La lengua rota. Raúl Quinto. Madrid: La Bella Varsovia. 2019. 80 páginas.
La palabra, en su decirse, está irremediablemente atada al carácter material, corpóreo, no solo de su propio significante, sino del sujeto que la profiere y de la exterioridad —social, humana— en que se inscribe y a la que interpela. No hay decir sin lengua; no hay lengua sin carne. Y la carne siente, sangra, duele. En ese gesto doble y problemático del lenguaje que emerge como discurso sobre el mundo, pero a la vez como un cuerpo autónomo, que en su desplegarse engendra realidad, se sitúa La lengua rota de Raúl Quinto (Cartagena, España, 1978). Esta es la octava entrega del autor, quien ha publicado otros siete libros, tanto de poesía como de prosa híbrida (Grietas, Dauro 2012; Poemas del Cabo de Gata, La Garúa, 2007; La piel del vigilante, DVD, 2005; La flor de la tortura, Renacimiento, 2008; Idioteca, El Gaviero, 2010; Yosotros, Caballo de Troya, 2015; Hijo, La Bella Varsovia, 2017).
La lengua rota parte y se articula en torno a la anécdota del filósofo presocrático Zenón de Elea, quien, al ser llevado a declarar frente al tirano al que se oponía, en un gesto radical de rebelión, se corta la lengua y la escupe en la cara del opresor, negándose a hablar: “la lengua está rota y ensucia el blanco rostro del poder. / Y dice.” Con esta sentencia, instalado un horizonte de lectura, comienza a revelársenos el motivo del libro, cuya propuesta poética y ética es, sin bien compleja en su plasmación textual, reconocible de principio a fin en su hechura.
Los cuarenta y cuatro poemas, organizados bajo las secciones “La lengua rota”, “La carretera invisible”, “Talidomida” y nuevamente “La lengua rota”, abundan en nombres propios a modo de títulos, todos correspondientes a activistas (hombres, mujeres, niños) de diferentes causas, lugares y tiempos, con el común denominador de haber muerto violenta e injustamente a manos de las diferentes formas que tiene el poder para perpetuarse. Javier Verdejo, estudiante y militante de izquierda asesinado a los 19 años por la Guardia Civil Española; Salwa Bugaighis, abogada defensora de los Derechos Humanos asesinada por la dictadura de Muamar el Gadafi en Libia; David Kato, activista LGTBI asesinado a martillazos en Uganda; sólo por mencionar algunos de los sujetos mencionados. Los dos poemas llamados “Málaga-Almería” que conforman el segundo apartado aluden a una masacre llevada a cabo por tropas franquistas en 1937. Por su parte, Talidomida, nombre de la tercera sección, hace referencia a un medicamento que ocasionó malformaciones en fetos expuestos a este durante su gestación, y cuya empresa productora nunca compareció ante la ley. Todos estos datos no se encuentran manifiestos en el texto, sino que se detallan en un apéndice al final.
Es evidente que, a través de la explicitación de los referentes, el autor quiere dejar clara la intención política —en el mejor sentido de la palabra, es decir, humana— que informa los poemas, entregándolos al lector como un acto de recuperación de una porción silenciada de memoria histórica y colectiva, como un ajuste de cuentas con la realidad. Sin embargo, me parece que el mérito del conjunto se encuentra justamente en su capacidad de sostenerse en sí mismo, más allá de cualquier motivación extratextual. Uno de los poemas nos dice que la poesía es un idioma, y luego que “un idioma es un animal que mira y un animal que mira es siempre un mundo entero”. En su decir riguroso, controlado, bien construido rítmicamente, abundante en imágenes inéditas, difíciles a veces, los poemas comunican más allá de la voluntad declarada en la superficie. El valor de La lengua rota reside, a fin de cuentas, en su condición de poesía, único idioma posible ante una realidad inverosímil, escabrosa.
En pleno dominio de sus medios, lejos de caer en las facilidades y descuidos que muchas veces abundan en la llamada literatura ‘comprometida’, Quinto construye un universo poético consistente, valiéndose de una palabra que se mueve entre lo escuetamente descriptivo y lo proverbial, que observa y dice, pero que también parece palpar, oler, experimentar sensorialmente lo que acontece en una realidad cuya dicotomía interior/exterior se disuelve. Rota la lengua y truncada la posibilidad de decir con ella, todo se vuelve cuerpo. La voz se transforma en una sucesión delicada de gestos para entrar en contacto con los detalles más íntimos, aparentemente nimios, de esos otros cuerpos que han sido silenciados (“los bordes calcinados / tras el oficio de la bala / son un párpado abierto”) o simplemente desapercibidos entre el ruido del mundo (como el de una mariposa luchando por su vida contra la luz de una bombilla encendida: “un sonido pequeño y ritual / como de corazón bajo la escarcha. / Un morse susurrando / la estructura de un grito”).
La lengua rota nos dice que la imposibilidad de decir puede transformarse en apertura, en la posibilidad de volver a escuchar, de poner atención a la materia que nos constituye y rodea, para descubrir que también existe una rebelión en lo mínimo, en lo invisible. Nos habla de la organicidad de una lucha —la de los cuerpos diciéndose en su silenciosa intimidad— que sigue viva, repitiendo su gesto en el tiempo, como un rito anónimo, sin testigos, en los rincones olvidados del mundo. Y que no deja de decirnos.
Micaela Paredes
New York University