Sergio Pitol es uno de esos escritores que vive la literatura en pensamiento, palabra y obra. Leer, pensar y escribir, o sea, querer crear, saber crear y poder crear. Una vida en la que tanto se lee, se piensa y se escribe que, como para disipar cualquier duda sobre la generosidad con que se lleva la vida, también se traduce. La traducción es, sin duda, la mejor escuela para aprender a interiorizar la estructura de los géneros literarios y de la propia lengua.
Todo esto para decir que mi primer encuentro con Pitol fue a través de sus traducciones. Lo conocí a través de Kusniewicz, Pilniak, Gombrowicz, Andreievski y Chéjov antes de conocerlo a través del paso firme con el que caminaba, en posesión de sí mismo y de sus medios, a través de novelas, cuentos y textos críticos, textos por los que yo Aprovecho la feliz oportunidad para expresarle la tremenda gratitud que le debemos aquellos de nosotros que no somos tan entusiastas en el aprendizaje de idiomas, y especialmente aquellos de nosotros que también somos escritores.
El hecho de que muchos lo desconocieran hasta bien entrada la década de los ochenta, como en el caso de muchos otros escritores de este continente, se debe sin duda al aislamiento y la dispersión que han caracterizado a nuestra literatura. Leer a nuestros contemporáneos colombianos, argentinos y centroamericanos ha sido y es una hazaña de bibliófilos y ratones de biblioteca. Para llegar a nosotros, deben pasar por los grandes centros culturales o recibir la palmadita en la espalda del éxito.
Pero, como todos sabemos, cuando uno está interesado en algo, ese algo comienza a aparecer por todos lados. Primero fue La casa de la tribu[La casa de la tribu], luego los cuentos que aparecieron como algo prestado, como un regalo de un amigo, y luego el encuentro personal y la amistad con la que me honra. Desde el principio me intrigaron los matices y la elaboración de su lenguaje, ciertas huellas de pudor apasionado que brillaban en su prosa; por su transparencia y precisión idiomática, así como por su entonación paródica, todo ello junto. De inmediato me hizo imaginar la inauguración sutil y no declarada de una literatura diferenciada del lenguaje retórico de los discursos ideologizados y de la buena o mala fe de sus reflexiones y cosificaciones en el campo literario.
Por otro lado, vi cómo su escritura se resolvía en la estructuración de situaciones existenciales, empujada entre la elusividad y la luz de las apariencias, entre el sueño y la relativización de la vigilia, a veces más borrosa que el sueño mismo, que es como el mundo y su las peculiaridades se entregan al hombre, por poco que sueñe.
Este entusiasmo inicial me llevó a El desfile del amor , con su reconstrucción moral de los atrasos de la guerra mundial en México, con sus enigmas y faltas de conclusiones, con su contar-mucho sin contarlo todo, con sus encuentros y separaciones, con sus historias como reversiones de las mismas historias que siempre están al acecho para penetrar el espacio de experiencia de una era, incluido el espacio físico de la ciudad en el curso de convertirse en otra. Y una vez más, la tensión con la que nos acercamos y nos distanciamos de los entresijos de un asunto complejo de ficción, metaficción e historia. Era natural saltar de allí a la explosión deslumbrante y ardiente de Domar a la divina garza.[Domar a la garza divina] y sus cuentos. “El relato veneciano de Billie Upward”, “La pareja”, “El regreso hacia Varsovia”, “Nocturno de Bujara”.
Pero fue en mi reciente y más detallada lectura de Todos los cuentos[Todos los cuentos], o casi todos, recogidos por Alfaguara, donde pude confirmar con mayor certeza lo que, en la antología de Monte Ávila, que carece de una serie de elementos con los que sustentar mi juicio, sólo me había permitido presumir. En esta segunda lectura, me formé una impresión más clara de que, así como sus novelas formaban naturalmente el tríptico del “carnaval”, sus cuentos, con su forma abierta y sin marco, con su capacidad de crecer juntos, anticiparse e interconectarse temática y alegóricamente , con sus narradores ocultos, expectantes, retenidos a cierta distancia, con sus personajes entrando y saliendo de la camisa de fuerza de las restricciones y débiles placeres de la ficción y el delirio,
Para poder explicar, debo referirme a un tiempo anterior.
