The Hours. Juan Carlos Villavicencio. Santiago. Grillo, 2012. 40 páginas.
Inspirada en la obra de Phillip Glass, cada título del poemario The Hours (2012) corresponde a una de las piezas del músico. Si a esto sumamos que epigráficamente se nos recuerda el cruce con la adaptación de Cunningham por Stephen Daldry y ésta, a su vez, a La Señora Dalloway de Virginia Woolf, una serie de evocaciones nos tienta a ver el poemario como un amontonamiento referencial que podría sustraernos de lo que finalmente prima: una absorción contemplativa dolorosamente ininterrumpible. Nadie ni nada toca a la puerta mientras leemos este poema. La gran proeza de Juan Carlos Villavicencio (1976) es desalojar el mundo lleno de sonido y de furia, la ciudad y la naturaleza, e incluso, a las mismas horas, mientras nos esforzamos en reaparecer —junto al poeta— hasta volver a mirarnos al espejo, por obra y arte de su escritura. Este logro se sitúa en lo que Válery denominó una ética de la forma, un modo de resistir el silencio para decir lo indecible, aunque lo que aquí quede inscrito no sean retazos de un lenguaje, sino una verdadera pieza musical, de ahí la verdadera asociación con Glass. Porque no puede decirse, sin más, que el poeta de The Hours realice un acto conmutativo en el que mediante palabras llene un espacio vacío.
Es, de hecho, la palabra poética como constelación de silencio la que debe reestablecer un estado de cosas perdido, “porque nadie puede situarse a un costado a escuchar, porque nadie entiende las palabras/ todo decanta por un malentendido que se ha repetido secretamente ante la luna” ¿Cuál es, entonces, el malentendido que pone en marcha el poemario? La palabra misma es el malentendido. El decir corriente, los signos que compartimos al relacionarnos con otros —en el caso del amor— un código común que forzosamente hacemos circular hasta convertir el lenguaje en moneda lo suficientemente gastada. Al poeta de The Hours “le duele una mujer en todo el cuerpo”, como dice Borges en El Amenazado, estar o no con ella es la medida de su tiempo. Y sin embargo, esto no está dicho con suficiente agudeza. El amor y su desaparición, vivir y morir son, más bien, las medidas del silencio en esta obra, como refiere “Tearing Herself Away”: “Nada sabes de los espejos en la noche/ No te arrancas de este mundo creyendo que es lo mejor que se puede hacer/ es la misma muerte disfrazada la que te ha traído i te ha llevado sin que notes las falanges que te sujetan de la mano”.
Lo que ha sido arrebatado al poeta en el acto amatorio es el privilegio de no entrar en contacto, el inalienable derecho siempre alienado de vivir en soledad; le ha sido extirpada La dicha de enmudecer (1998), como refiere el título de la obra de otro poeta chileno, Armando Roa. Y es que tanto en la poesía de este último como en la de Villavicencio es la muerte con quien el poeta finalmente se codea: “ella [la mujer] huye de las horas y cree que ha vuelto al verdadero mundo donde se vive”, cuando en realidad pareciera que no se vive en parte alguna. Pero mientras en Roa la muerte es la metáfora de un espacio indecible donde, como bien observó Marcelo Pellegrini, el poeta decide hacer de su verbo “un agente de transformación para nombrar su esquiva identidad”; en el caso del poeta de The Hours, no se trata de atrapar ese pez huidizo que es la muerte, confinándolo a existir en nuevos signos. Contrario sensu, se busca reivindicar la ausencia, consustanciada con la muerte misma como espacio de plenitud, siempre amagada por nuestra inmersión en el tiempo, en las cosas, en la vida y las relaciones humanas.
