Abecedario del estío. Liliana Lara. New York: Sudaquia. 2019. 135 páginas.
Escribir un abecedario es entregarse a la tentación de recrear un mundo de la A a la Z. La elección de la palabra que va a representar cada letra va dibujando un mapa de lo que somos, de lo que hemos sido, de lo que nos gustaría —tal vez— llegar a ser. Esto es lo que se propone Liliana Lara en su Abecedario del estío: recrear un mundo que está hecho de fragmentos, pero que nos ofrece un recorrido que abarca mucho más que las 27 letras de nuestro abecedario en español. Se trata de un tránsito a saltos por los miedos y los sueños, los recuerdos y las lecturas, los empeños y las fobias que marcan la vida cotidiana de una extranjera de origen venezolano que vive en un kibutz israelí, al borde de una zona en guerra permanente.
En los 27 capítulos del libro, que conservan todavía la frescura y la inmediatez de las entradas del blog de donde surgieron, Liliana Lara nos ofrece un universo que va de la A de Agua a la Z de Zapatos, en el que se combinan el ensayo con la crónica, la poesía con la reseña, para ofrecernos un intercambio muy cercano a la complicidad. Son textos en los que el paisaje israelí se confunde con el origen maturinés que la extranjera guarda en su memoria y con todas las posibilidades de vivir en una encrucijada cultural. Por esta serie de textos dispersos transitan las dichas, los miedos, los conformismos y las rebeldías de quien se adapta, se pliega y se resiste, en partes iguales, a una nueva cultura.
En ese cajón de sastre en el que todo entra y todo pasa, el flujo es lo que prevalece, y allí caben desde los fanáticos religiosos hasta las clases de supervivencia, desde las mascotas imaginarias hasta la alarma que anuncia un bombardeo inminente, desde la dificultad de expresarse en un idioma que no es el propio hasta las conversaciones en la peluquería, pasando por un poema sobre las ñapas y rozando el tema de la imposibilidad de darle nombre a esos pequeños insectos que no sabemos cómo se llaman en ningún idioma. Pero también están los puntos en los que todo se detiene. Como una parada de autobús donde dos nómadas que parecen la viva estampa de Jesucristo hablan sobre sus viajes por el mundo. O la oficina en la que hay que ir a firmar para declararse en paro. O esa taquilla en la que se instala el eterno empleado preguntando por el nombre propio. Espacios en los que la extranjera se autodefine y al mismo tiempo se desdibuja. Lugares que dan paso a la reflexión sobre la experiencia de no pertenecer, de no compartir los códigos de los demás, de no saber en realidad cuál es la reacción más adecuada en cada momento y, aún así, conservar la capacidad de maravillarse y de contar el cuento.
Porque están también los instantes en los que la memoria viene al rescate en la forma de una frase dicha por la abuela, de una semblanza rápida del padre o de la madre, o del recuerdo prestado de otra vida que no es la propia. La memoria como el lugar donde la extranjera se reencuentra con un centro que parece fijo, luminoso y verde como el mapa de su ciudad natal que se ha quedado pegado en la pared de la cocina. Y están también los libros que acompañan y explican, que iluminan y empujan, que ofrecen caminos y la posibilidad de otras vidas. Entre esos libros están otros abecedarios: el ABC del poeta polaco y premio Nobel Czesław Milosz y el abecedario del escritor israelí de origen polaco Dan Tsalka, inspirado a su vez en el texto de Milosz, así como la mención a uno de los alfabetistas más experimentales en lengua española, Bernardo Atxaga.
Mientras los alfabetos escritos por estos autores tienden a poblarse de hechos históricos y personajes notables, el trabajo de Liliana Lara con las letras apunta a lo íntimo. “Mi abecedario —dice en la entrada titulada M de Milosz– es sobre todo egocéntrico”. Y agrega “yo, que nunca he querido escribir autoficción, heme aquí, autoinventándome”. Y es cierto que lo que hace esta voz es inventarse, pero en el camino lo que nos ofrece no es una mirada encerrada en sí misma sino un recorrido lleno de sorpresas, que habitan en espacios que la cronista comparte con muchos otros personajes que pasan o se detienen, para ayudarnos a reconocer la experiencia del destierro, pero también a darle un chance a la posibilidad de convivir con los demás y construir nuevos arraigos.
Esos arraigos que se anidan sobre todo en la casa y la familia. La pareja y los hijos aparecen como el universo desde el que surge y se amplía toda experiencia. El espacio doméstico en el que se realizan las tareas diarias y se hacen los pequeños descubrimientos cotidianos que dan sentido a la existencia. Los niños que sueñan, que exigen, que quitan tiempo pero que también regalan alegrías y desperdician a manos llenas una curiosidad que ilumina todo lo que toca. La escuela en la que de forma inevitable hay que entrar en contacto con otros padres. El parque en el que conversan a velocidad vertiginosa las otras madres que acompañan a otros niños. Es en ese universo de lo cotidiano, que es el primer lugar de anclaje de todo extranjero, donde el texto más se detiene. Pero va más allá, hasta adentrarse en las complicidades con personajes afines, que hablan el mismo idioma, como la señora palestina de origen peruano que llama desde el otro lado de la frontera para comprar insumos en medio de un bombardeo que no cesa. Y todavía más allá, para mostrar los recorridos en el autobús que va a Jerusalén y llega al terminal de autobuses, en el que se cruzan objetos y personajes en un abigarrado batiburrillo que descentra la experiencia de la extranjera que observa y relata como quien entra a la urbe por la puerta de atrás.
Al utilizar la fórmula del abecedario Liliana Lara redescubre un modo de armar el rompecabezas de la elusiva identidad del desterrado. Y, al mismo tiempo, toma distancia de las escrituras que dramatizan la experiencia del desarraigo, para ofrecernos un tono más ligero que nos permite vislumbrar las ganancias y las bendiciones de no pertenecer. Este libro es un mapa que nos lleva a recorrer el territorio minado del destierro sin caer en las trampas del sentimentalismo, conscientes de los riesgos, pero dispuestos con ánimo de juego a no dejarnos atrapar por las aguas del engañoso río de la nostalgia.
Raquel Rivas Rojas