza, lo eclipsa. La motivación, el sentido, ¿por qué suceden las cosas?, es la clave de la narración.
Por otro lado, la narración es una historia de larguísima duración, siempre se han contado historias, podríamos incluso imaginar el comienzo posible de la narración, podríamos inferir un comienzo, imaginar un primer relato: podemos imaginar que el primer narrador se alejó de la cueva quizá buscando algo, persiguiendo una presa, cruzó un río y luego un monte, y desembocó en un valle y vio algo ahí extraordinario para él y volvió para contar esa historia.
Podemos imaginar en todo caso que el primer narrador fue un viajero y que el viaje, es una de las estructuras centrales de la narración. Alguien sale del mundo cotidiano va a otro lado y cuenta lo que ha visto, narra la diferencia.
Y ese modo de narrar el relato como viaje, una estructura que persiste, ha llegado hasta hoy, no hay viaje sin narración. En un sentido podríamos decir que viajamos para narrar. Pero podríamos pensar que hay otro origen del acto de narrar, podríamos imaginar que el otro primer narrador, ha sido el adivino, el chamán, el rastreador de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Hay unas huellas, unos indicios, que no se terminan de comprender, es necesario descifrarlos, y descifrarlos es construir un relato, entonces podríamos decir que el primer narrador fue tal vez alguien que leía signos, que leía el vuelo de los pájaros, las huellas en la arena, el dibujo en la caparazón de las tortugas, y que a partir de eso rastros reconstruía una realidad ausente, un sentido olvidado y futuro.
A esa reconstrucción de una historia a partir de ciertas huellas que están ahí, en el presente, a ese paso a otra temporalidad, podríamos llamarlo el relato como investigación; hay algo que no sé y el relato lo reconstruye, lo imagina, lo narra.
Si pensamos en esa historia larga de la narración podríamos imaginar que ha habido entonces dos modos básicos de narrar que han persistido desde el origen, dos grandes formas que están más allá de los géneros y cuyas huellas y ruinas podemos ver hoy en las narraciones que circulan y persisten, el viaje y la investigación.
La investigación entendida como un relato que viene a cubrir un enigma, algo que no se termina de comprender y que el relato intenta restaurar y descifrar. Y a la vez esos dos grandes modos de narrar tienen sus héroes, sus protagonistas, sus figuras legendarias, como si la repetición de esos relatos hubiera terminado por cristalizarse en la figura que sostiene la forma, podríamos entonces pensar que esos dos grandes modos de narrar han construido también sus propios héroes. Está la gran tradición del viajero, del errante, del que abandona su patria el astuto Ulises, el Polytropos, el hombre de muchos viajes, el que está lejos, el que añora el retorno, el sujeto que está siempre en una situación precaria, el nómade, el forastero, el que está fuera de su hogar y que vive con la nostalgia de algo que ha perdido. Podríamos imaginar entonces a Ulises con una suerte de héroe, con una suerte de primer héroe, a partir de su propio aislamiento y de su nostalgia se constituye como sujeto y puede narrar.
Y, desde luego, el otro héroe de la subjetividad, la otra gran figura, es Edipo, el descifrador de enigmas, el que investiga un crimen y al final termina por comprender que el criminal es él mismo; es Edipo quien protagoniza la estructura del relato como investigación, y por lo tanto como una historia perdida que es preciso reconstruir y ese relato ausente es la historia de su vida.
Ulises y Edipo, héroes imaginarios de esos relatos arcaicos, definen la narración como viaje o investigación del sentido.
Se llamen luego Don Quijote o Ahab, se llamen Erdosain o Doña Bárbara, hay siempre en las grandes narraciones, la pasión de encontrarle un sentido a la vida en un mundo donde la significación está manipulada y donde los medios no dan la realidad bajo su forma juzgada, la literatura persiste en su aspiración a la verdad, y esa aspiración la justifica.
En esa línea quisiera recordar un hecho, un pequeño acontecimiento que en un sentido ilustra lo que quiero o decir e ilustra muchas otras cosas también, sin decirlas explícitamente.
Hace años, en 1978, en plena dictadura militar, fui a visitar a Antonia Cristina, una de las madres de Plaza de Mayo, que tenía dos hijos desaparecidos: Eleonora y Roberto. Antonia vivía en un departamento muy modesto en un barrio de Buenos Aires, recuerdo muy bien que al rato ella se quedó callada y luego me dijo que eran tantas las mentiras que se decían que ella discutía con el televisor, veía las noticias, los programas políticos y les hablaba y rebatía, sola, en esa casa en Buenos Aires, la avalancha de noticias que repetían las cínicas versiones de la dictadura militar sobre la realidad. “A veces le pido a Dios”, -me dijo Antonia esa tarde, “que me den un minuto, sólo un minuto para decir cómo son las cosas”. Todas las noches, repasaba y ensayaba lo que quería decir en un minuto. Pulía una y otra vez, mentalmente, el relato de los hechos.
La tensión entre historia y experiencia, entre información y narración está en juego en esa situación. En algunos lugares de la ciudad en aquellos años circulaban las versiones verdaderas, los hechos, los relatos que permitían conocer lo que estaba pasando por debajo de la marea de información manipulada. Antonia era también Sherezade, sola en un departamento de Buenos Aires contaba su historia y la historia de sus hijos. Ella como tantos otros en América Latina, nos han ayudado a resistir y también a recordar.
Muchas gracias.
Caracas, Venezuela. 2 de agosto, 2011