Puerto Rico: Editorial Pulpo. 2022. 38 páginas.
Verónika Reca nació en Bayamón, Puerto Rico. Esta joven poeta, graduada en fotografía digital y criminología forense, que además ha ejercido en el campo de la tanatología, nos comparte El abrazo de los frijoles, su ópera prima. Antes, ha sido parte de recitales y ha publicado en revistas y antologías. Este poemario se compone de treinta y un poemas que la autora puertorriqueña ha reunido bajo el sello de Editorial Pulpo.
Los objetos son excusas para mostrar lo que quiere expresar la autora. La casa le habla desde los objetos que habitan en ella. Todo en una casa parece hablar, dialogar, ser una extensión de quien y lo que la habita.
Verónika Reca parece decirnos que los objetos son uno, porque son ella también, y quienes leemos podríamos llegar a sentir la cercanía de esa unidad vista a través de las particularidades de los objetos que la conforman. Qué le digo a los muebles/que me miran distraídos/mientras pienso/si estar en ellos (…) ¿Qué se hace para ser cactus?
La voz poética es el sujeto que los objetos miran, analizan, cuestionan… y no al revés. Asimismo, los espacios de la casa, las sustancias, los componentes e ingredientes que en ella hay, son parte de esa ánima que la sostiene. Entonces, la casa, su alma, son los muebles, los estantes, la estufa, la mesa del comedor, la silla, las tazas, los cuchillos, los gabinetes, la alacena, entre otros objetos, pero también son las especies, los vegetales, las verduras: los hinojos, la albahaca, la pimienta, el orégano, el cactus, la salsa picante, la leche cortada, los granos de arroz, y por supuesto los frijoles, entre algunos otros víveres. Los remedios me han traicionado. /Se me fueron quedando sin cabeza los alfileres. /Me escondí en los saleros. /Usé tocino para la suerte.
En este poemario no sólo los objetos, las cosas de casa, dan razón de un estado del ser, de una manera de sentir el mundo en un contexto de pandemia; la voz poética también se aparta por momentos —en realidad, escasos— de esos cuerpos físicos, no para escapar del tema de la casa y lo que la compone, sino para dar cuenta de la calamidad, del vacío, de la desesperación ¿o debo decir desesperanza?, de la orfandad en la que estamos sumidos dentro de nuestros propios hogares, en nuestros propios espacios de convivencia.
El abrazo de los frijoles es un territorio de “los espacios cerrados”, “la sala vacía”, los abrazos no dados. Quizás por eso parece mirar con añoranza el pasado, y aun así hacerle una oda a la tristeza. Algunos rituales extienden sus tiempos para hacer de ellos una ofrenda a la obediencia. Entonces hasta tomarse una taza de café puede ser una paradoja. La casa, en ocasiones, es un lugar triste, un lugar para los no-encuentros, un recinto para la tristeza.
La cotidianidad que exige estar en casa en plena pandemia enfrenta a la escritura misma, a los lugares comunes de cualquier escritor. Todo indica que las cosas empezaron a olvidar su uso, de tanto tiempo con ellas, y a la vez tan solas, tan abandonadas.
El verso de Verónika es desnudo, desprovisto de adornos innecesarios. No le interesa ser bello —aunque lo es— porque lo que quiere es andar por los pasillos, las esquinas, las alacenas, los espacios de la casa que ahora parecen tener otra connotación, porque nunca sabemos lo que somos, ni lo que es el otro, hasta que permanecemos en ellos, tanto tiempo y tan solos. La flor, el florero, el sofá, los frijoles adquieren otras formas de percibirlos, otras maneras de ser con ellos, y en ellos. La vajilla, los cubiertos, y hasta el polvo alcanzan una naturaleza humana que nos hace más piadosos, más sensibles.
Los versos de este poemario parecen heredar todo el clamor de una voz que yace en el encierro y no encuentra la manera de permanecer en el mundo que ahora vibra en otra sintonía. Una voz que dice que “todos nuestros abrazos son enormes preguntas”. La tierra tiembla, pero ella, Verónika, no tiembla con ella.