El amor es hambre. Ana Clavel. Ciudad de México: Alfaguara. 2015. 162 páginas.
Al leer la novela de Ana Clavel El amor es hambre (2015), de inmediato la memoria del lector interesado en narraciones de corte erótico es remitida a textos de escritoras del Caribe como Zoé Valdéz y Mayra Montero, al menos eso sugieren las primeras páginas. Pero luego nos damos cuenta de que lo suyo no es un erotismo per se, sino más velado, como sugerido, más en el estilo de Luisa Valenzuela o Ana María Shua; para más tarde caer en la cuenta de que esta novela, si bien está en deuda con las escritoras antes mencionadas, su dinámica se dirige más bien por los espacios de las posibilidades más que de las descripciones. Conviene mencionar que la novela también se aventura por los derroteros descubiertos por aquella Laura Esquivel de Como agua para chocolate, en tanto la protagonista de la misma descubre sus deseos, en parte, a través del sentido del gusto, como habría sugerido Freud.
La novela es narrada en primera persona por una voz que nos lleva de la mano a lo largo de su vida: desde su nacimiento, pasando por la pérdida de sus padres en un accidente, hasta su vida adulta y de éxito como chef internacional. La protagonista cuenta la historia de sus muchas aventuras amorosas, pero, insisto, no de manera directa sino sugerida; para la narradora los sentidos y sus posibilidades ostentan un lugar de privilegio sobre la acción y la descripción puramente sexuales.
La historia infantil bien conocida, la de Caperucita Roja, corre a la par de El amor es hambre y se colige la relación con el título de ésta en tanto la protagonista, a lo largo de su carrera, experimenta el amor con diferentes parejas. Finalmente, es el amor platónico con Rodolfo, su padre adoptivo, que la hace sentir plena como mujer. El mayor acercamiento entre ambos se lleva a cabo al final de la novela con él en la cama de un hospital debido a una operación a corazón abierto: “Tomo sus manos entre la mías y las beso. En la India hay una secta que devora a sus muertos por considerar que no pueden hallar mejor sepultura que en sus propios cuerpos. Se lo digo. Rodolfo sonríe. Pues yo te comería toda… me confía. A mí me bastaría con una parte de ti… […] le digo acariciándole el pecho, ahí donde la nervadura de su operación es un camino sinuoso que recorro con los labios y la lengua.” (157) Esta es la escena que sintetiza la novela; la relación se sugiere, como todo en el relato, pero es la intención del texto que sea el (la) lector(a) mismo(a) quien decida lo ocurrido.
La novela consta de 46 apartados cortos, a modo de capítulos, cuatro notas aclaratorias al final del texto y una página y media de agradecimientos. También se lee una invitación a visitar la página de internet de la escritora y ver el video El amor es hambre/Corazón de lobo con la consabida dirección del portal. En este sentido, el texto, y el video, hacen un intento de interacción entre texto y lector(a) . Me parece que se queda corta esta relación ya que las imágenes en el video, más allá de ser fotografías de una modelo semejando a Caperucita, se relacionan poco con el texto. Acaso valga destacar el hecho de que las fotografías se hayan tomado en un bosque, del cual se hace constante mención en la novela, y algunas frases del texto que se alternan con las fotos. No obstante, se agradece la intención del experimento.
En este sentido, Laura Esquivel hace algunos años había intentado algo parecido con su novela La ley del amor en la que había un disco compacto con indicaciones para que el lector escuchara la melodía indicada en la medida que leía la escena de la novela. Para este lector, aquello fue un fracaso. Sin embargo, en la novela de Ana Clavel hay un vuelco que atrae en tanto que no abandona lo sugestivo; no cae en la estrategia fácil de la descripción del acto sexual como paliativo para sostener el interés, antes bien intenta que el juego mental del lector sea el factor decisivo en la consumación de la escena y ese, a mi modo de ver, es su mayor mérito.
Además del video, la novela tiene entre sus páginas siete fotografías: dos de flores carnívoras (ya que de esta manera se sugiere la naturaleza de la protagonista), una de caperucita y el lobo en la cama, una de la casa de la cascada en Philadelphia, una del Ángel Caído en Madrid y las últimas dos de la escritora (que repiten aquella de la solapa). La existencia de estas fotografías se entiende, quizá, por la relación que existe con el texto en las páginas donde aparecen; las de la escritora, por otro lado, escaparon a la comprensión de este lector… quizá esa es la idea.
José Juan Colín
University of Oklahoma