Eterna Juventud. César Aira. Santiago de Chile: Hueders. 2017. 77 páginas.
“¿Qué más se le podía pedir a un buen indio?” César Aira ha sido tan prolífico, tan exuberante en su producción (casi cien libros), que no es extraño que esta pregunta resuene como una reflexión, de algún modo personal, sin duda cómplice con sus lectores, que devela una clave de lectura de esta nueva novela. Quien se hace la pregunta es Eterna Juventud, un indígena mapuche, cuya afición por coleccionar ciertos objetos arqueológicos, que él llama cabecitas parlantes, y sus reflexiones sobre la vida indígena trazan el hilo conductor de esta novela.
Un hilo tenue, si se quiere, ya que en Eterna Juventud no ocurre realmente nada. Como lectora de Aira, mientras leía la novela, no pude dejar de pensar en sus ficciones de la pampa en los siglos 18 y 19, en Ema, la cautiva, en La liebre, en Un episodio en la vida del pintor viajero, no pude dejar de esperar que una serie de eventos inesperados propusiesen una re-invención más de ese periodo inicial de la Argentina. Pero, como ya dije, en Eterna Juventud no ocurre realmente nada. En eso consiste su placer, en eso se concentra su mirada. Eterna Juventud, con sus pacientes reflexiones sobre lo que es la vida y lo que son los intervalos que interrumpen la vida, con su lenguaje poético, con su inmóvil escenografía cordillerana, es casi como un fotomontaje repetitivo en el que el sentido parece operar, como en gran parte de la lírica, más por acumulación y superposición que a través de la trama.
Si el tono lírico y la mínima trama proponen una narrativa de algún modo distinta a la del Aira que conocemos, la inventiva, la fantasía, por momentos, surrealista, y la propuesta lúdica de estar escondiendo un supuesto secreto en el relato o, como él mismo expresó en una entrevista, de que el relato se trate de un roman à clef (novela en clave) en el que personajes o eventos reales se disfrazan de ficción, resulta reconociblemente aireana. Para el lector recién llegado a las páginas de Aira, Eterna Juventud puede ser una placentera introducción a su particular estética. Para el lector de Aira, el relato propone, y esa es probablemente la clave de su roman à clef, una justificación, una explicación, de su postura dentro del mundo de las letras. En un mundo literario como el actual en el que el reconocimiento crítico y de los grandes premios parece condicionado a la necesidad de poner lo literario al servicio del compromiso social y en el que el reconocimiento comercial parece condicionado a la necesidad de poner al autor al servicio del mercado, Aira se alínea con la persecución de lo literario por lo literario mismo, con la predilección kantiana por la autonomía del arte que enamoró a los románticos y dinamizó a los modernistas, esa que privilegia la belleza, el placer, la innovación, el juego y, tal vez, la felicidad, por sobre la función social y comercial.
Los vehículos metafóricos que encuadran la clave de la obra parecen ser las cabecitas parlantes que colecciona Eterna Juventud, “esos pequeños tesoros, que eran el deseo y la ilusión de su vida”. Como los libros de Aira, las cabecitas parlantes no tienen ninguna utilidad, no tienen compromiso con ningún mensaje, son objetos antropológicos a través de las cuales “las horas se trasladaban a otras horas, los lugares a otros lugares, la belleza a otra belleza y la felicidad al cielo”. Tampoco se buscan, sino que son “hallazgos incausados”, no responden a un plan y por lo tanto se resisten, de algún modo a una catalogación útil para explicarlos o darles un sentido social o comercial. En la novela, su tío, el Cacique Cafulcurá, le dice a Eterna Juventud que “hay un argumento que debería tocarte: el catálogo razonado te trascendería y volvería tu hobby parte de la historia de tu pueblo”, en plena consistencia con el anuncio que hizo Aira de que las editoriales le han pedido que trabaje en un “catalogue raisonné” de su obra como celebración de la publicación de sus primeras cien novelas. Pero este argumento, de alguna manera, se opone a la convicción de Aira de que “no se puede ser escritor y ser importante al mismo tiempo. Hay que elegir una de las dos cosas”. Esta postura me lleva a recordar al Borges de Borges y yo quien ve al escritor separado del autor famoso diciendo que este tiene las mismas cualidades, pero de “un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor”. No se puede ser escritor e importante al mismo tiempo; la presión de fijar la obra, de hacer un “catalogue raisonné”, lo perturba tanto a Aira que, en la voz de su personaje, expresa su frustración con los requerimientos más allá de lo literario que se le piden como autor: “no era necesario catalogar ni difundir nada, porque gracias a la busca individual del placer uno mejoraba y perfeccionaba todo su entorno, y se volvía un creador y benefactor de la humanidad. ¿Qué más se le podía pedir a un buen indio?” No catalogar, no comprometerse, mantener la independencia como autor es, de alguna manera, para Aira una manera de comprometerse con la literatura, ese “juego irresponsable, un juego casi de niños que preserva la infancia”. Eterna Juventud tampoco fija su colección, ni organiza su obra “Haciendo honor a su nombre, prefería prolongar su juventud.” La última entrega de Aira es una entretenida reflexión casi poética sobre lo literario, sobre su postura como autor y sobre la necesidad de dedicarnos a aquello que preserva nuestra esencia, que garantiza nuestra Eterna Juventud.
Carolina Sitya Nin
Universidad de Oklahoma