Marosa. Ana Inés Larre Borges y Alicia Torres. Montevideo: Cal y Canto, 2019. 203 páginas.
La eterna niña de las liebres y los lobizones, la que se perdía entre los azahares y las magnolias, la joven que fue cronista de bodas en su Salto natal, la actriz de teatro que abandonó sus sueños de estrella de cine por su trabajo como empleada municipal. La de los cabellos largos que se paseaba del brazo de su madre y su hermana por la calle principal, la que mientras todo el pueblo miraba las vidrieras observaba la nada. La de los lentes de gato, la que escribió, ganó premios y empezó a publicar sus poemas siendo una jovencita. La mujer que se mudó a la capital del país con 46 años, la que por las tardes leía sentada en los cafés, la que vivió con su madre hasta la muerte de esta, la que se enamoró terrible de Mario, el Puma, un imposible, una fascinación, la que lo transformó todo en poesía. El campo, los ángeles, la actuación, sus aspiraciones de diva, la familia, el amor prohibido, los cafés y el erotismo. Marosa di Giorgio, nacida en 1932, poeta, artista, rara y uruguaya, merecedora de culto, hoy, recibe una nueva ofrenda.
Un libro puede ser un templo, un santuario al cuál acudir para meditar y conectar por un momento con la mística de las oraciones que con belleza y cariño fueron escritas y allí residen. Ese es el caso de Marosa, el libro álbum con concepción general, coordinación y textos de las investigadoras y críticas literarias Ana Inés Larre Borges y Alicia Torres. El origen de la idea se remonta a las Jornadas de homenaje realizadas en la Biblioteca Nacional del Uruguay en 2005, a un año de la muerte de di Giorgio, organizadas por Larre Borges —como narra en la introducción— en las que amistades y admiradores construyeron un altar con objetos, caricaturas y recuerdos; el resto es paciencia, ver pasar otras ediciones similares al sueño de publicar una iconografía y entrevistas como en No develarás el misterio, editado en argentina por El Cuenco de Plata en 2010, o la aparición de textos particulares en Otras vidas, por Adriana Hidalgo en 2017. La espera y el contraste con los materiales fueron dando forma a un resultado hilvanado con hilos de oro.
El recorrido cronológico, los fragmentos de vida y sus intersticios quedan expuestos en un libro álbum que no distingue vida de obra, y que evidencia, preservando el misterio y despuntando el mito, las piezas de un puzzle que la poeta escondió. Quizás volver a la obra de, como asegura Roberto Echavarren en las palabras —que integran el libro— con las que despidió a su amiga durante su velorio en Montevideo, una de las mayores poetas de la lengua castellana sea la trampa que consciente sembró di Giorgio, hay que releer el imaginario para intentar entender o dejarse fagocitar por la brujería. En un formato coral de finísima selección de textos críticos, íntimos, amorosos, entrevistas, fotografías y poesía, con ilustraciones que acompañan y se funden en la paleta de rosas y magenta seleccionada por el artista Pablo Uribe, el archivo es una excusa para homenajear, a modo de obituario o testamento poético.
En la imposibilidad de disociar vida de creación artística, y tras la lectura de la totalidad del material, pueden detectarse ciertas maneras de comportamiento de la poeta en la práctica consciente de su escritura. La concepción de una obra y una carrera se ven reflejadas desde su temprana infancia, incinerando algunos libros de cuando era niña y aseverando hacerse cargo de lo que vino después: Los papeles salvajes. El libro homónimo, editado en 1971, formó parte de la colección de poesía de la editorial Arca, compartiendo diseño de Jorge Carrozzino y alternando colores, un año antes, en verde, Poesía 1947-1967, de Idea Vilariño, un año después, en azul, Oidor andante, de Ida Vitale, Los papeles de Marosa se pintaron de un fuerte naranja. En las misivas destinadas a Ángel Rama, Marosa se muestra segura e insistente con la edición de su trabajo poético édito e inédito, y en las sucesivas cartas solicita corregir las pruebas previo a ser enviadas a imprenta. Un detalle llama la atención, al mencionar su propia bibliografía retira su segundo título, Visiones, editado en Venezuela en la Revista Lírica Hispánica de Caracas en 1954, a cargo de Conie Lobell y Jean Aristeguieta con quienes publicó dos títulos más. Marosa no se responsabiliza por Visiones.
Más allá de breves perfeccionismos, la mirada telepática y ominosa de una niñez en la chacra como camino poético y designio de los dioses otorga, en su aparente ingenuidad de otro planeta, claridad e inteligencia para moverse con soltura y construir fuertes cimientos en la potencia de su obra. Desde la autopublicación temprana a formar parte de Arca, uno de los acontecimientos literarios claves para la renovación del canon en su país, Marosa fue fiel a su universo personal que se caracterizó por una voz propia en contrapunto con el conservadurismo representativo que sigue vigente en el Uruguay actual. Mixturando algunas palabras de Alicia Migdal y Hugo Achugar que se acompañan uno después de otro en el álbum, puede haber referencias extra literarias que se alejan de las luces malas, las mariposas y los peones como el afán por las divas del cine que tiene junto a su hermana Nidia —trae el libro una entrevista precisa con ella— en su adolescencia, la cultura popular y el sincretismo, transformada en una idealización de mujer diva, travesti, montada y drag, que eran una rareza y novedad para la aldea. Su cabellera roja, sus collares largos, el brillo y los tacos altos eran parte de una forma de vida y creencia sobre el mundo que Marosa se ocupaba en representar.
En una máscara constante de sí misma, pero con la mayor de las aperturas en su poesía, la puesta en voz, a partir del vínculo con la actuación en su juventud, logró una sonoridad del poema que, según dicen, imantaba. La poesía, la escritura, la performance, la dramaturgia y la actuación, eran naturales en su habitar cotidiano y colaboraban con el drama de su historia personal, a aquello que hay detrás de, se le sumó su carácter y su decisión de escribir sus propias entrevistas volviéndolas parte de su corpus.
El álbum invita a leer como si se tratase de un ritual, una experiencia sensorial en un espacio a transitar como flaneur en plena deriva y alega confiar y creer religiosamente, más que en algunas declaraciones, en la poesía.
Leonor Courtoisie
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