Luces de emergencia. Oswaldo Estrada. Granada: Valparaíso Ediciones, 2019. 92 páginas.
La nueva colección de cuentos del peruano-americano Oswaldo Estrada se presenta a sí misma como un gran repertorio de cuerpos. Unos que se exponen en una vitrina de delicadas miniaturas que terminan por explotar (dada su acumulación) dejándonos con las posibles piezas útiles para representar “el gran drama humano”. Una vez que hacemos el ejercicio de rearmarlo todo otra vez, caemos en cuenta de que cada relato-cuerpo es parte de una escena mayor y puede que terminemos bordando un gran tapiz renacentista. Uno en donde la mujer y el hombre serían no solo centro sino también posibilidad de caleidoscopio si te acercas a MIRAR.
Cada una de las historias que en breve pasaré a reseñar son un cosmos cerrado. No hay entre ellas traspasos o préstamos de argumentos o personajes que crucen de una a la otra. Sin embargo, la noción de viaje queda expresada mientras nos adentramos en el libro con sus héroes/antihéroes y heroínas-antiheroínas, quienes van desde la infancia o primera juventud (en los primeros cuentos) hasta la senectud (en los últimos). No son los mismos; pero algo en ello rezuma continuidad.
En “Ganar la guerra”, Estrada condensa en el personaje del niño Demetrio a dos de sus más recurrentes cuerpos al interior del repertorio: el del migrante y el del sujeto diversamente funcional. Una diversidad que en este caso ha venido asociada al trauma, que ha sido provocada por las torturas de la guerra. Una mutilación que desgarra mientras significa el silencio al que en tantas ocasiones queda reducida la vida del exiliado.
“El otro mar” presenta un cuerpo ya no tan vulnerable; pero igualmente insistente si lo pensamos desde la otredad incómoda a la que el migrante queda reducido de ordinario: “Me fastidia que la gente quiera averiguar de dónde soy apenas abro la boca, cuando mi nombre les crea cierta molestia en la lengua y el paladar” (21). Pero hay además en esta miniatura un espléndido despliegue de sentido del humor, una nostalgia (amor) por el Perú que no teme decir su nombre y una deliciosa aparición de la comunidad panlatina en Estados Unidos como mejor patria frente a la posibilidad del no retorno.
Estrada con “El otro mar” inaugura también uno de los grandes aciertos simbólicos de sus Luces de emergencia: un catálogo de posicionamientos que ayude a descifrar la figura del padre (más adelante veremos que también la de la madre). Hay una intensa relación con dicha figura que es en realidad acertijo porque es a ratos abandono, añoranza, odio e imposible conciliación y a otros guarida y patria. Ya lo dije antes: a sus personajes hay que mirarlos como caleidoscopios.
Es también por eso que “La carga de los sueños” repite su interés por aquellos sujetos diversamente funcionales, interrogándonos, una vez más, sobre lo absurdo de la existencia mientras que nos trae de vuelta a un padre que aquí no es elusivo y evocado sino amante. El final, que no adelanto, aparece como la más orgánica de las soluciones con las que el autor pueda estremecernos.
Los relatos que siguen “Náufragos en la ciudad” y “La tercera profecía” —más otro que aparece en la segunda mitad del cuaderno “Volver a la tierra”— enfatizan a ese repertorio de cuerpos del que vengo hablando. Ya no sólo cuerpos diversos en sus respectivas funcionalidades sino francamente enfermos. Hay una asociación muy clara entre nomadismo, migración, viaje —siendo esos semas claramente delimitados y no intercambiables en el libro— y la enfermedad. Pueden ser mujeres u hombres; pero hay en sus desplazamientos dos suertes equidistantes: o una somatización del trauma (exiliados, migrantes) o una búsqueda de cura a través del viaje (nómadas, viajeros).
En el caso específico de “La tercera profecía”, ese otro hombre enfermo intenta procurarse un digno exit con un viaje a la India. Espacio que por otra parte no se enuncia; pero al que deducimos a través de claras referencias. Puede que este sea el más renacentista de todos sus relatos en la medida en que nos hace partícipes del dolor de un hombre que muere mientras “mira” imágenes grotescas. Hay aquí una suerte de homenaje tácito a Rabelais y hay también una muy inquietante ansiedad que deviene en conjunto de interrogaciones para el lector. De entre todas, destaco esta: ¿qué está permitido en términos de imágenes y qué no en este mundo sobresaturado de paisajes, a ratos insulsos, en donde aquel precepto del hombre como centro parece difuminarse sin que importe cuánto se coloque al centro de la cámara? Se me ocurre, asimismo, que su “Come. Caga. Y Duerme” (45) es una parodia al tan celebrado Eat. Pray. Love con que Elizabeth Gilbert tan tontamente nos entretuviera años atrás. Porque el protagonista de Oswaldo Estrada es uno que sí puede historiar su propia enfermedad mientras sabe que la muerte, es decir el fracaso del viaje, es su único destino.
Leo también en clave tripartita, a modo de “jardín de senderos que se bifurcan”, las historias “Salida de emergencia”, “Cuento de hadas” y “Mole para ratas”. En el primero, el narrador le da relevancia y zoom de cámara a las mujeres abusadas. Esas que por no haber sido capaces de rescatar(se), no han podido salvar ni a sus propios hijos. Aquí la compleja figura del padre regresa a la zona del horror. Mientras que en “Cuento de Hadas” es la perversidad materna la que queda denunciada. Madres que intentan producir hijas miméticas, sin identidad y de las que solo puede una salvarse si escapa. Parodia a los cuentos de hadas para reflejar la disfuncionalidad de aquellos. Mientras que en “Mole para ratas” aparece, por fin, la redención: mujeres justicieras que han decidido parar la extorsión y el escarnio, llamémoslas “fundadoras domésticas del #metoo”.
Un divertimento adorable es “Los placeres de la carne”. La aparición de unas chicas lesbianas disfuncionales y dramáticas como somos (doy fe) en realidad vehiculiza un llamado en torno al peso de la cultura en el contexto de la migración y el exilio. La figura de la madre es una que aquí viene a ser rescatada mientras rescata con la delicia de un sabor, la performance de una identidad asediada que es por sobre todas las cosas historia y orgullo de una raza. El llamado para un regreso a la tribu no puede darse de modo más gustoso y certero.
Con “A falta de cielo” Estrada nos despide y con esa última miniatura nos recuerda lo que siempre hemos sabido: la muerte es fatum inevitable y en el recorrido hasta ella habrá tanto de gozo como de dolor. Si el libro en su totalidad hace recorridos materiales y simbólicos por el mundo de la enfermedad, esta historia devela cuál es también su destino y el de sus personajes; cuál la extrema derecha del gigante tapiz que en un estimado de ochentas páginas (¿años?) comenzamos juntos a bordar. El narrador se deshace de su voz proponiéndonos un debate extremo y pendiente sobre la (no) deseabilidad que establece el poder frente a los cuerpos seniles. Nos sugiere una reflexión no panfletaria sobre la eutanasia como una puerta digna para estos cuerpos y la también imposibilidad social de cuidarlos. En un tremendo cambio de signo, el mismo pensador que nos ha estado hablando, padres y madres, comienza a ponernos de frente a los hijos y su ausencia; es decir, a nosotros mismos.
Mabel Cuesta
University of Houston