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BOOK REVIEWS
Número 34
Elocuencia de la mirada de Marina Gasparini Lagrange
Por José Tono Martínez
“Pero este volver a vernos a través de lo que vimos es también un ejercicio de introspección y de constatación de que aquellas intuiciones que tuvimos en un primer lugar son pertinentes, lo siguen siendo para nosotros.”
No ficción
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  • June, 2025

Madrid: Kálathos ediciones, 2024. 120 páginas. 

Elocuencia de la mirada de Marina Gasparini LagrangeNo sé si la trayectoria de Marina Gasparini Lagrange (Caracas, 1955) es muy conocida en España o en otros países de Latinoamérica, pero la pertinencia de este su nuevo libro, Elocuencia de la mirada, bien podría ser una incitación para conocer la obra de quien fue docente de la Universidad Central de Venezuela y luego residente en Venecia durante casi 20 años, siguiendo el curso de la diáspora venezolana que ha arrojado a millones de compatriotas a los cinco rincones del planeta. Su obra incardina iconografías varias: arte, ensayo, poesía, como no podía ser menos en quien fatigó los pasillos del Instituto Warburg de Londres.  Entre otros libros, menciono aquí el fruto de la estancia en el Veneto, su Laberinto veneciano (Moretti & Vitale, 2009, 2014; Candaya, 2011); y fruto de sus visitas a España, Exilios. Poesía latinoamericana del siglo XX (Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2012).   

El libro de Marina Gasparini, Elocuencia de la mirada, podría muy bien titularse de una manera complementaria, Pertinencia del viaje o Percepción de la relectura, y también, tangencialmente Venice Revivisited, o Retorno a Venecia, por evocar a Evelyn Waugh. Digo tangencialmente porque en este libro hay varios retornos, si bien el retorno a Venecia es quizá el más significativo dada la peripecia vital de más de quince años que la autora disfrutó junto a la ciudad de los canales. 

Prosigamos con algunas de las posibles lecturas que nos ofrece Elocuencia de la mirada. Los neoplatónicos, Plotino, Hipatia, Amonio Saccas, entre otros, insistían en una idea que ha dado muchos frutos filosóficos y literarios. Me refiero al hecho de que uno en realidad se nutre intelectualmente, espiritualmente, de aquello que reconoce. El conocimiento es este sentido anamnesis, recuerdo, es decir, volvemos por donde solíamos para encontrarnos con aquello que conocimos en otro tiempo, o con aquello sobre lo que leímos para saber que allí está tal y como lo dejamos, tal vez mejorado. Tal vez irrelevante, quién sabe. Porque claro, no se trata de un recuerdo absoluto, procedente de un mundo ideal, sino de un recuerdo vivido, padecido, pasado por el tamiz del pathos, como el que aquí nos trae Marina Gasparini, un recuerdo modelado por los sentidos, y tal vez por la idea de Hume de que nuestras percepciones e impresiones modelan y revelan las ideas con las que construimos nuestro mundo. 

Esas constantes visitas que realiza Gasparini al lugar del crimen (aquí un crimen estético) y en este caso al lugar de la inspiración, son también la constatación de un ejercicio de recuperación del tiempo en el que nosotros mismos; a través de aquello que estamos mirando, a través de aquello que estamos recuperando, volvemos a vernos, muchos años después, tal vez cambiados, tal vez golpeados por la vida, por los destierros, o por las derivas y derrotas. Lo digo en términos de navegación, derrotas a que nos conduce la existencia. Pero este volver a vernos a través de lo que vimos es también un ejercicio de introspección y de constatación de que aquellas intuiciones que tuvimos en un primer lugar son pertinentes, lo siguen siendo para nosotros.

