Colombia: Secretaría de Cultura de Pereira. 2023. 131 páginas.
Cuando creemos haber superado un debate crítico aparece un nuevo rebrote que abre las grietas de una querella. Ya forma parte del reservorio literario hispanoamericano el verso de Vicente Huidobro que expone al adjetivo a una existencia binaria: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. No sé si lo hemos malinterpretado, ya que no vemos la posibilidad de elegir sino la autocracia de la supresión. Así, me temo, aparece el estigma: un poema formalmente correcto, que se haga respetar, debe cuidarse del adjetivo. La adjetivación, según esta línea, caminaría muy cerca de algo que no queremos en el texto, en la morfología del poema. De ser esto cierto, el poeta sería un epidemiólogo interesado en detectar las frecuencias del uso del adjetivo –su propagación– y tratar médicamente –verbalmente, se entiende– excesos y abundancias.
¿Qué pasaría si, de manera consciente, el poeta no pensara en un número reducido de adjetivos, sino que, en un osado y efectivo uso, se atreviera al “exceso” como poética? Esta sería la primera impresión que me ha dejado El olor de las ruinas, del poeta y cuentista colombiano Alejandro Medina Franco (1981). Medina Franco es magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira y con esta obra obtuvo el Premio Colección de Escritores Pereiranos, en el género Poesía (2022). Anteriormente ya había publicado el libro de relatos La mueca del gólem (2018). La adjetivación es un ágil recurso muy frecuente en El olor de las ruinas y se despliega en los cauces del verso corto. Este efecto espacial permite otro trato con los poemas que, con ritmo consciente, van nombrando una cotidianidad transmutada y casi cubista: “Mi brazo es corto, / y es uno, / sale del centro de mi pecho; / con él ha muerto / la bella simetría”.
“HE VISITADO VARIAS VECES EL OLOR DE LAS RUINAS Y NO ESTARÍA DEL TODO ERRADO SI PIENSO QUE ESTA VOZ ANTILÍRICA SE ENCUENTRA EN UN MUNDO MÁS DESIGUAL QUE ÉSTE EN EL CUAL VIVIMOS”
El olor de las ruinas canaliza acertadamente sus influencias, aquellas que están expuestas en epígrafes de Charles Baudelaire y Oliverio Girondo, por ejemplo, así como aquellas que funcionan como piezas no visibles pero que sustentan las bases y los pilares del poema. Este aspecto me lleva a varios pasajes en la malograda y delictiva vida de Jean-Baptiste Grenouille, especialmente la decadencia que se narra en las primeras páginas y que contextualizan los hechos posteriores de la novela El perfume.
El olor de las ruinas impone una manera de entender el proceso creativo de su autor. No sé si se trata de un vicio como lector de poesía, pero me gusta ver qué motivaciones hay detrás de los paisajes aislados del poema; me explico: me gusta ver la lección discursiva que nos plantea el poeta. Y en el caso de Medina Franco, la premeditación y la libre elección, su capacidad de elegir: jugar parqués en un tablero de ajedrez, nombrar el canibalismo, con un muy ponderado lenguaje antirretórico, cercano al feísmo estilizado. Todo esto se puede apreciar en el poema “Lepra”, leído como poética. No está lejos de lo dicho por el poeta argentino Enrique Molina, refiriéndose al propio Oliverio: “No teme incorporar a su visión lo que un lirismo acaramelado considera feo. Pero ese feísmo no es otra cosa que amor hacia todas las formas del mundo, fuera de sus connotaciones humanas”.
He visitado varias veces El olor de las ruinas –con ojos que buscan corregir y luego con ojos que buscan apreciar–, y no estaría del todo errado si pienso que esta voz antilírica se encuentra en un mundo más desigual que éste en el cual vivimos, aunque cueste creerlo: un mundo postapocalíptico y cinematográfico. Este mundo que no parece estar listo para lo bueno ni para lo malo –una realidad sanitaria que no supo lidiar con propagaciones y contingencias–, mucho menos para las adjetivaciones y sus consecuencias en la creación de mundos textuales.