Lima: Planeta. 2022. 199 páginas.
El dolor de la sangre, primera novela de la escritora venezolana Kathy Serrano, es una invitación a sumergirse en un mar enrarecido. Con la destreza que ya mostraba en su obra cuentística, Serrano crea un universo en donde se entrecruzan de manera magistral y conmovedora temas como la migración, la soledad, la violencia y la familia.
Pero esto solo es el principio. Serrano entrega un libro con una historia cautivante. Martha es una fotógrafa venezolana que migra a Lima una década atrás y que se encuentra ante una oportunidad que, lo sabemos, cambiará su vida: es invitada a Venezuela para realizar una campaña fotográfica. La protagonista acepta y, a partir de este punto, empieza el ejercicio de sumersión para el lector, del que es imposible salir inerme.
En la novela aparecen dos tiempos claros que pueden demandar, a su vez, movimientos distintos en su lectura. La primera parte, en donde Martha está en Lima antes del viaje que cambiará su vida, puede leerse de manera voraz y rápida; no solo por la avidez por saber qué sucederá, sino también por el ritmo del texto: capítulos cortos que generan intriga y un deseo insistente por llegar pronto a ese otro lugar que promete la historia. La segunda, con Martha llegada a Caracas y próxima al encuentro familiar, funciona como una muñeca rusa, pues se van desentrañando nuevos escenarios y motivaciones de la protagonista, permitiéndonos conocer la cara oculta de los personajes. Ante esta complejidad, el lector pausa, se detiene y reposa. El libro persiste, aun cerrado, en la memoria, dibujando una pregunta que poco a poco nos animamos a hacer en voz alta: ¿qué es, en realidad, lo que desea Martha? Y es aquí, en el terreno del deseo, en el que la historia crece.
La historia de Martha es la de una mujer con un deseo y un dolor múltiple, ligado a la experiencia de una familia que se comporta de forma transgresora con ella, quien se posiciona ante esos sucesos de una manera polivalente y poco convencional para las narrativas tradicionales sobre lo femenino: la violencia no solo trae dolor, sino también puede implicar un deseo que descentra al personaje de sí misma. Es una apuesta arriesgada y valorada que, en su primera novela, la autora se permita abandonar una visión maniquea de la violencia y se anime a enhebrar una historia en la hay algo más: en El dolor de la sangre cohabitan el sufrimiento ante agresiones crueles y un disfrute repulsivo y –afortunadamente– parcial de lo que ocurre.
“UNA HISTORIA TAN COMPLEJA REQUERÍA UN USO DE LA TÉCNICA QUE LA HICIERA POSIBLE. ASÍ, LOS CAPÍTULOS, DE TENDENCIA BREVE Y FINALES COMO PUÑOS, CUMPLEN CON LA TAREA DE NOQUEAR AL LECTOR”
Martha sueña, piensa y dice aquello que significa una censura. Esta honestidad en la construcción del personaje principal se observa también en el tratamiento realizado con la familia de la protagonista. Al llegar a esa casa desvencijada que reclamaba su presencia, hay algo de monstruoso en la cotidianidad de Martha cuando niña y cuando adulta; una monstruosidad en la que ella también se reconoce. Una pista sobre esta identificación la da la tapa del libro: una mujer de espaldas cuya imagen se refleja en una sombre femenina con cabellos de serpientes, como una suerte de medusa contemporánea. Rastrear el origen de lo monstruoso, implica, necesariamente, entrar en el contexto familiar de Martha. Dejando de lado el personaje de Rodrigo, el hermano cuya atrocidad es explícita, es interesante posar la mirada sobre la construcción de los otros personajes femeninos: la madre, las hermanas y las amigas de Martha.
La autora escribe “Madre hay una sola. La frase queda suspendida en el aire. Madre hay una sola. Pero ella, Martha, ha buscado tantas madres en su camino”. La madre de Martha es un personaje ciego a la bestialidad de su hijo, y, más aún, a las razones que Martha tuvo para migrar. Y es que el trayecto de Martha fuera de Venezuela es el camino que encontró para romper con la dinámica de su hogar: la de una familia de mujeres alrededor de Rodrigo, un agujero negro que todo lo consume. Pero también la de un grupo de mujeres juzgadoras siempre de la diferencia de Martha: su independencia, su voz, su cuerpo. Así, la migración surge como una posibilidad de romper con esa fuerza atroz y destructiva en el seno materno, con esa madre que la condena a la soledad con su ignorancia sobre Rodrigo y sus críticas hacia ella misma. Martha hace de esta migración un proceso simbólico y doble: no es solo concreta (salir de Venezuela) sino también implica cambiar el eje de sí misma. La familia pasa a ser, en su vida limeña, un mal sueño que la persigue. Una madre ciega. Una hija que no puede dejar de ver ni en sueños lo que le ocurrió.
Siguiendo con los otros personajes femeninos, la novela de Serrano brinda una mirada sobre las relaciones entre mujeres, en donde éstas son personas claves en la vida de otras mujeres, incluso más que los hombres con las que éstas se vinculan. Esta mirada de la red femenina, no desde la sororidad sino desde el lugar de la complejidad de relaciones, es uno de los puntos más valiosos de la novela. Son las mujeres las que protegen, hieren, aman, callan, hablan, ocultan y luchan. Son también las mujeres las que precipitan el fin de la historia, por más que, en apariencia, sea un combate masculino el que permite un cambio en el camino de Martha. Precisamente es una amiga de la infancia –Solimary– y su madre quienes terminan salvándola. Al parecer, era necesario buscar el camino con mujeres que no compartieran esa sangre que tanto le duele a Martha llevar.
Una historia tan compleja requería un uso de la técnica que la hiciera posible. Así, los capítulos, de tendencia breve y finales como puños, cumplen con la tarea de noquear al lector. Otro recurso interesante es el uso del sueño como bisagra que permite la emergencia de contenidos que la protagonista, al inicio, no se permite decir. Desde los primeros capítulos, la aparición de los sueños revela un contenido tanático y amenazante, que no tiene simbolización en la esfera consciente de Martha sino hasta bien entrada la novela. Al respecto, Sigmund Freud propone que la mente es como un iceberg: sus deseos se encuentran ocultos y solo es visible un territorio muy limitado (la punta del iceberg). Freud también sostenía que el sueño era la vía privilegiada para conocer el inconsciente, aquel lugar subjetivo en donde se depositan los miedos, deseos, pulsiones y todo aquello que mueve, ferozmente, a los seres humanos. Y esto es lo que exactamente ocurre con los sueños de Martha: van siendo un anuncio de lo que luego, ya de regreso a la casa materna, podrá ser expresado con palabras.
El dolor de la sangre puede leerse como una novela sobre un doble viaje: el de la migración y el del retorno hacia lo reprimido que insiste hasta que emerge. Es, también, un libro que galopa, con un ritmo animal, hacia un destino inesperado: el descubrir que el miedo y el deseo pueden ser parte de la misma historia.