Cáceres: Editorial Periférica. 2022. 185 páginas.
Huele a café y a hojas de tabaco la última novela de Yuri Herrera, La estación del pantano (Editorial Periférica, 2022). Entramos en ella como entramos en la penumbra de un barco de Conrad o en una taberna decadente, ahogada en un calor irrespirable. De esta atmósfera densa y honda emanan más olores húmedos y estancados que llevan marcas de sangre, sudor e historia. Son los olores de cientos de pacas de algodón cosechadas por los esclavos negros y amontonadas en el puerto de la ciudad de Nueva Orleans a mediados del siglo XIX y de los muchos periódicos que traslucen como en un palimpsesto por debajo de las páginas de la novela.
Así, por capas de recortes de prensa de la época, de fragmentos de archivos, de cartas, tipografías y mapas superpuestos, es como va tomando volumen esta novela esférica que se edifica como un mundo propio, mientras da la vuelta y reconstruye otro mundo: el de la Nueva Orleans entre 1853 y 1855. Como en Señales que precederán al fin del mundo (Editorial Periférica, 2009), en La estación del pantano, el lector sigue, o quizás persigue, a un personaje que viaja. El personaje es Benito Juárez, futuro primer presidente indígena de México, y el viaje es el de su exilio, que comienza en Cuba y termina en Luisiana.
Puesto que la linealidad no es el patrón que suele definir los viajes ni aún menos las obras de Yuri Herrera, comencemos por decir que La estación del pantano elige un camino que es la antítesis del relato de viaje. Como bien indica el título, la novela narra un itinerario inmóvil, paralizado por la clandestinidad del exilio, un empantanamiento en una estación temporal y espacial que comienza con la llegada de Juárez en paquebote al puerto de Nueva Orleans y termina con su salida en barco, un año y medio después, rumbo a Acapulco. Es en este intersticio, en esta grieta de la Historia que se infiltra el autor y rescata del pantano terroso y estancado del tiempo, aquella historia íntima del exilio neoorleanés de Juárez que este último no escribió y que el archivo histórico no guardó. Llamémosla vida imaginaria, a la manera de Schwob, o experimento con la suspensión del tiempo, como en “El milagro secreto” o “La otra muerte” de Borges: La estación del pantano conjetura una historia que faltaba por contar y llena un “hueco marcado por el punto y aparte”, como anticipa la nota preliminar.
“CASI FANTASMAL, ENSIMISMADO, BENITO JUÁREZ, CUYO ROSTRO EL NARRADOR NUNCA NOS DA A CONOCER, ES UN TESTIGO DE ESTE ENTORNO DESCONCERTANTE QUE OBSERVA INDIGNADO, CUIDADOSA Y TÁCITAMENTE”
Color de tabaco y papel desteñido tiene el fresco de esta ciudad decimonónica tal como emerge de la novela. Por sus callejones deambulan Juárez y sus acompañantes –entre ellos, Ponciano Arriaga, José María Mata, Melchor Ocampo– implacablemente hombres, exiliados y perseguidos políticos mexicanos, en medio del trajín local, de los excesos de los tambores, de los pianos, de los teatros, de las carreras de caballos y de las crueldades cotidianas que enredan, en una maraña turbia, a blancos y creoles, asesinos y marineros, prostitutas y borrachos, dueños y esclavos. Coexiste en esta geografía tan compleja una mezcla variopinta de idiomas, etnias y razas: creoles “blancos-blancos”, creoles “blanqueados” y negros, algunos esclavos de plantación otros de ciudad. Siguiendo o persiguiendo a ciegas a un personaje innombrado (que resultará ser Juárez), cuya identidad se nos escapa y nos hace vacilar de principio a fin, accedemos a los meandros urbanos más sórdidos. Hasta cruzamos el umbral de unos de los lugares más espeluznantes del país entero, el mercado de Gravier, donde jaulas y salones exhiben “como ganado” cantidades de “manos sin persona”: esclavizadas y esclavizados designados tan solo por la parte de su cuerpo que provee la labor ingrata de “pizcar algodón” y “cortar caña”.
Casi fantasmal, ensimismado, Benito Juárez, cuyo rostro el narrador nunca nos da a conocer, es un testigo de este entorno desconcertante que observa indignado, cuidadosa y tácitamente. Escucha sin hablar, se sorprende sin comentar, mientras, retirado y nostálgico, descifra los periódicos locales en inglés, devora los que, esporádicamente, llegan de México y que “a él no lo menciona[n] de nombre”, y escribe cartas a cónsules y alcaldes sin poder siquiera firmarlas por las acusaciones de conspiración que pesan sobre él. Peor aún, este silencio humillante al cual le condena el dictador Antonio López de Santa Anna, responsable de su exilio, se duplica con otro silencio que también lo aísla y lo frustra en cuanto jurista refinado y político culto, impidiéndole intervenir en las conversaciones y debates que brotan a su alrededor: el inglés. el inglés. Esta nueva lengua, con la cual a lo largo de los meses Juárez va amigándose, sigue siendo para él un idioma ajeno y hostil en el que cada palabra se convierte en “un bulto”, un obstáculo que se interpone entre él y el discurso fluido que podría producir y que no logra conferir.
Apenas en la penúltima página de la novela, justo cuando termina la estación empantanada del exilio, es cuando se quiebra esta espiral de silencios: en la pasarela del barco que lo devolverá a México, Benito Juárez García se presenta al boletero con su verdadero nombre y apellido y, por primera vez, nos deja escuchar su voz. Como en aquel extraordinario epílogo de El hacedor, en el que Borges imagina a un hombre cuya tarea es la de “dibujar el mundo” y que, “poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas”, que fue recorriendo a lo largo de su vida, “traza la imagen de su cara”, cada paso que fue dando Juárez desde su partida traza su destino y su camino de vuelta a tierras mexicanas. Pero ahí, al concluirse la estación del pantano, también termina la novela.
El rescate de historias del lodo y de voces del silencio, así como de aquello que está enterrado, es la seña que define tanto La estación del pantano como la novela precedente del autor El incendio de la mina El Bordo (2020). Ambos libros reposan sobre aguas terrosas, nubes de humo, maquinarias judiciales y residuos de historias truncadas. Al indagar en el acervo, Yuri Herrera escarba la tierra y encuentra en las capas subterráneas de la ciudad, de la mina y del pantano, historias invisibilizadas, ya sea por el humo o la falta de aire o por “la cutícula verde del pantano” que desprende un velo opaco e inerte por encima de las vidas y de la Historia. Y, aun así, pese a sumergirse en siglo XIX, el autor no deja de inventar neologismos y moldear el castellano con un giro único e inconfundible. En estos gestos, el escritor se parece a aquel pájaro mítico, tatuado en el omoplato de uno de los primeros hombres que Juárez accidentalmente tropieza al desembarcar en Nueva Orleans y cuyo glifo aparece dibujado en el libro. Yuri Herrera es como ese pájaro que camina hacia adelante, pero mira hacia atrás, avanzando sin olvidarse del pasado. Así es como de nuevo saca a otro de sus personajes a la luz de la Historia y lo devuelve a “mirar las estrellas otra vez”.