Barcelona: Anagrama, 2024. 311 páginas.
Juan Villoro, antes que novelista, cronista, cuentista o dramaturgo, es escritor. Su estela, aunque constante, también estalla en múltiples direcciones. Autor de varias novelas (entre ellas: El testigo, El disparo de Argón, Llamadas de Ámsterdam), así como de libros de crónica (Dios es redondo, El vértigo horizontal), relatos para niños (El libro salvaje), obras teatrales (Conferencia sobre la lluvia) y recientemente un libro de memorias sobre su padre (La figura del mundo), queda claro que a Villoro la página en blanco nunca le gana la partida. Si acaso, su maldición escritural parece ser la dispersión. Resulta natural, entonces, que el ensayo sea un género que domina con particular habilidad. Leyendo su último libro, No soy un robot, publicado la primavera pasada, he confirmado que la suya es una inteligencia de brincos, y que es en el humor tranquilo y en el ingenio reflexivo donde sus frases de transparente manufactura y sus derivas intelectuales encarnan, quizá, la idoneidad del género del que se ocupa: entre la recolección variada de hechos, citas e ideas, el Villoro ensayista es un hombre a la deriva intentando encontrar en las posibilidades de la escritura un hilo que devuelva una imagen amigable y curiosa del mundo que le tocó vivir.
El título del libro sugiere cierta amenaza: ¿quién acusa a Villoro de ser un robot? Alude a un estado común hoy en día: con el surgimiento veloz de nuevas tecnologías digitales, que cada vez más se involucran íntimamente en todas las actividades humanas, las fronteras entre lo humano y lo artificial se diluyen casi automáticamente. Como se explica al comienzo del libro, estas transformaciones se intuyen decisivas e históricas. Probablemente el mundo pocas veces ha cambiado tanto tan rápido. Se trata de un terreno fértil para la escritura testimonial, y no es otro el propósito de Villoro, según lo anuncia él mismo: “He querido trazar un cuadro de costumbres contemporáneas acudiendo a la lectura de autores de muy distintas disciplinas y a mi experiencia personal”.
Semejante ambición no puede no rendirse ante la variedad. Por los ensayos de Villoro desfilan clásicos de la literatura, anécdotas personales, filósofos, gurús de la tecnología, criminales cibernéticos, programas de computadora y personajes mitológicos. Hay cierta ambición unificadora: la primera parte del libro pretende mostrar cierta imagen de la época actual, cuya cualidad principal sería la facilidad con la que la realidad y las apariencias se mezclan debido a las fantasmagorías que producen los nuevos medios de comunicación digitales. Sin embargo, no se trata de una tesis en modo alguno concluyente: el ensayista no la defiende ni con ahínco ni con metodología, afortunadamente, porque más que un libro que diagnostica el presente, No soy un robot es una colección de variedades por las que la mente de Villoro se pasea con solvencia y curiosidad.
La voluntad histórica que se declara al comienzo termina siendo más una excusa que sirve de punto de partida que una finalidad demasiado seria. No se trata, sin embargo, de un libro frívolo. Villoro encuentra resonancias entre diversos ámbitos que, al tejer constelaciones entre sí, poco a poco revelan una imagen convincente de las contradicciones y paradojas del presente. La interpretación que hace, por ejemplo, de las campañas presidenciales de Barack Obama, la figura de Donald Trump y la omnipresencia de la publicidad en la vida política demuestra un rango amplio: al ensayista le interesan las curiosidades de la vida moderna, pero también puede pasar por los temas más severos sin perder la viveza. Lo más brillante del libro no está en las generalizaciones, sino en los lazos que el ensayista desarrolla entre los puntos particulares.
“No soy un robot es una ventana al presente que recurre a la literatura para encontrar esa luz al final del túnel.”
La segunda parte del libro es mucho más acotada: atiende solo la manera en que la lectura cambió con el advenimiento de los nuevos medios. Si la primera parte no logra desprenderse del todo de cierto horizonte fatalista, que parece permear inevitablemente a cualquier análisis del presente, la segunda es mucho más ambivalente y fértil. En el libro y la literatura, Villoro encuentra un artefacto que desde hace mucho tiempo borra las fronteras entre lo ilusorio y la realidad. Si acaso, lamenta cierta tendencia que reduce la escritura al efectismo presente, pues la velocidad con la que hoy en día se publica y disemina un texto muchas veces va en contra del ritmo más bien pausado, rumiante y especulativo que pide la imaginación literaria.
Al descubrir en la escritura un ejemplo antiguo de la tecnología, Villoro escapa de los maniqueísmos fáciles, y sabe pasar de un lado a otro de ciertas polaridades que se han vuelto lugar común para hablar de la vida contemporánea y la omnipresencia de los medios digitales. El momento donde esto luce con mayor luminosidad es justamente el capítulo final, donde ofrece una lectura diestra del mito platónico de la caverna y del famoso texto derrideano que lo crítica, “La farmacia de Platón”. Después de comentar con humor un libro que recolecta peculiares pensamientos infantiles, comparar la navegación en Internet con la deriva de Odiseo, y divagar por la escritura geográfica de Raúl Zurita en el desierto de Atacama, Villoro acude al ensayo sinuoso y complicado del filósofo francés para quedarse con una opinión más bien matizada y parcial sobre la manera en que las nuevas tecnologías fragmentan nuestra experiencia. Al fin y al cabo, afirma, “la unidad es una ilusión literaria”. Si tanto lamentamos hoy en día cómo “hasta lo más sólido se desvanece en el aire” debido a las nuevas tecnologías, es importante recordar que la sensación de pertenecer a un mundo cuya variedad puede verse bajo un lente común es producto, también, de un artefacto tecnológico. Villoro sabe que el libro y la imprenta transformaron la experiencia cotidiana radicalmente, no de modo muy distinto a cómo ahora lo hace el internet y los teléfonos inteligentes. Por eso mismo, resulta absurdo asumir un tono fatalista frente a las nuevas invenciones.
Cuando Montaigne inventó el ensayo, adquirieron la subjetividad, la vida interior y los accidentes del pensamiento una dimensión que antes no tenían. Por primera vez en la historia, en las derivas de la mente que explora y divaga desde su lugar relativo en el mundo se podía observar un cuadro en perspectiva de las grandes ideas o de los cambios históricos definitivos. En este libro de ensayos, Villoro honra cabalmente el espíritu de Montaigne, pues logra cristalizar una visión muy personal de fenómenos que todos presenciamos, y lo hace mediante una prosa animada y clara. Cualquiera que se haya solazado en las páginas del escritor francés, y de cualquier buen ensayista, encontrará en este libro de Villoro un carácter intelectual afín: seducido por la curiosidad, estimulado por la experiencia, y perdido entre las ideas e intuiciones que guían sus deseos de comprender la realidad común, No soy un robot es una ventana al presente que recurre a la literatura para encontrar esa luz al final del túnel. Entre tantas pantallas y programas de inteligencia artificial que nos hacen pensar en nuestra propia obsolescencia, nosotros, los lectores humanos, todavía buscamos la compañía de buenos libros para comunicarnos con esa otra persona que en otro lugar y en otro tiempo, experimentó donde podemos reconocernos.