En nuestro acercamiento a un escritor, el escritor se nos revela más a través de lo que tiene en común con sus pares que a través de sus divergencias. Para decirlo más clara y brevemente en el lenguaje de la tradición, su revelación tiene lugar tanto por nuestras afinidades dentro del universo de la literatura como por la mediación de referencias preestablecidas. Pero este reconocimiento, como parte de un corpus literario, sólo bastaría para hacerlo identificable y localizable para nosotros en las supuestas normas sancionadas. Sus particularidades son las que lo hacen sobresalir de todas las determinaciones comunitarias, geográficas, históricas y culturales, que lo hacen querido para nosotros.
En cuanto a este bien común, Pitol establece conexiones a lo largo de las letras latinoamericanas e hispánicas, por limitadora que sea esta afirmación en referencia a un escritor que ha pisado “con la soltura de un gato”, según la expresión utilizada por Steiner para referirse a al narrador que ha fusionado los dos prototipos del narrador viajero y el narrador sedentario —el artesano serio de la intertextualidad posmoderna, del que Pitol es un vivo ejemplo— a través del gran espectro de las literaturas nacionales y extranjeras. Digo esto porque las literaturas son siempre nacionales o extranjeras, nos pertenecen o son ajenas a la perspectiva de un individuo, y “universales” sólo en cuanto a su recepción y público.
Pitol es más de este Sur, un Sur siempre de cara al Norte, y de este frente atlántico, de lo que se cree a simple vista y lectura aislada. En él está el legado íntimo de los muertos de Rulfo, el gusto ecuménico y la curiosidad insaciable de su maestro Reyes, las premeditaciones de los mundos conjeturales de Borges; el humor demente, el catastrofismo, el determinismo opresor de los Quiroga; Carpentier está en la partitura musical, si no en la exuberancia del léxico; la irremediable cualidad de orfandad y soledad antirromántica de Onetti, la memoria domesticada y redirigida, pero no voluntarista, del Ulisis criollo [Ulysses criollo] de Vasconcelos, el perspectivismo de la novela de los sertões , la moneda espiritual de Suave patria[Patria blanda] de López Velarde; las capas residuales de la picaresca americana, del esperpento, de la farsa medieval, transmitida por Quevedo, cimentada por Pérez Galdós, Valle-Inclán y los que le siguieron en su siglo. Y encima o debajo de este lecho de muchas sábanas están todos los exilios y autoexilios descarados, culpables o nostálgicos, todas las circulaciones, las insularidades, las vueltas a la patria, a los paraísos perdidos, bien o mal recuperados; todos los fundamentos y refundaciones del ser propio y del ser ajeno, todos los encantos y desencantos que forman una herida común del intelectual letrado desde la pampa hasta el río Grande.
Su ideal, expresado en “Droctulf y demás” —y en muchos otros textos, algunos ficticios— es establecer ciertas fronteras reales: las de dominio de la tribu, las de carácter nacional, las de definición de un tono en un lenguaje de pertenencia, todo para luego confrontar y conquistar la inmensidad oceánica que atraviesa y permea estas fronteras: “Tomar todo lo que hay”, como decía Goethe. Si esta es su misión, Pitol debe darse por satisfecho, porque ha realizado este sueño civilizatorio, o mejor dicho, cívico, en la medida en que pueden realizarse aquellos ideales que buscan trascender nuestras aspiraciones. Como escritor —en formación y educación, y desde su propio relato de mayoría de edad, del Tríptico a los relatos, de los relatos al texto crítico, de todo ello a la fuga deEl arte de volar —es mexicano. No tiene necesidad, cuando se sienta a escribir, de recordar las señas de su identidad y origen. Puede continuar, sobre todo ahora que ha pasado el aguacero más fuerte del debate identitario, como un felino inquieto, escalando, en cuerpo y espíritu, todas las coordenadas del espacio para activar la virtud de la tolerancia y la reconciliación de las disputas de donde nace la idea de el futuro tomará forma.
Pitol es un escritor de este lado del mundo y de este hemisferio. Pero, como autor definido por la expresión y elaboración de su obra, posee ciertas moralidades que le son muy propias: moralidades que, en los últimos veinte años más o menos, parecen haberse eclipsado en nuestra literatura, más allá de los tecnicismos y experimentalismos que dieron origen a la abrumadora riqueza de los años sesenta, y que ya no parecen continuar sino en sus reiteraciones emulatorias y en la perdida eficacia de sus aristas. Moralidades reflejadas por su pasión “por la trama”, por “el rigor de la trama”, como decía Borges. Por la juventud de la forma contra el caos, según Gombrowicz, o por la “fuerza contra la apatía”, como ha declarado el propio Pitol en su defensa de la forma narrativa y de la novela.
