Estados Unidos: Editorial Casa Vacía. 2022. 64 páginas.
Una lectura superficial nos hace pensar en la existencia de una poesía pulp, retazos fílmicos y urbanos; un vistazo que se da a una gran pantalla que puede ser la de un cine o la visión de nuestras propias avenidas, a plena luz del día o en los intervalos de una noche que se prolonga. He intentado ver esta escritura desde una posición estática y desde el primer momento caigo, literalmente, en un error. No debo ver este libro desde una unidad convencional; esta unidad que veo ahora es la que se construye a partir de fragmentos no totalmente organizados: “solo son flashes/que lo cortan todo sin motivo”, dice el poeta argentino Diego L. García, autor de Siluetas hablando porque sí (Editorial Casa Vacía, 2022).
Diego L. García (Buenos Aires, 1983) es un poeta, ensayista y profesor en Letras egresado de la Universidad Nacional de La Plata. Antes de la aparición de Siluetas hablando porque sí, dio a conocer los siguientes títulos: Fin del enigma (2011), Esa trampa de ver (2016), Una cuestión de diseño (2018) y Las calles nevadas (2020). Colabora con frecuencia en revistas digitales de Latinoamérica, entre ellas, Periódico de Poesía (México), Vallejo & Co. (Perú), Jámpster (Chile) y Poesía (Venezuela).
Quizás se trate de la misma sintomatología de José María Valverde expresada en las primeras páginas de su libro La literatura: dejo de ver las acciones del poema y me diluyo en evanescencias del discurso. El traductor y escritor español se refería a una deformación como lectores, cuando se logra cierta consciencia verbal que puede resultar desfavorable. Otros lo llaman deformación profesional. Si traslado esto al libro que comentamos ahora, al de Diego L. García, pienso en una posible poética; es decir, por lo que cada poema expresa y por las apreciaciones teóricas que se pueden leer entre líneas: “ni la belleza ni el poema/necesitan que las cosas se completen”.
Enumero algunos rasgos formales que el lector de Siluetas hablando porque sí podrá notar: poemas casi siempre breves, algunos con título, otros sin título; uso de la puntuación entre versos pero no en el final de los poemas; omisión de las mayúsculas normativas luego de un punto y seguido; el uso del signo de interrogación pero sólo el signo de cierre (a lo anglosajón). Voy rápido o despacio por este libro: ambos ritmos son permitidos. La vida sintáctica de los poemas es un reflejo de la vida descrita en ellos. El poeta, no siempre directamente, mueve sus personajes como si se movieran en una película norteamericana. Más que una película individual, se trataría de escenas tomadas convenientemente de entre varias películas y reunidas a modo de álbum con recortes de prensa, recortes de la sección de sucesos o de la sección de sociales.
El yo poético que se hace presente funge como crítico aficionado de cine, se podría pensar al leer el poema “No lo creo”. El problema con este tipo de uniones es que tenemos muy vivo el prejuicio de lo verosímil: lo que leo debe encajar en mis apreciaciones o representaciones mentales. Aquí un error personal: no se trata de oraciones descriptivas o lógicas sino de versos que asumen la imagen en toda su plenitud, incluso para dar espacio a ciertas imágenes no del todo gratas al paladar del “buen gusto”. Allí es cuando emerge lo anti-poético en algunos de los finales elegidos por Diego L. García: un corte brusco, rústico pero no débil. Lo que estos poemas cuentan propicia un fluir sostenido de la anécdota. Es bueno sentir esto: que los poemas digan lo que tienen que decir pero con una fluidez muy natural. Existe también un espacio para “pensar” en el poema. Noto que Diego se detiene para reflexionar a modo de conclusión, que algo más denso de lo normal se concentra en los últimos versos de cada texto: “la oscuridad nos revela/ una verdadera libertad”.
Miro más de cerca estos poemas y las asociaciones distantes, como las llamaba Reverdy, empiezan a dibujar trazos más “cercanos”. Lo que en principio concibo como un piano de cola se convierte en una computadora. ¿O es lo contrario?: “con las teclas blancas y negras escribe/un relato de lo que acontece”. Mientras más me paralizo, mientras dejo que el ojo trabaje con mi cuerpo quieto, otros espacios emergen en el libro.
Me inclino por los poemarios fronterizos, que intentan desmigajar meticulosamente la noción que tenemos de lo lírico. Y no se trata de frecuentar la otra orilla del sentido o de lo genérico, de oponerse al diseño del poema contemporáneo. Me interesan los poemarios disidentes; me explico: los poemarios que evitan, en la medida de lo posible (y si el poeta es exigente, siempre puede ser posible), los giros comunes. Así como lo común o gastado pueden resultar contraproducentes, el efectismo injustificado también desagrada.
Un amigo escritor llamaba “novela corta” a un libro de microrrelatos: una novela pulverizada, atomizada. De la misma manera pienso que Diego L. García ha desarrollado una novela corta en verso, triturada; no obstante, estos fragmentos siguen latiendo mientras el poeta narra, enumera o describe. Aunque, más bien, lo que se lee es un libro influenciado por otros antecedentes o subgéneros (entre ellos, la novela pulp o pulp fiction, Richard Ford, Marty Holland…). Ciertamente se nota a un lector que frecuenta otros estilos en un ejercicio de sana apropiación: “nada más simple que una llamada telefónica/que fracasa porque al otro lado/nadie quiere participar del crimen”.
Daniel Freidemberg, quien se ha encargado de las palabras de la contratapa, ha calificado esta poesía como “Montaje de captaciones”. Y no es otra cosa lo que, como destinatarios de este libro, percibimos. Lo que se capta exige un propio método, una calistenia especial. Diego L. García, con toda consciencia, también ha creado un puente hacia otros intereses temáticos. Es un acierto que agradecemos y valoramos.