Antes se ha hablado del título de Pertinencia del viaje o de Percepción de la relectura, y es que el libro de Gasparini Lagrange es también estas dos cosas y de una manera fundamental. En cierto modo nos pone en contacto con aquellos jóvenes aristócratas ingleses que desde siglo XVIII realizaban en llamado Grand Tour y que en 1732 crearon la llamada Sociedad de los Dilettanti, para escapar de las estrecheces morales británicas y de paso empaparse con el mensaje redescubierto que volvía a emanar de su cuna natural mediterránea, de Italia, de Grecia y luego de España y de Egipto, y que los jóvenes realizaban con objeto de descubrirse, de liberarse, también de salir de los armarios, descubriendo la vieja sabiduría neoclásica, mediterránea y oriental.

Mucho contribuyó a ello el rey ilustrado Carlos III y las excavaciones que mandó a realizar en Pompeya y Herculano, para asombro del mundo. Venecia, la serenísima república, ya en decadencia, fue para los europeos del XIX una de las grandes paradas. Ahí está después Ricardo Wagner, ahí está Thomas Mann. Hacia esta cita, que ha sido su casa durante muchos años —y que desde la añoranza nunca lo dejará de ser— nos conduce Gasparini. Pero también lo es Madrid, y en particular el Museo del Prado, cuyas salas Gasparini recorre con fervor. Es la suya una visita enamorada. En ocasiones, la autora practica un desplazamiento y se fija en un detalle anónimo, en una mirada anónima, sea de uno de los personajes retratados —y ello la conduce a indagar en los motivos por los cuales el artista se centró en esa mirada— o en un color, en un detalle. 

De modo que el libro de Gasparini puede también leerse como una educación sentimental del gusto artístico y literario. Por eso también lo he llamado Percepción de las relectura, y es que además de museos, iglesias, y obras de arte, Gasparini nos hace pensar, reflexionar, trayendo para nosotros libros, lecturas, viajes, convocando autores. Y este pensar de Gasparini es un pensar en movimiento, como querían los peripatéticos, porque este libro es también uno de paseos, muy en la estética del flâneur baudeleriano o en la que convoca Walter Benjamin en su Libro de los pasajes, ejercicios de lenta mirada que nuestra autora, a contracorriente, acertadamente emplaza: vindicación de la desconexión, del Movimiento Slow del paseante solitario que medita acerca de la condición del mundo.

“Elocuencia de la mirada está escrito desde la condición del viajero permanente, del Homo Viator, del ser itinerante, del exiliado/procesado sin causa, como le sucede a Joseph K.”

Pero hasta ahora, quien me escuche, con justicia podría decir, bueno, usted nos habla de la impresión que le causa este libro, pero nos ha dicho poco de lo que contiene. Podría defenderme, y decir que sí, que he descrito el libro mediante alusiones, que es lo que conviene a un libro de miradas. Pero no importa. No escabulliré el bulto. Lo diré ahora. 

Este libro, en un primer acercamiento, recoge un conjunto de visitas que realiza la autora a distintas obras de arte alojadas en varias iglesias y museos, con el objeto de recuperar visiones o miradas que habían sido postergadas o que tal vez no habían sido incluidas en ciertos cánones estrechos. Gasparini representa otro mirar, y con él no trata tanto de hacer la crítica estética de una obra, o la ficha técnica de un cuadro, que esto hace también, sin duda, como de remirar esa obra desde la perspectiva distinta de un observador sorprendido por otra mirada, que muchas veces es una mirada tangencial de alguien que está dentro de la obra y que desde allí nos observa, saliéndose de la trama argumental e iconográfica que describe la obra. 

Saltamos unas páginas. De repente, un encuentro en el metro de Chueca, en Madrid, con una joven ciega, a la que Marina tiende la mano, señala o prefigura de nuevo el tempo lento del libro —el del bastón tembloroso golpeando sobre el piso— y un entendimiento de la ceguera como metáfora que desafía la fidelidad de la visión literal, para entregarse al rito lateral de la mirada sesgada, nos dice la autora, y a la fuerza corporal y emocional que le hará volver sobre ciertas imágenes, con el objetivo de desvelar “caligrafías anímicas… y relaciones no descifradas que trazan círculos concéntricos invisibles que estrechan y vinculan correspondencias en la profundización de un ver”. Así nos anuncia su programa Marina Gasparini Lagrange.

