La sinfonía de la destrucción. Pedro Novoa. Lima: Planeta. 2017. 222 páginas.
La última novela del autor peruano Pedro Novoa aborda una de sus temáticas recurrentes en su estilo: el ruido de la calle. Pulsión estilística ya mostrada en Seis metros de soga (Altazor, 2010), Maestra vida (Alfaguara, 2012) y Tu mitad animal (Fondo UCV, 2014) que con esta cuarta entrega conforman una saga urbana de resonancias intertextuales.
Siempre usando la narración fragmentada concebida para ser oída y vista, más que llanamente leída. La pretensión es transformar la caótica bulla callejera en una suerte de sinfonía cuyos acordes causen en el lector la complicidad sensorial de lo auditivo y lo visual a la vez. Todo parece oírse y visto pero de muy cerca, el buen oído y buen ojo de Novoa nos acerca a los diálogos con sus matices y giros coloquiales, con su jerga y sabor propio, con sus colores y sabores peculiares. El lenguaje es una herramienta pictórica y acústica que pretende configurar la sicología siempre abrupta y ríspida de los personajes. Por ejemplo, cuando aborda una temática de violencia (muy frecuente en la novela) no solo las acciones son duras y hasta brutales, sino que el propio lenguaje se transforma en un vehículo de agresión y constante enfrentamiento. Sin embargo, la proeza del texto es añadirle a esa suerte de cántico espasmódico dosis de humor y ternura, que más que humanizar a la fauna humana que transcurre entre sus páginas, constituyen una victoria ante la destrucción moral y física del ambiente que lo circunda. Como el derrumbamiento de la familia disfuncional del Monarca (protagonista), paralela al derrumbamiento de otros personajes y un terremoto que destruiría Lima, específicamente el Rímac en un futuro cercano.
La novela utiliza elementos contemporáneos de la virtualidad (uso de redes sociales, laptop, mail y sus dependencias) y pretende ser un sacudón anímico de la condición humana arrastrada por el piso, donde los valores políticos y éticos se ven difuminados. Hay un oscuro pesimismo que parece flotar en la feroz crítica del hombre actual, empequeñecido por su poca hondura ética y su chatura emocional. No hay posibilidad de canto para la gran mayoría de hombres y mujeres que transitan como esperpentos de sí mismos, envolturas sin nobleza que más que interrelacionarse, colisionan entre sí. Pero hay una clave en esta alegoría siniestra de derrumbes y desmoronamientos: la felicidad. La sonrisa y el afecto son elementos de redención. Más que aliviar el despedazamiento moral de los personajes, los sana sin necesidad de salvarlos de su final lamentable. Así como Viaje al fin de la noche de Céline, La sinfonía de la destrucción tiene un secreto punto de inflexión que de alguna forma transforma la vulgar extinción de los personajes en victorias vitales.
Por ejemplo, el narrador, Mister Floro, personaje entre cómplice y testigo del protagonista, nos narra la historia de su amigo, pero también la suya propia. La redención la consigue por el afecto a la literatura. Es él que amarrado de citas bíblicas de alguna forma va orquestando su sinfonía de destrucción, pero que gracias a la literatura quiebra el rumbo hacia una posteridad letrada.
Otro personaje es el protagonista, el Monarca, joven promesa de las Matemáticas echada a perder, que encuentra curiosamente en el hecho de contar su historia, trasladarle su verdad, su lección de vida desgarrada y contradictoria hacia su amigo, una forma de sanación sin salvación hacia el imaginario social que asegura estar dentro de un registro textual como un libro, la expresión más cercana de la memoria: “Qué épocas, droguer, qué ganas de repetir por unos segundos esa película. Y ahora aquí, ya un poco tíos, fumando más y viviendo menos, carajo, recordando lo que nos gustaría volver a vivir, tan jevis y tan chuchas, compadre…”
El Especialista, uno de los personajes más viles de la novela. Farsante luchador social, ex sedicioso, reclutador y apologético subversivo que cambió su discurso político a un vulgar acomodo capitalista, está trasegado por una pulsión pedofílica que lo va haciendo añicos a lo largo de la novela. Sin embargo, el retorno al vientre de una madre, a través de la imagen de la inmersión dentro del inodoro, le otorga un doloroso acto de contrición. Al suicidarse, lo hace casi en un acto de amor filial, de reencuentro con la mujer que malquiso y que a pesar de todo lo siguió acunando como su eterno bebé malcriado.
Otro personaje desastrado por la vida que le tocó no vivir, sino padecer, es Pepe el Pendejo, quien detrás de su aparente virulencia esconde un ser lleno de amor para con su hermanastra, Magnolia, y encuentra en ella una suerte de limpieza sentimental. Hasta el último momento insiste en ese afecto y a pesar de terminar como termina, se puede decir que es uno de los personajes que más amó en una novela donde el amor es un sentimiento esquivo, lleno de sospecha y cálculo.
Pero están también los otros personajes que parten de lo oscuro y terminan en un punto más oscuro aún de no retorno de su propia destrucción, como la Champosa, madrastra del Monarca o la propia Magnolia, hija de la Champosa que son binarias configuraciones de seres condenados a la demolición moral. Otro dúo de ruta irreversible es la del Alcalde y su lugarteniente, Chacaltana. Par de fieras humanas que comparten una relación torcida, pero que lejos de encarrilarse en ella, la usan como punto de aceleración hacia su descalabro final. Estos personajes son destruidos y la lectura nos obliga a sentir que están muy bien destruidos, que quizá ese desmenuzamiento y finalmente muerte es un acto casi de misericordia, un gesto de simplificación y descanso.
Una mención aparte es la feroz visión de la ciudad, vista como una entidad infecciosa o viciosa: “A Lima no la conoces, te la inoculas directo a las venas. La padeces o te envicias, una de dos como un pinchazo de heroína, es un pasaje de ida, nunca de vuelta”. Es curioso que las siglas de la novela forme las siglas de una potente droga: LSD. Y es quizá la única forma de viaje a esta ficción novelesca: la infecciosa, donde vamos leyendo y más que comprendiendo las imágenes y sonidos de esta sinfonía de letras, nos vamos volviendo adictos a su vertiginoso ritmo, a esa oleada de destrucción y belleza monstruosa que como todos los estremecedores infiernos, nos cautiva y sacude.
Gunter Silva