Don’t cry for me, América: antología de escritores argentinos en Estados Unidos. Fernando Olszanski y Hernán Vera Álvarez, editores. Chicago: Ars Communis. 2020. 219 páginas.
La literatura escrita en español en Estados Unidos tiene en las antologías un interesante barómetro. De esporádicas y canónicas hace apenas unas décadas, ahora son frecuentes y temáticas. Tratándose en buena medida de una literatura migrante, es natural que el lugar de procedencia de los autores sea tópico importante de selección. Es el caso de una antología como Don’t cry for me, América: antología de escritores argentinos en Estados Unidos (Ars Communis, 2020).
Fernando Olszanski y Hernán Vera Álvarez, editores de Don’t cry for me, América, apuntan que “la relación de los escritores argentinos con Estados Unidos es fecunda y no menos compleja” y reconocen que en los textos de la antología “el país de origen es una constante, a veces es una visión con nostalgia, otras, con recelo, pero siempre con un ojo analítico y otro de añoranza”.
“I am argentino”, así se identifica en “La palabra justa” el hijo de Gastón Virkel, que nació en Miami, tiene catorce años y nunca ha pasado más de un mes en el hemisferio sur. ¿Qué es en realidad ‘lo argentino’ si esa condición puede ser construida en South Beach? Esa es la pregunta que más se hacen los quince autores presentes en Don’t cry for me, América, quince autores que hicieron en algún momento el viaje desde Argentina a Estados Unidos y se enfrentaron (se enfrentan) no solo a la redefinición y el redescubrimiento de uno mismo que es todo proceso de migración, sino también a la tensión permanente entre la identidad nacional diferenciada e independiente de los países latinoamericanos y la idea común estadounidense que ve lo latino como un elemento uniforme y constante en toda la región.
No solo en “La palabra justa” los hijos son los espejos donde la identidad se revela como ausencia. También lo son en “Trescientos fósforos mojados”, de Gabriel Goldberg, “Volver”, de Gisela Heffes y “Patria”, de Lila Zemborain. En “Volver” y “Patria”, además, las ausencias afloran en viajes de vacaciones a la Argentina; regresar para descubrir que el lugar de origen ya no le pertenece al inmigrante porque sus hijos no reconocen ese lugar como propio. A veces la no pertenencia es un acto de violencia, como en “El tamaño del miedo”, de Javier Lentino, y a veces un recuerdo de ‘los otros’ es lo que nos hace entender que ahora ‘el otro’ es uno, como en “Babelian”, de Eduardo D. Rubin.
La mirada del que se sabe ‘el otro’ es siempre mirada introspectiva, ver hacia afuera es verse a uno mismo pero de manera escindida, como si el inmigrante habitara dos realidades a la vez, en un país que ahora le es propio pero que quizás no llegará a ser del todo suyo. “La tierra de uno: in two chapters”, de Gladys Ilarregui, y “259 saltos, uno inmortal”, de Alicia Kozameh, abordan esa doble realidad que se vuelve metáfora en la milanesa convertida en caballo de Troya cultural de “La aproximación de los tiempos” de Adriana Briff. La “Carta desde Nueva York”, de Claudio Iván Remeseira, y las “Misivas electrónicas”, de Hernán Vera Álvarez, lidian reflexivamente con la nueva identidad, mientras en “Nuestras imposibilidades”, de Pablo Brescia, la necesidad es rebelarse a ella.
La identidad construida a través de contrastes, recuerdos, ausencias y enfrentamientos en un proceso permanente de retroalimentación, porque el viaje lo hacen nuevos inmigrantes año tras año, algunos escribirán sobre ello. Por eso, esfuerzos como Don’t cry for me, América son pertinentes, necesarios y vale la pena repetirlos con cierta frecuencia para reconocer tanto la particularidad de una cohorte como su universalidad.
Luis Alejandro Ordóñez