A partir de aquí comienzan las visitas hacia esos escenarios donde anidó un primer embelesamiento visual, y quién sabe si más. Primero se nos traslada a la iglesia de Santa María Gloriosa dei Frari, en Venecia, para contemplar dos cuadros que Tiziano pintó entre 1518 y 1526, para hablarnos de Leonardo Pesaro, el niño que es cubierta de tapa del libro y que nos mira desde hace cinco siglos, en aquella obra comisionada por su familia, y bajo cuyo lienzo, en homenaje al pintor, Marina depositaba ramos de gladiolas todos los 27 de agosto, aniversario de la muerte del pintor. La llamaban, los celadores y cuidadores de la iglesia museo, La señora de las flores, otro título posible para este libro, y que hubiera sido digno homenaje a Marco Denevi. 

A partir de aquí, Gasparini se reconcentra en practicar esa mirada lateral y sesgada en diversas obras de esta iglesia, el monumento funerario a Paolo Savelli, deteniéndose en el fraile del fresco que, curioso, asoma en una de las capillas. Siempre para Gasparini, siguiendo al Malte de los cuadernos rilkeanos, cito: 

Ver es dar cuenta de un tránsito interior que palpa en medio de la confusión, los encuentros y correspondencias que nos pertenecen. Solo entonces podremos hablar de un ver que se detiene a vislumbrar en lo invisible, en lo oculto, en el sobrecogimiento de la vida, en el silencio de la muerte. 

Gasparini posa luego su mirada en Las hilanderas de Velázquez, con un hermoso epígrafe de María Zambrano: “Nada es solamente lo que es”. Luego nos lleva de nuevo a Venecia para remirar el Cristo ante Pilatos de Tintoretto, en la Scuela Grande di San Rocco, o su Juicio Final, en la también veneciana iglesia de la Madonna dell’Orto, donde Gasparini especula en la posible relación del Titorelli de Kafka, pintor de los jueces que actúan en El proceso y Tintoretto, autor del Juicio Final que bien pudo contemplar el checo en su visita a Venecia en 1913. De ahí pasamos a Cees Noteboom, a su Desvío a Santiago y a Zurbarán, compartiendo ese modo de ver la pintura como alegoría del viaje, “camino lateral para ver con la imaginación”. Y a otra visita al Museo del Prado, recordando Venecia, pero ya en Madrid, con la mudanza recién hecha, y de nuevo con María Zambrano a quien cita una vez más: “El arte que es visto como arte es distinto que el arte que hace ver, que nos hace ver”.

Cambia la tierra y cambiamos nosotros, habitantes del desarraigo, nos dice la autora. Siguiendo las lecturas y las citas de George Steiner, cuando dice que la verdad está siempre en el exilio, de Juan Ramón Jiménez, de Gombrowicz, de María Zambrano nuevamente cuando dice amo mi exilio, entre otros autores, concluye Gasparini: “Conozco el exilio. Su color suele ser blanco como la página no escrita, como la errancia bajo la luz enceguecedora de las arenas del desierto, (…) pues el reino del exilio es amplio y misterioso, no aparece en ninguna carta geográfica”.

El libro de Gasparini, Elocuencia de la mirada, está escrito desde la condición del viajero permanente, del Homo Viator, del ser itinerante, del exiliado/procesado sin causa, como le sucede a Joseph K., y que está constantemente volviendo, recordando, indagando en los sentimientos que provocaron las primeras visitas, las primeras lecturas, de Cuando uno era feliz e indocumentado, como dijo García Márquez. Con la autora, al volver, recordamos, recuperamos el tiempo perdido, la impresión central que hizo que tal obra, tal rincón, tal poema, se convirtiera en significativa, en parte de nuestro aprendizaje, y que aquí, ahora, gracias a esta preciosa obra, podemos volver a sentir, de otra manera, desembarazados de los ecos, y vueltos y entregados a las voces, tal vez a voces nuevas…

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