Un debate sobre el retorno de la narración ha agitado el mundo literario en las últimas décadas. Este retorno a menudo corre el riesgo de caer en posiciones más bien conservadoras, incluso en propuestas y códigos que solo sirven para aplacar las necesidades de la industria, para determinar qué obras están “bien formadas” y regularizar el público al que están destinadas.
Pero la pasión de Pitol por la trama no forma parte de este tipo de recuperación. Para saberlo, sólo hay que observar la composición, la articulación de la forma y el lenguaje, su qué y su cómo, así como las estrategias narrativas, ejemplificadas en uno de sus mejores y más despiadados relatos, que es más un relato que un relato. ensayo: “El oscuro hermano gemelo”. En esta historia, siguiendo un prólogo de Justo Navarro a un libro de Paul Auster, salta a Tonio Kröger para retomar la frase dogmática de Navarro: “Te alejas de ti mismo cuando te acercas a ti mismo… Escribir es hacerse pasar por otro”. —para presentarnos al escritor como parte de una animada velada entre funcionarios diplomáticos en la embajada portuguesa en Praga. En este escenario monta la escena que tiene lugar en Madeira, narrado y revisitado por la esposa del embajador de un país escandinavo, en medio de un delineamiento de monosílabos e interrupciones, con las respectivas sorderas chejovianas que se abrirán sobre Conrad y los posteriores comentarios irritados de su esposo, que revelan la oscuridad y lado contradictorio tanto de la historia como del escritor que busca trabajarla en su laboratorio. De esta caja de sorpresas saldrán la costurera, la teósofa, un ranchero veracruzano, una segunda explosión de dinamita, y no una casa en Funchal, sino las vívidas arcadas del Hotel Zevallos en Córdova, Veracruz, Chiquitita, un tío, el disparates de una herencia, y así, la última novela de Donoso, que lleva un epígrafe de Faulkner que nos devuelve al punto donde todas las historias deben ir para morir, si no para concluir,
Para confirmarlo bastaría citar un texto dentro de un texto que revierte y se multiplica en otro texto, como el paso de “El relato veneciano de Billie Upward” a Juegos florales . Bastaría recordar la dura observación a la que somete a sus personajes, todos los cuales juegan a la nostalgia ya la burlona repetición de gestos para destruir cualquier rastro de triunfalismo; bastaría con señalar la ligereza, la extrañeza, la disolución del lenguaje en el desarrollo del relato, la misma disolución que asombró a Pitol de joven cuando leyó a Borges y que, siendo él mismo escritor, hizo suya. Y por si todo esto fuera poco, podríamos referirnos al título de El arte de volary al itinerario artístico e intelectual que marca la sutura de “An Ars Poetica” en el libro.
Todo lo incluido en El arte de volar es la instalación y exhibición de estas poéticas. Y, por si necesitáramos más, podríamos recordar a los autores a los que ama ya los que siempre vuelve: Sterne, James, Conrad, Woolf, Gogol, Chekhov, Mann, Faulkner, Reyes, Carpentier, Cortázar. Porque cuando un autor habla de alguna obra ajena está hablando de la suya propia. Está pasando los dedos por los eslabones de la cadena que forman su propia línea de producción de significado. Está recordando sus deudas y sus acreedores.
Y, ahora que menciono El arte de volar, ataré mis cabos sueltos.
Este libro es como la conclusión de aquel proyecto al que me refería al principio. ¿Es una autobiografía? Parece que Pitol, al igual que en sus cuentos y novelas, cuando usa la primera persona, ese sujeto pronominal, es sólo un yo en el sentido del verbo que sostiene, organiza y aísla la escena. Un yo secundario, un yo posible y deliberado, casi como Seremis Zeitblom documentándose en relación con lo que es y lo que ha sido. Un yo, al final, como memoria novelizable de una vida hecha de viajes, libros, páginas de diario que algún día se convertirán en libros. Esta memoria, que se despliega y repliega del presente al pasado, es un doble juego, presente y pasado, ahora y ayer, antes y hoy, que establece, en términos progresivos, la simultaneidad y la alternancia temporal y espacial de las divisiones y subdivisiones de un registro de vida. De estos movimientos surge la afirmación de una conciencia que da cuenta de los valores y propósitos que la han regido y llenado de sentido. Todos los vuelos y desvíos están ahí para intentar reconstituir el cuerpo fragmentado de la historia, que, sin este esfuerzo, terminará a la deriva sin prospectar un mero acontecimiento de vida.El arte de la huida reúne, como ritos de paso, todas las obras anteriores, todos los géneros practicados por Pitol como momentos de la totalidad mayor que los contiene.
Caracas, noviembre de 1999
Traducido por Arthur Dixon