Lima: Alfaguara, 2022. 295 páginas.
Treinta kilómetros a la medianoche, la más reciente novela del escritor peruano Gustavo Rodríguez, es una novela narrada en primera persona, donde el protagonista es también el narrador que cuenta y recuerda, y que construye una persona social muy semejante al autor real. Así, por momentos, los cómodos asientos del auto de lujo donde se instala el narrador funcionan como divanes de psicoanalista. Cuando la narración ficcional está asediada por la confesión, el pacto ficcional se resquebraja y la autobiografía se revuelca con la literatura. Sin duda, nuestra propia vida es lo que tenemos más cerca para hacer literatura y, por supuesto, que Gustavo Rodríguez posee el talento para convertir eventos factuales en ficcionales y viceversa, con desenfado y creatividad.
En la última década, el auge de la denominada autoficción en la novela en el Perú ha conducido a una sobreexposición del autor real, en desmedro del verdadero narrador, ese ser de papel que ordena y conduce la narración. En un mundo dominado por el narcisismo digital, una novela autoficcional puede constituir una gota de agua sobre el diluvio, pero en las mejores realizaciones también puede ser una indagación sobre los simulacros del yo y las máscaras o personas que nos habitan. Esta novela trabaja en la segunda dirección.
La arquitectura de la novela, la segmentación y cierres de los capítulos, están muy bien calibrados: la organización del material narrativo es impecable y la velocidad de la narración se acelera o se hace morosa, jugando con sabiduría con las expectativas del lector. El desenlace es abierto, pues deja pistas de otra historia soterrada entre dos adolescentes amigas, un encono perturbador e inexplicable.
La fórmula de cada capítulo es la misma: un trayecto automovilístico que une dos zonas de la ciudad de Lima, la descripción de los espacios urbanos correspondientes (locales comerciales, parques, casas, farmacias, Starbucks) que convocan inmediatamente fragmentos pasados de la vida del protagonista, que se articulan con algunos hitos de nuestra tragicómica historia política. A pesar del esquema formal común, la novela posee un fulgor propio en cada capítulo y el narrador consigue transmitir la angustia de la espera y develar su intensa vida interior. En esa dimensión, los monólogos interiores del protagonista, un varón cincuentón de la clase acomodada limeña, constituyen una estructura de sentimientos que recorren con audacia el deseo sexual, los avatares de la paternidad, la infidelidad, los retos y mandatos de la masculinidad, el clasismo e incluso el racismo.
En el mundo representado, el hilo conductor es un episodio: un padre se entera de un accidente indeterminado que ha sufrido su hija y va hacia ella, que está en un hospital a treinta kilómetros. El protagonista no conoce el estado actual de ella y curiosamente no tiene cómo comunicarse mediante un teléfono celular, pero esa es la superficie de la historia, un thriller que funciona como una máscara textual. La verdadera travesía es interior, hacia los pliegues de la propia conciencia, del pasado familiar que emerge en esa figura del padre trabajador y alcohólico hacia su propia paternidad y sus tres hijas; de las mujeres amadas a los cuerpos deseados; del duro y doloroso viaje de la clase media hacia arriba; de la risa fácil al humor más elaborado; del reconocido escritor al joven tímido que anhelaba la voz de respaldo de Oswaldo Reynoso, el maestro de tantos aspirantes a escritor.
Lima no es una ciudad en este relato, sino una caótica suma de experiencias desconocidas entre sí. Salvo los arenales, la desigualdad y los gallinazos, todo es fugitivo. La Lima de esta novela tiene sus coordenadas sociogeográficas bien delimitadas: Cieneguilla, Rinconada del Lago, La Molina, Chacarilla, Surquillo, Miraflores y Barranco. Una Lima que conserva el poder económico tradicional, pero que ya vive el asedio final del mestizaje sociocultural que va tomando también esas calles y esos barrios.
Es muy difícil construir un complejo universo ficcional desde una sola perspectiva o con una sola experiencia vital por rica y divertida que esta sea. A pesar de ello, la novela sale bien librada de este desafío porque el narrador enmarca sus palabras en otros discursos, escucha bien las voces de los otros, y respeta los mundos de los otros personajes que viajan en el auto sin estar allí presentes: la primera esposa, las tres hijas, los amigos, Svetlana. Además, regala al lector algunas citas: “el enamoramiento es tragicómico, el amor es agridulce”, “todo alcohólico es un suicida de baja intensidad”, entre otras.
El chofer afroperuano Hitler, el único personaje del mundo popular de la novela, luce más relieve que profundidad. Su interacción con el narrador protagonista muestra las posibilidades del diálogo interracial e interclasista, que siempre guarda secretos y temores, o desemboca en propuestas indecentes. Seguramente, más de un lector lo asociará con el zambo Ambrosio de Conversación en la catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, por las distintas tareas con diversas armas que debió asumir para satisfacer a sus empleadores. Así, la literatura es también un conjunto de intertextualidades que se celebran.
En síntesis, Treinta kilómetros a la medianoche es una novela trepidante, divertida, que exhibe sin contemplaciones una vida, ese concierto de desconciertos que construimos entre el alumbramiento y la muerte, y que suele ser un viaje errático, plagado de absurdos y contradicciones, y las más de las veces sin copilotos.