The Hours es un intento de retorno al vacío, el poeta ya ha escogido su posición dentro de la Historia, su relación con la mujer es un constante devaneo que le inflige una intuición mucho más universal. No nos encontramos con un poemario como Los Cármenes de Catulo o Los Veinte poemas de Neruda, en el sentido en cómo se dice ahí el olvido. En ambos poemarios la ausencia de la mujer detona una disforia placentera. Existe un placer en ver el al objeto amado más objetualizado, aporía que se representa en una ausencia sensitiva, a modo de no-hablar, no-tocar, no-contemplar. Al hablante nerudiano le gusta cuando calla porque está como ausente. Esto porque todo el universo del poeta de Las Residencias está lleno de su alma (la de ella) y ello es lo que hace posible el poetizar. Pero en Villavicencio la poesía surge desde mucho antes que desaparezca el objeto del deseo. No es necesaria la distancia temporal para ver la verdad y mucho menos lo es autocomplacerse, posteriormente, en una comunicación imaginaria con aquello desaparecido. No se trata de oponer la ausencia a la omnipresencia posterior del poeta: el silencio y la ruina coexisten en lo inevitablemente presente.
En buena parte de la poesía moderna el silencio representa una aspiración al ideal, una tentación que se ha vuelto inseparable del acto poético. Las Cartas a Milena de Kafka logran que el acto de escribir se convierta en un milagro escandaloso, según dice Steiner. Kafka vuelve a nombrar un mundo colmado de cenizas y de dudas; encontrar la dicción correcta es su gran tarea. En Villavicencio, en cambio, más que acercase a la palabra impoluta de un nuevo tiempo, se trata de huir de las palabras. The Hours constituye un acto mallarmeano, una búsqueda de la Belleza absoluta, por la vía de la depuración de las relaciones humanas, para volver a la consideración del mundo como inexistente silencioso. El poeta sabe que el objeto perdido que causa dolor es fruto de un azar necesario, “donde lo inevitable ha sido la violencia de encontrarse i dejar que el aire avanzara por las tumbas”. Se debe abolir el azar y lo contingente-mundano para alojar los restos en el interior de sí mismo, sabiendo que “sólo queda sentarse a describir el recuerdo oscuro que se cierne sobre el tiempo”.
En el poema “The Hours (Epílogo de un pequeño Dios)”, pareciera que el poeta se complace en ver su dolor en una sola pieza, bordeando “un mal que ha creído abandonado”. La restitución del silencio le impone mirarse en el espejo, como si en el ejercicio de la poesía hubiese reencontrado su propia imagen. El poeta ha logrado alejarse de las horas. Tal como señala Benjamin sobre Proust, frente a la idea del escritor como un custodio de la memoria, mejor cabe pensar que no es de capital importancia lo que se haya vivido, sino “el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando”. Para ello Proust se embarcó en una empresa infinita de escritura, atizada por sus hábitos nocturnos: el despertar fue para Proust una redención dentro de un mundo que pedía ser nuevamente reconocido. El olvido, el dormir, entendidos como muerte y no la memoria son la clave que pone en marcha su recherche. Benjamin refuerza esta idea al señalar: “su cosmos tiene su sol en la muerte, alrededor del cual se colocan en órbita las cosas reunidas y los instantes vividos”. En Villavicencio falta por completo la extensión proustiana, pero en lo que sí coincide con el francés es en que en ambos la muerte es el centro alrededor del que gira un tiempo personal, construido en torno a la ruina. El universo del poeta es una alegoría de la ausencia que reinscribe el mundo como un lugar en vías de desaparición, una especie de cripta en la que se aloja el objeto perdido y del cual el poeta nunca debió salir. En este sentido, la obra de Villavicencio opone al amontonamiento del pasado, el presente en unas pocas piezas, como la música a la que tributa. Este es el gran logro del poeta. Una obra como The Hours precisa comprender la poesía como una composición del espíritu en acto, porque es en la soledad y en el silencio donde el poeta puede reclamar para sí lo que ha perdido en la transacción trivial en que dejamos de ser humanos.
Me gusta pensar que este tipo de obras nunca están acabadas, sino abandonadas, como si ese espíritu pudiese volver a echar mano. Es en la perfección de la forma poética y en la voz de las horas que reemplazan la espera no con anhelo de una respuesta, sino como vacío descubierto detrás de la apariencia, donde el poeta comienza a ser una sombra que merodea el poema, acaso dispuesto a interpretar esta música nuevamente. El lector, por su parte, abre el libro en su ausencia y presiona play: se oye el silencio de una vez y para siempre, en una sola pieza.
Rodrigo Arriagada Zubieta